Anacaona. Noble princesa indígena, primera heroína de Haití y esposa del Cacique Canoabo que fue sentenciada a muerte y ejecutada en la horca por orden del gobernador Nicolás de Ovando.
Primeros años
Anacaona nació en la isla La Española, en la actualidad, Haití. Era hermana de Bahechio, cacique de Jaragua y su nombre significaba en la lengua de los indígenas “Flor de oro”. Era una mujer de singular belleza y generoso carácter, lo prueba el que no trató de vengar la muerte de su esposo Canoabo, persona según Cristóbal Colón de no escaso entendimiento y con quien esta reina se había casado, seducida por su renombrado valor.
Los escritores contemporáneos alaban su dignidad, carácter e incomparables gracias. Cultivó con acierto la poesía y fue autora de muchos de los romances históricos conocidos con el nombre de areitos, que los indígenas cantaban en sus danzas populares. La fama de su belleza llenaba toda la isla, y por igual la celebraban indígenas y españoles.
Sus compatriotas la adoraban y ejercía sobre ellos un extraño dominio, aun estando su hermano en vida. Se necesitaron graves y repetidas ofensas para que Anacaona cambiase sus sentimientos hacia los españoles.
Su esposo Canoabo Gobernó la provincia de Managua, situada en el interior de la isla; mas después de haber luchado repetidas veces contra el enemigo invasor, cayó prisionero y murió lejos de su país, en el año 1496, camino a España.
Encuentro con los españoles
Anacaona y Canoabo
Tras la muerte de su esposo, Anacaona se halló acogida en los estados de su hermano Behechio, a donde se retiró ya que pensaba consolidar el poder, pues muchísimos indígenas empezaron a morir víctimas de las largas jornadas o sencillamente de desnutrición. Ella consideraba a los españoles como seres sobrenaturales, y no dejaba de comprender cuan absurdo e impolítico era pretender resistirles. Cuando en 1496, Bartolomé Colón hermano de Cristóbal penetró en los estados de Behechio, salió al encuentro de los españoles la célebre Anacaona, en una litera que llevaban seis indios. No cubría su desnudez más que un delantal de algodón de varios colores, que bajaba hasta la mitad del muslo. Ceñía sus sienes una guirnalda de flores encarnadas blancas, muy olorosas y lucia brazaletes y collar de las mismas flores naturales.
Los españoles dejaron transcurrir dos días en medio de los festejos con que se les obsequiaba, al cabo de este tiempo, cuando había nacido alguna confianza entre Bartolomé Colón y el cacique, manifestó el primero a Behechio y a su hermana Anacaona, que el verdadero objeto de su visita era establecer el protectorado deEspaña sobre aquella región, y logró que le caique aceptase después de una breve discusión. Al año siguiente volvió Bartolomé a la provincia de Jaragua para cobrar el tributo acordado desde el año anterior, y fue tan bien acogido como en la primera visita, tanto por Behechio como por Anacaona.
Hacia el año 1500, llegó a la isla y después a Jaragua un español de distinguida familia llamado Hernando de Guevara, quien se sintió al poco tiempo enamorado de Higuamota, hija de Anacaona y Cabonao, la joven respondió muy pronto a la pasión de aquel extranjero. Guevara pidió en matrimonio a la joven indígena mientras, la madre protegió estos amores, juzgando que un caballero de tan noble presencia y escogidos modales, no podría hacer feliz a su hija. Por desgracia para los amantes, Roldan que por ese tiempo se hallaba en Jaragua y que se había quedado prendado con la belleza de Higuamota, dispuso que Guevara saliese de provincia, éste resistió algún tiempo viviendo en casa de Anacaona, llegando hasta buscar un sacerdote para que bautizase a su amada, mas Roldan que lo supo le hizo venir a su presencia, le repitió las ordenes dadas y sin atender a las protestas del joven que alegaba la fuerza de su pasión y sus honradas intenciones hizo que este lo atacara, enviando a Hernando de Guevara tres días para Cahay.
Tras este breve plazo Hernando de Guevara volvió junto a su adorada, después de varias discusiones, irritado por los obstáculos puestos a su amor, conspiró en contra de Roldan, que descubrió la conjuración, y apresó a su rival en la casa de Anacaona, y a la vista de Higuamota. El prisionero fue conducido a Santo Domingo, reclamado por el almirante Cristóbal Colón.
Reinado
Por el año 1503 reinaba ya Anacaona en Jaragua, por el fallecimiento de su hermano Behechio. La princesa india no conservaba ya hacia los españoles las simpatías de otros tiempos, pues comprobó que los extranjeros habían causado la miseria del país y que se entregaban, sobre todo los compañeros de Roldán, a una culpable licencia. Los tristes amores de su hija Higuamota con Hernando de Guevara la habían afligido no poco, y el bárbaro gobierno de Bobadilla y Ovando, que habían tiranizado a los súbditos de Anacaona, convirtieron el afecto de los primeros tiempos en profundo odio hacia los invasores. Por otra parte, los europeos que habitaban en las inmediaciones y que eran antiguos partidarios de Roldán que en esta parte de la isla habían obtenido tierras, continuaban en la torpe conducta y relajadas costumbres de los días de los que Roldán les acaudillaba, y oprimían continuamente a los caciques inferiores. Como los indios de Jaragua eran los más cultos, inteligentes y pacíficos de la isla, sentían más que los otros las exigencia a que estaban sometidos, sin que obtuvieran nunca justicia en sus reclamaciones, por que sus mas ligeras disputas con los nuestros eran calificadas de peligrosos motines, y la negativa a cualquier injusta pretensión de los europeos interpretada como resistencia la autoridad del gobierno.
