jueves, 25 de octubre de 2012

EL PELIGRO DE LA HISTORIA ÚNICA: EL LEÓN TAMBIÉN ESCRIBE


"Hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de cacería seguirán glorificando al cazador"
Proverbio africano.  


“También el león debe tener quien cuente su historia. No sólo el cazador”. 
Chinua Achebe, escritor.


'El África sobre la que escribo no está habitada por gente sin voz', dijo Achebe en una entrevista. 'Crecí escuchando en mi comunidad un lenguaje que a veces era maravilloso, y siempre eficiente. Nunca escuché los gruñidos y los bramidos que se supone que los salvajes usan como lenguaje. Así que escribí lo que escuchaba'.'Al ir creciendo, me di cuenta de que tenía que explicar a los salvajes que me encontraba en las novelas europeas sobre África, de autores como Ryder Haggard y Joseph Conrad. ¿Eran esos personajes extraños (feos, apenas reconocibles como seres humanos) representativos de la gente de mi aldea, de la gente que yo conocía? La respuesta tenía que ser no'

'Es lo que yo llamo un equilibrio de historias. Y esto es realmente lo que yo personalmente deseo para este siglo: un equilibrio de historias en las que cada pueblo sea capaz de contribuir a una definición de sí mismos, en los que no son víctimas de las historias de otras personas. Esto no quiere decir que nadie debería escribir sobre los otros, creo que deberían, pero sobre los que se ha escrito, ellos también deben participar en la elaboración de estas sus historias.'

Chimamanda Ngozi Adichie, escritora, cuenta también su experiencia sobre el peligro de la historia única:

Soy una cuentacuentos y me gustaría contarles algunas historias personales sobre lo que me gusta llamar “el peligro de una historia única”. Crecí en un campus universitario al este de Nigeria. Fui una escritora precoz. Y cuando comencé a escribir, escribía exactamente el mismo tipo de historias que aquellas que leía. Todos mis personajes eran blancos y de ojos azules. Jugaban en la nieve, comían manzanas y hablaban mucho sobre el clima, y se congratulaban que hubiera salido el sol. Eso a pesar del hecho que yo vivía en Nigeria. Nunca había salido de Nigeria. No teníamos nieve, comíamos mangos y nunca hablábamos sobre el clima porque no era necesario.

Mis personajes también bebían mucha cerveza de jengibre porque los personajes de los libros ingleses que leía bebían cerveza de jengibre. No importaba que yo no supiera qué era la cerveza de jengibre. Y a lo largo de muchos años sentí un deseo desesperado por probarla. Pero esta es otra historia.

Creo que esto demuestra qué tan influenciables y vulnerables somos ante una historia, particularmente de niños.





Sin embargo, gracias a autores como Chinua Achebe y Camara Laye, sufrí un cambio de mentalidad en mi perspectiva sobre la literatura. Me di cuenta de que personas como yo, niñas con la piel de chocolate, cuyo cabello rizado no se podía amarrar en colas de caballo, podían también existir en la literatura. Comencé a escribir sobre cosas que reconocía.

Es cierto que yo amaba esos libros americanos e ingleses que leía. Avivaron mi imaginación; me abrieron nuevos mundos. Pero la consecuencia involuntaria fue desconocer que personas como yo podían existir en la literatura. Entonces, el efecto que tuvo en mi el descubrimiento de los escritores africanos fue este: me salvó de tener una historia única sobre lo que son los libros.

Provengo de una familia nigeriana convencional de clase media: mi padre era profesor, mi madre administradora. Y así teníamos, como era lo normal, personal doméstico que venía de pueblos rurales cercanos. Cuando cumplí ocho años llegó un nuevo chico como criado. Su nombre era Fide. Lo único que mi madre nos contó sobre él es que su familia era muy pobre. Mi madre le mandaba a su familia ñames y arroz y nuestra ropa vieja. Cuando no me acababa mi cena, mi madre solía decir: “¡Acábate tu comida! ¿No sabes? ¡Personas como la familia de Fide no tienen nada!” Así que yo sentía una gran lástima por la familia de Fide.


Entonces un sábado, fuimos a su pueblo de visita y su madre nos mostró una bella cesta decorada de rafia teñida, hecha por su hermano. Estaba sorprendida. No se me había ocurrido que alguien de su familia siquiera pudiera hacer algo. Todo lo que había escuchado sobre ellos era lo pobres que eran, así que se había vuelto imposible para mí verlos como algo más que pobres. Su pobreza era mi historia única sobre ellos.

Años después pensé sobre esto cuando dejé Nigeria para ir a la universidad en Estados Unidos. Tenía diecinueve años. Mi compañera de cuarto estadounidense quedó impresionada al conocerme. Me preguntó dónde había aprendido a hablar el inglés tan bien y quedó confundida cuando le dije que el idioma oficial de Nigeria era el inglés. Preguntó si podría escuchar lo que ella llamó mi “música tribal” y, en consecuencia, fue una gran decepción para ella cuando le mostré mi cinta de Mariah Carey. También supuso que yo no sabría utilizar una estufa.