Alguien hizo ver a Nicolás de Ovando que los indios de Jaragua conspiraban para expulsar a los españoles. Nicolás de Ovando decide tomar acciones para "domesticar" a los indios y fraguó una de las peores matanzas que se hayan registrado en la historia del descubrimiento. Este marchó sin perdida de tiempo a la hermosa provincia occidental, llevando consigo 300 infantes con espadas, ballestas y arcabuces, 70 jinetes con lanza, escudos y corazas. Dijo que su viaje no tenía más objeto que visitar a su amiga la cacique Anacaona y arreglar el pago del tributo, la princesa india al recibir la noticia, reunió en la más importante de sus ciudades a todos sus caciques inferiores y súbditos principales, para disponer de un recibimiento suntuoso.
Al llegar Nicolás de Ovando con su reducido ejército, Anacaona vino a buscarlo con una numerosa comitiva de ambos sexos, y se entonaron en honor de los españoles los himnos patrióticos o Areitos, en tanto que las jóvenes con ramas de palma en la mano, bailaban en su presencia del mismo modo que en la primera visita, de la que dice Pedro Mártir que:
“…cuando los nuestros vieron salir de los bosques a aquellas jóvenes vírgenes de color moreno claro y agradable, de suave y delicado cutis, de bellísimas proporciones, con el cabello suelto, una redecilla en la cabeza y enteramente desnudas, casi sospecharon que estaban ante una aparición de las dríadas o de las hadas y ninfas que celebraban los poetas clásicos. [1]
La cacique no desmintió en esta ocasión la fama que la atribuía sin igual gracia y divinidad. Alojó a Ovando en la mejor casa de la ciudad, y a los soldados en las casa inmediatas, obsequió a todos sus huéspedes con los frutos que pródiga daba allí la naturaleza y se repitieron por orden suya muchas veces los bailes, juegos y cantos nacionales.
Nicolás de Ovando sin embargo creía que todos estos agasajos tenían un objeto alejar de los españoles la sospecha de una traición, para caer sobre ellos cuando estuvieran descuidados y sacrificarlos, se ignora que razones hubieron para ellos. Puede creerse que se debiera este recelo a las mentiras y calumnias de los miserables aventureros que había en la provincia, pero debieron haber reflexionado que los desnudos indios no de habrían de permitir lanzar el reto a unas tropas vestidas y armadas a la europea y tácticas muy superiores a las de los indígenas.
La traición
No era para que se olvidaran del carácter bondadoso de la princesa india, que no dio abrigo jamás en su alma a la perfidia. Pudo Nicolás de Ovando imitar, si acaso temía algo de los indios, el ejemplo de Cristóbal y Bartolomé Colón, reteniendo en su poder a los caciques, pues la experiencia demostraba que esta era la garantía suficiente de tranquilidad. Por desgracia, sus instintos pocos humanos le impulsaron a obrar en la sospecha como en la convicción hubiera obrado, y preparó un criminal recurso que hiciera abortar la supuesta conjuración de los indios. Fingió corresponder a los obsequios de los naturales, organizando un banquete con el fin de celebrar su posesión como gobernador y para esto invitó a Anacaona y a 80 jefes más. Los indígenas, que por naturaleza eran nobles, creyeron que esta celebración era para que ellos demostraran sus habilidades en los juegos diciendo que estos serian ejecutados por sus soldados. Uno de ellos sería el de las cañas. Los jinetes pasaban en aquellos tiempos por ser de los más hábiles, entre los soldados que componían la pequeña hueste de Nicolás de Ovando, había uno que tenía enseñado a su caballo a corvetear al compás de un violín.
La fiesta de los invasores se fijo para un domingo por la tarde, debiendo celebrarse en la plaza de la cuidad, frente a la casa de Nicolás de Ovando. El jefe español comunicó a infantes y jinetes las correspondientes instrucciones, para que estos asistieran al juego, no con picadas despuntadas ni cañas, sino bien armados. Llegado el día la hora anunciada, se juntaron numerosa cantidad de indios en la plaza atraídos por la novedad del espectáculo. El jefe europeo disimuló sus intenciones y después de comer se puso a jugar Herrón con varios de sus principales compañeros. Los caciques que vieron entrar a la caballería, rogaron al gobernador que diera inicio a la fiesta no siendo las últimas que le instaron Anacaona y su hermosa hija Higuamota.
Entonces Nicolás de Ovando suspendió el juego y se colocó en un sitio desde donde pudiera verle bien a sus soldados, hasta que, juzgando el momento oportuno, hizo la señal convenida. Se oyó en el acto el agudo sonido de la trompeta, las fuerzas que mandaban Diego Velázquez yRodrigo Mejiatrillo, cercaron la casa en la que se hallaba Anacaona y los otros caciques, de los que no escapó ni uno solo penetrando los soldados después en la casa, fueron atando a las vigas que sustentaban el techo a los desdichados prisioneros, llevándose a la ilustre Anacaona, se aplicaron crueles tormentos a los demás caciques, logrando por este medio bárbaro que el dolor se arranca a algunos la declaración, a todas luces falsas, de haber entrado con su reina en la soñada conspiración. Cuando los españoles creyeron haber conseguido bastantes declaraciones para dejar probada la conjura, sin entrar en nuevas investigaciones, incendiaron la casa con todos los caciques en su interior perecieron abrasados por el fuego.
Mientras esto ocurría en el cacicazgo, los jinetes que a la señal de su jefe habían acometido con lanzas y espadas a la indefensa muchedumbre, realizaban una horrible carnicería. No respetaron sexo ni edad. Si alguno movido por la avaricia o la misericordia estrechaba en sus brazos con ánimo de salvar a algún niño, pronto sus compañeros se le arrancaban y hacían pedazos, Fray Bartolomé de las Casas describe los detalles de esta sangrienta tragedia, y no cabe exageración a sus palabras, ya porque en ese entonces residía en la isla, y por que estuvo relacionado con los actores de esta matanza, y también por que su relato conviene entre otros, con el de Nicolás de Ovando, que visitó a los pocos años a esta comarca y repitió varias de las circunstancias de este crimen, tales como haber jugado el gobernador a Herrón minutos antes de la catástrofe y el haber los españoles quemado a los caciques que se dice que pasaban de los 40.
Resultado de la masacre
Diego Méndez, que vivía en Jaragua y que probablemente fuera testigo presencial de las ocurrencias, consigna en su última voluntad y testamento que 84 caciques murieron quemados o ahorcados, y Las Casas fija en 80 el número de los que entraron con Anacaona en la casa que luego fue pasto de las llamas. Las víctimas causadas en la multitud por las caballerías, debieron de ser muchas, entre los sobrevivientes de este atropello se encontraban la pequeña Princesa Taino Guarocuya, quién posteriormente fue entregada a Fray Bartolomé de las Casas para que velara por ella, Higuemota, la hija de Anacaona, Mencia la nieta de Anacaona y el líder Tribal Hatuey, quién posteriormente escapó a Cuba. Una vez en Cuba organizó la resistencia, pero fue capturado en batalla, torturado y posteriormente asesinado. Varios indios que pudieron huir a merced de sus canoas se refugiaron en la isla de Guanabo, a unas ocho leguas de distancia, fueron perseguidos, aprisionados y reducidos a la esclavitud. Anacanoa cargada de cadenas, fue llevada a Santo Domingo.
Muerte
Nicolás de Ovando quién no contento con la aniquilación, se percató que faltaba Anacaona por ser asesinada y sometiéndosele a un proceso, en el que no hubo mas pruebas que las declaraciones prestadas en el tormento por sus súbditos, ni otros testigos más que los españoles la condenó a muerte y fue ahorcada en 1504, a la vista de todo el pueblo a quien tanto había amado y protegido.
Así pagaron los españoles la deuda de gratitud que tenían con una princesa de la que solo habían recibido favores, y que les había perdonado la muerte de su esposo, que pudiendo no quiso tomar venganza durante muchos años, en los numerosos europeos que vivían tranquilos en su Estado. Los españoles continuaron la devastación, con el pretexto de acallar la tuberculosis, por espacio de seis meses. Al cacique Guaora, sobrino de Anacaona, le cazaron como una fiera en las montañas donde buscó refugio, se le llevó a la horca. Parecía que la matanza de los habitantes no iba a acabar nunca.
Buscaban a estos en los lugares más ocultos y retirados, en oscuras grutas o en lo más erizado de las montañas, y allí iban los españoles a buscarlos y los degollaban, diciendo que se habían reunido y armado para provocar la rebelión. Los que sobrevivieron quedaron en la mayor miseria; y cuando la sumisión fue rayana de la esclavitud, se declaró restablecido al orden. Nicolás de Ovando levantó para inmortalizar su figura una ciudad cerca del lago, a la que llamó Santa María de la Verdadera Paz.
Las sospechas de Nicolás y el recibimiento de Anacaona
Es posible que alguno de los hombres de Roldan que odiaban a Anacaona, le dijera falsamente a Nicolás de Ovando, que los indios Jaragua conspiraban para expulsar a los españoles de sus tierras y Ovando decidió tomar acciones para "domesticar" a este infeliz pueblo, fraguando una de las mayores matanzas que se registraron en la historia de la conquista. Ovando inmediatamente marchó a la hermosa provincia Jaragua, con trescientos infantes armados con espadas, ballestas y arcabuces, más setenta jinetes armados con lanzas, escudos y corazas. El conquistador alegaba que su viaje era para visitar a su amiga la cacica Anacaona y arreglar el pago del tributo. La cacica al recibir la noticia les hizo un gran recibimiento, donde reunió a todos sus caciques subalternos y a sus principales súbditos. Al llegar Ovando con su ejército, Anacaona lo recibió con una numerosa comitiva que entono areitos en honor de los visitantes, mientras muchas jóvenes aparecieron bailando totalmente desnudas, con ramas de palma en la mano, del mismo modo que en la primera visita española.
El cronista Pedro Mártir, describió este singular y erótico recibimiento con estas palabras: "…cuando los nuestros vieron salir de los bosques a aquellas jóvenes vírgenes de color moreno claro y agradable, de suave y delicado cutis, de bellísimas proporciones, con el cabello suelto, una redecilla en la cabeza y completamente desnudas, se imaginaron estar ante una aparición de las dríadas o de las hadas y ninfas que celebraban los poetas clásicos".
La cacica Anacaona con su acostumbrada cordialidad, alojó a Ovando en el mejor bohío de la tribu y a los soldados en las bohíos inmediatos, también les dio a sus huéspedes los mejores manjares y a petición de los visitantes se repitieron muchas veces los bailes, juegos y areitos.
La falsedad española
Si Nicolás de Ovando, temía algo de los indios, debió seguir el ejemplo de Cristóbal y Bartolomé Colón, que retuvieron en su poder a los caciques, como garantía de su vida. Pero por desgracia, los instintos inhumanos de Ovando, transformaron sus sospechas en convicción y su mente criminal solo pensó abortar la supuesta conjuración.
Ovando fingió corresponder al recibimiento y a los obsequios de Anacaona, organizando un banquete para celebrar su nombramiento de gobernador y con esta excusa invitó a Anacaona y a ochenta caciques. A nuestros aborígenes, que eran nobles por naturaleza, les dijeron que esta celebración era para los españoles demostrar sus habilidades en los juegos y que estos serian ejecutados por sus soldados, uno de ellos sería el de las cañas. Los Jaraguas muy emocionados veían a uno de los soldados de Ovando, que había enseñado a su caballo a corvetear al compás de un violín.