Lo que me desconcertó fue eso: había sentido lástima por mí incluso antes de verme. Su posición por omisión ante mí, como africana, se reducía a una suerte de lástima condescendiente. Mi compañera de habitación tenía una historia única sobre África. Una historia única de catástrofe. En esta historia única no cabía la posibilidad de que los africanos fueran parecidos a ella en alguna forma. Ninguna posibilidad de sentimientos más complejos que la lástima. Ninguna posibilidad de conexión como seres humanos iguales.

Debo admitir que antes de ir a Estados Unidos, no me identificaba conscientemente como africana. Sin embargo en los Estados Unidos, cada vez que se mencionaba África, la gente se dirigía a mí. No importaba que yo no supiera nada sobre lugares como Namibia. Sin embargo llegué a adoptar esta nueva identidad. Y de muchas maneras ahora pienso en mí como africana. Aunque aún me molesta bastante cuando se refieren a África como a un país. El ejemplo más reciente fue en mi vuelo hace dos días, maravilloso por lo demás, desde Lagos, donde hicieron un anuncio durante el vuelo de Virgin sobre el trabajo de caridad realizado en “India, África y otros países”.

Así que, después de vivir unos años en Estados Unidos como africana, empecé a entender la reacción de mi compañera de cuarto frente a mí. Si yo no hubiera crecido en Nigeria y si todo lo que supiera sobre África procediera de las imágenes populares, yo también pensaría que África es un lugar de hermosos paisajes, hermosos animales y personas incomprensibles, que libran guerras sin sentido, que mueren de pobreza y de SIDA, incapaces de hablar por sí mismos, y esperando ser salvados por un extranjero blanco y gentil. Vería a los africanos de la misma manera que yo, como niña, veía a la familia de Fide.





Pero debo enseguida añadir que yo también soy igualmente culpable en este asunto de la historia única. Hace unos años visité México desde Estados Unidos. Había incontables historias sobre mexicanos como personas que saqueaban el sistema de salud, que se escabullían a través de la frontera, que eran arrestados en la frontera, y cosas así. Me di cuenta de que había estado tan sumergida en la cobertura mediática sobre los mexicanos que se habían convertido en una sola cosa en mí mente, el inmigrante abyecto. Había creído en la historia única sobre los mexicanos y no podía estar más avergonzada de mí misma. Así es cómo se crea la historia única, mostrar un pueblo como una misma cosa, como una sola cosa, una y otra vez, hasta que efectivamente se convierte en eso.

Es imposible hablar sobre la historia única sin hablar del poder. Hay una palabra, una palabra en igbo, que recuerdo cada vez que pienso en las estructuras mundiales del poder y es nkali. Es un sustantivo que se traduce como “ser más grande que otro”. Al igual que nuestros mundos económicos y políticos, las historias también se definen bajo el principio de nkali. Cómo se cuentan, quién las cuenta, cuándo se cuentan, cuántas historias se cuentan, depende realmente del poder.


El poder es una capacidad no sólo de contar la historia de otra persona, sino de hacer que esa sea la historia definitiva de esa persona. El poeta palestino Mourid Barghouti escribe que, si se quiere despojar a un pueblo, la forma más simple de hacerlo es contar su historia comenzando con “en segundo lugar”. Inicien la historia de los pueblos nativos americanos con las flechas y no con la llegada de los ingleses, y obtendrán una historia completamente diferente. Comiencen la historia con el fracaso de los estados africanos y no con la creación colonial de los estados africanos, y obtendrán una historia completamente diferente.

Siempre he sentido que es imposible compenetrarse adecuadamente con un lugar o una persona sin entender todas las historias de ese lugar o esa persona. La consecuencia de la historia única es esta: roba la dignidad de la gente. Dificulta el reconocimiento de nuestra igualdad humana. Enfatiza nuestras diferencias en lugar de nuestras similitudes.

Así, ¿qué hubiera sido si antes de mi viaje a México hubiese seguido los dos polos del debate sobre inmigración, el de Estados Unidos y también el de México? ¿Qué si mi madre nos hubiera dicho que la familia de Fide era pobre sí, pero muy trabajadora? ¿Qué pasaría si tuviéramos una cadena de televisión africana que transmitiera diversas historias africanas en todo el mundo? Lo que el escritor nigeriano Chinua Achebe llama un “equilibrio de historias”.


Las historias importan, muchas historias importan. Las historias se han usado para despojar y calumniar, pero las historias también pueden ser usadas para dar poder y humanizar. Las historias pueden quebrar la dignidad de un pueblo, pero las historias también pueden reparar esa dignidad rota.

Cuando rechazamos la historia única, cuando nos damos cuenta de que nunca hay una historia única sobre ningún lugar, 
recuperamos una suerte de paraíso.


Fuentes:
http://www.theatlantic.com/past/docs/unbound/interviews/ba2000-08-02.htm 
http://www.ted.com/talks/chimamanda_adichie_the_danger_of_a_single_story.html





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