La celebración de la maldad
La celebración se realizo una tarde de domingo en la plaza, frente al bohío que ocupaba Ovando, quien le había ordenado a sus hombres que cuando asistiesen a los juegos, no llevasen picas despuntadas, ni cañas, sino que fuesen bien armados. Una gran cantidad de tainos esperaban impacientes en la plaza, atraídos por el espectáculo, mientras el despiadado Ovando disimulaba sus intenciones.
Después de comer, Ovando se puso a jugar herrón con sus principales capitanes, mientras los nobles e ingenuos caciques, impacientes por ver la destreza de los españoles en los juegos de la nación taina, le rogaban que diera inicio al tan esperado espectáculo ritual. La presencia de la caballería, siempre era algo muy impresionante para nuestros aborígenes en la época de conquista y allí estaban setenta jinetes, con sus corazas de metal y sus extrañas y mortíferas armas.
En medio de la conmoción emocional que en ese momento vivían los tainos, Ovando ordeno suspender los juegos y se colocó en un sitio donde podía ver el movimiento de sus soldados y cuando lo creyó oportuno, hizo la señal convenida entre ellos. En el acto se escucho el agudo sonido de la trompeta y los capitanes Diego Velázquez y Rodrigo Mejiatrillo, ordenaron a sus tropas rodear el caney donde estaban Anacaona y los demás caciques.
La falsas Confesiones
Los soldados españoles, penetraron al bohío y los hicieron prisioneros a todos. Sin escuchar las suplicas de los sorprendidos caciques, fueron atando a los desdichados en las vigas del techo y se llevaron a la hermosa Anacaona, mientras le aplicaban crueles torturas a los caciques tainos, logrando por este bárbaro martirio, que el dolor les arrancara a algunos la falsa confesión, de haber entrado con su reina en la imaginada conspiración, ya que los tainos nunca pensaron hacer mal a los conquistadores.
La gran masacre de los tainos
Cuando los españoles creyeron haber conseguido bastantes confesiones, sin entrar en nuevas investigaciones, incendiaron el bohío con todos los caciques en su interior, quemándolos vivos en medio de desgarradores lamentos. Mientras esto ocurría con el cacicazgo, a la señal de sus capitanes los jinetes acometieron con lanzas y espadas a la indefensa muchedumbre, estaban realizando una de las más horribles carnicerías de la bárbara historia de la conquista.
Los sanguinarios españoles no respetaron sexo ni edad. Si alguno de aquellos hombres, movido por la misericordia intentaba salvar a algún niño estrechándolo entre sus brazos, otro de sus compañeros se lo arrebataba y lo hacía pedazos.
En ese tiempo residía en la isla Fray Bartolomé de las Casas y describió con detalles esa sangrienta tragedia y no exagero, porque él estuvo relacionado con los actores de esta matanza y también porque su relato concuerda con muchos otros, incluyendo el de Nicolás de Ovando, que visitó algunos años después esta comarca y repitió varias de las circunstancias de este crimen, tales como haber jugado al herrón minutos antes de la catástrofe y el haber quemado a mas de cuarenta caciques.
Resultado de la masacre
Diego Méndez, que vivía en Jaragua y que probablemente fuera testigo presencial de la carnicería, consigno en su testamento que ochenta y cuatro caciques murieron quemados o ahorcados y Las Casas fijo en ochenta el número de los que entraron con Anacaona en la casa que incendiaron.
Las víctimas causadas en la multitud por el ataque de la caballería fueron muchísimas, entre los sobrevivientes de este atropello se encontraron la pequeña princesa Guarocuya, quién posteriormente fue entregada a Fray Bartolomé de las Casas, para que velara por ella. Higuemota, la hija de Anacaona, Mencia la nieta de Anacaona y el gran guapotori Hatuey, quién posteriormente escapó a Cuba. Una vez en Cuba Hatuey, organizó la resistencia, pero fue capturado en batalla, torturado y posteriormente asesinado. Varios indios que pudieron huir en sus canoas se refugiaron en la isla de Guanabo, a unas ocho leguas de distancia, pero fueron perseguidos, aprisionados y reducidos a la esclavitud. Mientras que la hermosa Anacaona cargada de cadenas, fue llevada a Santo Domingo.
Destrucción de una raza cautiva
Nicolás de Ovando, no contento con la aniquilación, se percató que faltaba Anacaona por ser asesinada y sometiéndola a un proceso, en el que no hubo más pruebas que las declaraciones prestadas en el tormento por sus súbditos, ni otros testigos más que los españoles, la condenó a muerte y fue ahorcada a la vista de todo su pueblo a quien tanto había amado y protegido. Así pagaron los españoles la deuda de gratitud que tenían con una princesa de la que solo habían recibido favores y que les había perdonado la muerte de su esposo, que no quiso tomar venganza durante muchos años, aun pudiendo hacerlo y donde numerosos europeos podían vivir tranquilos en su cacicazgo. Los españoles continuaron la devastación, con el pretexto de acallar la tuberculosis, por espacio de seis meses. Al cacique Guaora, sobrino de Anacaona, lo cazaron como una fiera en las montañas donde buscó refugio, para llevarlo a la horca. Era una constante la matanza de los habitantes de la isla.
Buscaban a los aborígenes en los lugares más ocultos y retirados en oscuras grutas o en lo más erizados de las montañas y allí los degollaban, diciendo que se habían reunido y armado para provocar la rebelión. Los que sobrevivieron quedaron en la mayor miseria y cuando la sumisión se convirtió en esclavitud, se declaró restablecido al orden. Nicolás de Ovando, fundó una ciudad a la que llamó "Santa María de la Verdadera Paz".
Primeros años
Anacaona nació en la isla La Española, en la actualidad, Haití. Era hermana de Bahechio, cacique de Jaragua y su nombre significaba en la lengua de los indígenas “Flor de oro”. Era una mujer de singular belleza y generoso carácter, lo prueba el que no trató de vengar la muerte de su esposo Canoabo, persona según Cristóbal Colón de no escaso entendimiento y con quien esta reina se había casado, seducida por su renombrado valor.
Los escritores contemporáneos alaban su dignidad, carácter e incomparables gracias. Cultivó con acierto la poesía y fue autora de muchos de los romances históricos conocidos con el nombre de areitos, que los indígenas cantaban en sus danzas populares. La fama de su belleza llenaba toda la isla, y por igual la celebraban indígenas y españoles.
Sus compatriotas la adoraban y ejercía sobre ellos un extraño dominio, aun estando su hermano en vida. Se necesitaron graves y repetidas ofensas para que Anacaona cambiase sus sentimientos hacia los españoles.
Su esposo Canoabo Gobernó la provincia de Managua, situada en el interior de la isla; mas después de haber luchado repetidas veces contra el enemigo invasor, cayó prisionero y murió lejos de su país, en el año 1496, camino a España.
Encuentro con los españoles
Anacaona y Canoabo
Tras la muerte de su esposo, Anacaona se halló acogida en los estados de su hermano Behechio, a donde se retiró ya que pensaba consolidar el poder, pues muchísimos indígenas empezaron a morir víctimas de las largas jornadas o sencillamente de desnutrición. Ella consideraba a los españoles como seres sobrenaturales, y no dejaba de comprender cuan absurdo e impolítico era pretender resistirles. Cuando en 1496, Bartolomé Colón hermano de Cristóbal penetró en los estados de Behechio, salió al encuentro de los españoles la célebre Anacaona, en una litera que llevaban seis indios. No cubría su desnudez más que un delantal de algodón de varios colores, que bajaba hasta la mitad del muslo. Ceñía sus sienes una guirnalda de flores encarnadas blancas, muy olorosas y lucia brazaletes y collar de las mismas flores naturales.
Los españoles dejaron transcurrir dos días en medio de los festejos con que se les obsequiaba, al cabo de este tiempo, cuando había nacido alguna confianza entre Bartolomé Colón y el cacique, manifestó el primero a Behechio y a su hermana Anacaona, que el verdadero objeto de su visita era establecer el protectorado deEspaña sobre aquella región, y logró que le caique aceptase después de una breve discusión. Al año siguiente volvió Bartolomé a la provincia de Jaragua para cobrar el tributo acordado desde el año anterior, y fue tan bien acogido como en la primera visita, tanto por Behechio como por Anacaona.
FUENTE: ARTISTASOGUERRERAS
Hacia el año 1500, llegó a la isla y después a Jaragua un español de distinguida familia llamado Hernando de Guevara, quien se sintió al poco tiempo enamorado de Higuamota, hija de Anacaona y Cabonao, la joven respondió muy pronto a la pasión de aquel extranjero. Guevara pidió en matrimonio a la joven indígena mientras, la madre protegió estos amores, juzgando que un caballero de tan noble presencia y escogidos modales, no podría hacer feliz a su hija. Por desgracia para los amantes, Roldan que por ese tiempo se hallaba en Jaragua y que se había quedado prendado con la belleza de Higuamota, dispuso que Guevara saliese de provincia, éste resistió algún tiempo viviendo en casa de Anacaona, llegando hasta buscar un sacerdote para que bautizase a su amada, mas Roldan que lo supo le hizo venir a su presencia, le repitió las ordenes dadas y sin atender a las protestas del joven que alegaba la fuerza de su pasión y sus honradas intenciones hizo que este lo atacara, enviando a Hernando de Guevara tres días para Cahay.
Tras este breve plazo Hernando de Guevara volvió junto a su adorada, después de varias discusiones, irritado por los obstáculos puestos a su amor, conspiró en contra de Roldan, que descubrió la conjuración, y apresó a su rival en la casa de Anacaona, y a la vista de Higuamota. El prisionero fue conducido a Santo Domingo, reclamado por el almirante Cristóbal Colón.
Reinado
Por el año 1503 reinaba ya Anacaona en Jaragua, por el fallecimiento de su hermano Behechio. La princesa india no conservaba ya hacia los españoles las simpatías de otros tiempos, pues comprobó que los extranjeros habían causado la miseria del país y que se entregaban, sobre todo los compañeros de Roldán, a una culpable licencia. Los tristes amores de su hija Higuamota con Hernando de Guevara la habían afligido no poco, y el bárbaro gobierno de Bobadilla y Ovando, que habían tiranizado a los súbditos de Anacaona, convirtieron el afecto de los primeros tiempos en profundo odio hacia los invasores. Por otra parte, los europeos que habitaban en las inmediaciones y que eran antiguos partidarios de Roldán que en esta parte de la isla habían obtenido tierras, continuaban en la torpe conducta y relajadas costumbres de los días de los que Roldán les acaudillaba, y oprimían continuamente a los caciques inferiores. Como los indios de Jaragua eran los más cultos, inteligentes y pacíficos de la isla, sentían más que los otros las exigencia a que estaban sometidos, sin que obtuvieran nunca justicia en sus reclamaciones, por que sus mas ligeras disputas con los nuestros eran calificadas de peligrosos motines, y la negativa a cualquier injusta pretensión de los europeos interpretada como resistencia la autoridad del gobierno.
Alguien hizo ver a Nicolás de Ovando que los indios de Jaragua conspiraban para expulsar a los españoles. Nicolás de Ovando decide tomar acciones para "domesticar" a los indios y fraguó una de las peores matanzas que se hayan registrado en la historia del descubrimiento. Este marchó sin perdida de tiempo a la hermosa provincia occidental, llevando consigo 300 infantes con espadas, ballestas y arcabuces, 70 jinetes con lanza, escudos y corazas. Dijo que su viaje no tenía más objeto que visitar a su amiga la cacique Anacaona y arreglar el pago del tributo, la princesa india al recibir la noticia, reunió en la más importante de sus ciudades a todos sus caciques inferiores y súbditos principales, para disponer de un recibimiento suntuoso.
Al llegar Nicolás de Ovando con su reducido ejército, Anacaona vino a buscarlo con una numerosa comitiva de ambos sexos, y se entonaron en honor de los españoles los himnos patrióticos o Areitos, en tanto que las jóvenes con ramas de palma en la mano, bailaban en su presencia del mismo modo que en la primera visita, de la que dice Pedro Mártir que:
“…cuando los nuestros vieron salir de los bosques a aquellas jóvenes vírgenes de color moreno claro y agradable, de suave y delicado cutis, de bellísimas proporciones, con el cabello suelto, una redecilla en la cabeza y enteramente desnudas, casi sospecharon que estaban ante una aparición de las dríadas o de las hadas y ninfas que celebraban los poetas clásicos. [1]
La cacique no desmintió en esta ocasión la fama que la atribuía sin igual gracia y divinidad. Alojó a Ovando en la mejor casa de la ciudad, y a los soldados en las casa inmediatas, obsequió a todos sus huéspedes con los frutos que pródiga daba allí la naturaleza y se repitieron por orden suya muchas veces los bailes, juegos y cantos nacionales.
Nicolás de Ovando sin embargo creía que todos estos agasajos tenían un objeto alejar de los españoles la sospecha de una traición, para caer sobre ellos cuando estuvieran descuidados y sacrificarlos, se ignora que razones hubieron para ellos. Puede creerse que se debiera este recelo a las mentiras y calumnias de los miserables aventureros que había en la provincia, pero debieron haber reflexionado que los desnudos indios no de habrían de permitir lanzar el reto a unas tropas vestidas y armadas a la europea y tácticas muy superiores a las de los indígenas.
La traición
No era para que se olvidaran del carácter bondadoso de la princesa india, que no dio abrigo jamás en su alma a la perfidia. Pudo Nicolás de Ovando imitar, si acaso temía algo de los indios, el ejemplo de Cristóbal y Bartolomé Colón, reteniendo en su poder a los caciques, pues la experiencia demostraba que esta era la garantía suficiente de tranquilidad. Por desgracia, sus instintos pocos humanos le impulsaron a obrar en la sospecha como en la convicción hubiera obrado, y preparó un criminal recurso que hiciera abortar la supuesta conjuración de los indios. Fingió corresponder a los obsequios de los naturales, organizando un banquete con el fin de celebrar su posesión como gobernador y para esto invitó a Anacaona y a 80 jefes más. Los indígenas, que por naturaleza eran nobles, creyeron que esta celebración era para que ellos demostraran sus habilidades en los juegos diciendo que estos serian ejecutados por sus soldados. Uno de ellos sería el de las cañas. Los jinetes pasaban en aquellos tiempos por ser de los más hábiles, entre los soldados que componían la pequeña hueste de Nicolás de Ovando, había uno que tenía enseñado a su caballo a corvetear al compás de un violín.
La fiesta de los invasores se fijo para un domingo por la tarde, debiendo celebrarse en la plaza de la cuidad, frente a la casa de Nicolás de Ovando. El jefe español comunicó a infantes y jinetes las correspondientes instrucciones, para que estos asistieran al juego, no con picadas despuntadas ni cañas, sino bien armados. Llegado el día la hora anunciada, se juntaron numerosa cantidad de indios en la plaza atraídos por la novedad del espectáculo. El jefe europeo disimuló sus intenciones y después de comer se puso a jugar Herrón con varios de sus principales compañeros. Los caciques que vieron entrar a la caballería, rogaron al gobernador que diera inicio a la fiesta no siendo las últimas que le instaron Anacaona y su hermosa hija Higuamota.
Entonces Nicolás de Ovando suspendió el juego y se colocó en un sitio desde donde pudiera verle bien a sus soldados, hasta que, juzgando el momento oportuno, hizo la señal convenida. Se oyó en el acto el agudo sonido de la trompeta, las fuerzas que mandaban Diego Velázquez yRodrigo Mejiatrillo, cercaron la casa en la que se hallaba Anacaona y los otros caciques, de los que no escapó ni uno solo penetrando los soldados después en la casa, fueron atando a las vigas que sustentaban el techo a los desdichados prisioneros, llevándose a la ilustre Anacaona, se aplicaron crueles tormentos a los demás caciques, logrando por este medio bárbaro que el dolor se arranca a algunos la declaración, a todas luces falsas, de haber entrado con su reina en la soñada conspiración. Cuando los españoles creyeron haber conseguido bastantes declaraciones para dejar probada la conjura, sin entrar en nuevas investigaciones, incendiaron la casa con todos los caciques en su interior perecieron abrasados por el fuego.
Mientras esto ocurría en el cacicazgo, los jinetes que a la señal de su jefe habían acometido con lanzas y espadas a la indefensa muchedumbre, realizaban una horrible carnicería. No respetaron sexo ni edad. Si alguno movido por la avaricia o la misericordia estrechaba en sus brazos con ánimo de salvar a algún niño, pronto sus compañeros se le arrancaban y hacían pedazos, Fray Bartolomé de las Casas describe los detalles de esta sangrienta tragedia, y no cabe exageración a sus palabras, ya porque en ese entonces residía en la isla, y por que estuvo relacionado con los actores de esta matanza, y también por que su relato conviene entre otros, con el de Nicolás de Ovando, que visitó a los pocos años a esta comarca y repitió varias de las circunstancias de este crimen, tales como haber jugado el gobernador a Herrón minutos antes de la catástrofe y el haber los españoles quemado a los caciques que se dice que pasaban de los 40.
Resultado de la masacre
Diego Méndez, que vivía en Jaragua y que probablemente fuera testigo presencial de las ocurrencias, consigna en su última voluntad y testamento que 84 caciques murieron quemados o ahorcados, y Las Casas fija en 80 el número de los que entraron con Anacaona en la casa que luego fue pasto de las llamas. Las víctimas causadas en la multitud por las caballerías, debieron de ser muchas, entre los sobrevivientes de este atropello se encontraban la pequeña Princesa Taino Guarocuya, quién posteriormente fue entregada a Fray Bartolomé de las Casas para que velara por ella, Higuemota, la hija de Anacaona, Mencia la nieta de Anacaona y el líder Tribal Hatuey, quién posteriormente escapó a Cuba. Una vez en Cuba organizó la resistencia, pero fue capturado en batalla, torturado y posteriormente asesinado. Varios indios que pudieron huir a merced de sus canoas se refugiaron en la isla de Guanabo, a unas ocho leguas de distancia, fueron perseguidos, aprisionados y reducidos a la esclavitud. Anacanoa cargada de cadenas, fue llevada a Santo Domingo.
Muerte
Nicolás de Ovando quién no contento con la aniquilación, se percató que faltaba Anacaona por ser asesinada y sometiéndosele a un proceso, en el que no hubo mas pruebas que las declaraciones prestadas en el tormento por sus súbditos, ni otros testigos más que los españoles la condenó a muerte y fue ahorcada en 1504, a la vista de todo el pueblo a quien tanto había amado y protegido.
Así pagaron los españoles la deuda de gratitud que tenían con una princesa de la que solo habían recibido favores, y que les había perdonado la muerte de su esposo, que pudiendo no quiso tomar venganza durante muchos años, en los numerosos europeos que vivían tranquilos en su Estado. Los españoles continuaron la devastación, con el pretexto de acallar la tuberculosis, por espacio de seis meses. Al cacique Guaora, sobrino de Anacaona, le cazaron como una fiera en las montañas donde buscó refugio, se le llevó a la horca. Parecía que la matanza de los habitantes no iba a acabar nunca.
Buscaban a estos en los lugares más ocultos y retirados, en oscuras grutas o en lo más erizado de las montañas, y allí iban los españoles a buscarlos y los degollaban, diciendo que se habían reunido y armado para provocar la rebelión. Los que sobrevivieron quedaron en la mayor miseria; y cuando la sumisión fue rayana de la esclavitud, se declaró restablecido al orden. Nicolás de Ovando levantó para inmortalizar su figura una ciudad cerca del lago, a la que llamó Santa María de la Verdadera Paz.
Las sospechas de Nicolás y el recibimiento de Anacaona
Es posible que alguno de los hombres de Roldan que odiaban a Anacaona, le dijera falsamente a Nicolás de Ovando, que los indios Jaragua conspiraban para expulsar a los españoles de sus tierras y Ovando decidió tomar acciones para "domesticar" a este infeliz pueblo, fraguando una de las mayores matanzas que se registraron en la historia de la conquista. Ovando inmediatamente marchó a la hermosa provincia Jaragua, con trescientos infantes armados con espadas, ballestas y arcabuces, más setenta jinetes armados con lanzas, escudos y corazas. El conquistador alegaba que su viaje era para visitar a su amiga la cacica Anacaona y arreglar el pago del tributo. La cacica al recibir la noticia les hizo un gran recibimiento, donde reunió a todos sus caciques subalternos y a sus principales súbditos. Al llegar Ovando con su ejército, Anacaona lo recibió con una numerosa comitiva que entono areitos en honor de los visitantes, mientras muchas jóvenes aparecieron bailando totalmente desnudas, con ramas de palma en la mano, del mismo modo que en la primera visita española.
El cronista Pedro Mártir, describió este singular y erótico recibimiento con estas palabras: "…cuando los nuestros vieron salir de los bosques a aquellas jóvenes vírgenes de color moreno claro y agradable, de suave y delicado cutis, de bellísimas proporciones, con el cabello suelto, una redecilla en la cabeza y completamente desnudas, se imaginaron estar ante una aparición de las dríadas o de las hadas y ninfas que celebraban los poetas clásicos".
La cacica Anacaona con su acostumbrada cordialidad, alojó a Ovando en el mejor bohío de la tribu y a los soldados en las bohíos inmediatos, también les dio a sus huéspedes los mejores manjares y a petición de los visitantes se repitieron muchas veces los bailes, juegos y areitos.
La falsedad española
Si Nicolás de Ovando, temía algo de los indios, debió seguir el ejemplo de Cristóbal y Bartolomé Colón, que retuvieron en su poder a los caciques, como garantía de su vida. Pero por desgracia, los instintos inhumanos de Ovando, transformaron sus sospechas en convicción y su mente criminal solo pensó abortar la supuesta conjuración.
Ovando fingió corresponder al recibimiento y a los obsequios de Anacaona, organizando un banquete para celebrar su nombramiento de gobernador y con esta excusa invitó a Anacaona y a ochenta caciques. A nuestros aborígenes, que eran nobles por naturaleza, les dijeron que esta celebración era para los españoles demostrar sus habilidades en los juegos y que estos serian ejecutados por sus soldados, uno de ellos sería el de las cañas. Los Jaraguas muy emocionados veían a uno de los soldados de Ovando, que había enseñado a su caballo a corvetear al compás de un violín.
La celebración de la maldad
La celebración se realizo una tarde de domingo en la plaza, frente al bohío que ocupaba Ovando, quien le había ordenado a sus hombres que cuando asistiesen a los juegos, no llevasen picas despuntadas, ni cañas, sino que fuesen bien armados. Una gran cantidad de tainos esperaban impacientes en la plaza, atraídos por el espectáculo, mientras el despiadado Ovando disimulaba sus intenciones.
Después de comer, Ovando se puso a jugar herrón con sus principales capitanes, mientras los nobles e ingenuos caciques, impacientes por ver la destreza de los españoles en los juegos de la nación taina, le rogaban que diera inicio al tan esperado espectáculo ritual. La presencia de la caballería, siempre era algo muy impresionante para nuestros aborígenes en la época de conquista y allí estaban setenta jinetes, con sus corazas de metal y sus extrañas y mortíferas armas.
En medio de la conmoción emocional que en ese momento vivían los tainos, Ovando ordeno suspender los juegos y se colocó en un sitio donde podía ver el movimiento de sus soldados y cuando lo creyó oportuno, hizo la señal convenida entre ellos. En el acto se escucho el agudo sonido de la trompeta y los capitanes Diego Velázquez y Rodrigo Mejiatrillo, ordenaron a sus tropas rodear el caney donde estaban Anacaona y los demás caciques.
La falsas Confesiones
Los soldados españoles, penetraron al bohío y los hicieron prisioneros a todos. Sin escuchar las suplicas de los sorprendidos caciques, fueron atando a los desdichados en las vigas del techo y se llevaron a la hermosa Anacaona, mientras le aplicaban crueles torturas a los caciques tainos, logrando por este bárbaro martirio, que el dolor les arrancara a algunos la falsa confesión, de haber entrado con su reina en la imaginada conspiración, ya que los tainos nunca pensaron hacer mal a los conquistadores.
La gran masacre de los tainos
Cuando los españoles creyeron haber conseguido bastantes confesiones, sin entrar en nuevas investigaciones, incendiaron el bohío con todos los caciques en su interior, quemándolos vivos en medio de desgarradores lamentos. Mientras esto ocurría con el cacicazgo, a la señal de sus capitanes los jinetes acometieron con lanzas y espadas a la indefensa muchedumbre, estaban realizando una de las más horribles carnicerías de la bárbara historia de la conquista.
Los sanguinarios españoles no respetaron sexo ni edad. Si alguno de aquellos hombres, movido por la misericordia intentaba salvar a algún niño estrechándolo entre sus brazos, otro de sus compañeros se lo arrebataba y lo hacía pedazos.
En ese tiempo residía en la isla Fray Bartolomé de las Casas y describió con detalles esa sangrienta tragedia y no exagero, porque él estuvo relacionado con los actores de esta matanza y también porque su relato concuerda con muchos otros, incluyendo el de Nicolás de Ovando, que visitó algunos años después esta comarca y repitió varias de las circunstancias de este crimen, tales como haber jugado al herrón minutos antes de la catástrofe y el haber quemado a mas de cuarenta caciques.
Resultado de la masacre
Diego Méndez, que vivía en Jaragua y que probablemente fuera testigo presencial de la carnicería, consigno en su testamento que ochenta y cuatro caciques murieron quemados o ahorcados y Las Casas fijo en ochenta el número de los que entraron con Anacaona en la casa que incendiaron.
Las víctimas causadas en la multitud por el ataque de la caballería fueron muchísimas, entre los sobrevivientes de este atropello se encontraron la pequeña princesa Guarocuya, quién posteriormente fue entregada a Fray Bartolomé de las Casas, para que velara por ella. Higuemota, la hija de Anacaona, Mencia la nieta de Anacaona y el gran guapotori Hatuey, quién posteriormente escapó a Cuba. Una vez en Cuba Hatuey, organizó la resistencia, pero fue capturado en batalla, torturado y posteriormente asesinado. Varios indios que pudieron huir en sus canoas se refugiaron en la isla de Guanabo, a unas ocho leguas de distancia, pero fueron perseguidos, aprisionados y reducidos a la esclavitud. Mientras que la hermosa Anacaona cargada de cadenas, fue llevada a Santo Domingo.
Destrucción de una raza cautiva
Nicolás de Ovando, no contento con la aniquilación, se percató que faltaba Anacaona por ser asesinada y sometiéndola a un proceso, en el que no hubo más pruebas que las declaraciones prestadas en el tormento por sus súbditos, ni otros testigos más que los españoles, la condenó a muerte y fue ahorcada a la vista de todo su pueblo a quien tanto había amado y protegido. Así pagaron los españoles la deuda de gratitud que tenían con una princesa de la que solo habían recibido favores y que les había perdonado la muerte de su esposo, que no quiso tomar venganza durante muchos años, aun pudiendo hacerlo y donde numerosos europeos podían vivir tranquilos en su cacicazgo. Los españoles continuaron la devastación, con el pretexto de acallar la tuberculosis, por espacio de seis meses. Al cacique Guaora, sobrino de Anacaona, lo cazaron como una fiera en las montañas donde buscó refugio, para llevarlo a la horca. Era una constante la matanza de los habitantes de la isla.
Buscaban a los aborígenes en los lugares más ocultos y retirados en oscuras grutas o en lo más erizados de las montañas y allí los degollaban, diciendo que se habían reunido y armado para provocar la rebelión. Los que sobrevivieron quedaron en la mayor miseria y cuando la sumisión se convirtió en esclavitud, se declaró restablecido al orden. Nicolás de Ovando, fundó una ciudad a la que llamó "Santa María de la Verdadera Paz".
FUENTE: ECURED; GUIAPUERTOCABELLO