miércoles, 3 de octubre de 2012

¿POR QUÉ OCCIDENTE ALCANZÓ EL LIDERAZGO MUNDIAL?

Una de las grandes amenazas del mundo actual es el abismo en riqueza y salud que media entre ricos y pobres. A menudo se categorizan como Norte y Sur, porque la división es geográfica, pero una expresión más precisa sería el Oeste y el Resto, porque la división también es histórica.


¿Cuán grande es el abismo que media entre ricos y pobres y qué está ocurriendo con él? A grandes rasgos y de manera resumida puede decirse que la relación entre la renta per cápita de la nación industrial más rica, Suiza, pongamos por caso, y la del país no industrializado más pobre, Mozambique, es de 400 a 1. Hace doscientos cincuenta años, esta relación entre la nación más rica y la más pobre era quizás de 5 a 1, y la diferencia entre Europa y, por ejemplo, el este o el sur de Asia (China o India) giraba en torno a 1.5 ó 2 a 1.




¿Sigue ahondándose hoy este abismo? En los extremos, la respuesta es claramente afirmativa. Algunos países no sólo no mejoran, sino que se están empobreciendo, en términos relativos y en ocasiones absolutos. Se argumenta que, entre los años 1000 y 1820, el PIB por habitante de Europa Occidental se multiplicó por tres, frente a un crecimiento medio de sólo el 33 por 100 en el resto del mundo. Entre los factores responsables de esta diferencia destacan el progreso en las técnicas de navegación –fruto del esfuerzo científico– y sus consecuencias sobre el comercio -permitieron multiplicar por veinte el comercio mundial entre 1500 y 1820-, la revolución del conocimiento iniciada durante el Renacimiento; la mayor libertad individual, y el desarrollo del individualismo.


Existen datos suficientes para afirmar que el despegue de Occidente no fue algo súbito, sino, más bien, un proceso lento y de larga duración. Los niveles medios de renta por habitante se multiplicaron por tres entre los años 1000 y 1820, mientras que, durante ese mismo periodo, el resto del mundo sólo consiguió incrementarlos en un tercio. En el siglo XI la renta media de Occidente estaba por debajo de la del resto del mundo, pero en 1820 era ya dos veces mayor. Desde la revolución industrial el desarrollo mundial entró en una fase mucho más dinámica. A comienzos del siglo XXI el ingreso por persona era nueve veces mayor. La renta per cápita crecía a un ritmo veinticuatro veces mayor del que tuvo en el periodo 1000-1820.


Durante esos años sólo crecieron los países europeos, los de tradición occidental en otros continentes y América Latina. Al principio, la diferencia entre las siete mayores regiones del mundo entre el año 1000 y el 2001 era muy pequeña. Se movía en un estrecho margen de 400-450 dólares. En el año 2001 todas las regiones habían aumentado su renta, pero la diferencia era ya de 18 a 1 entre los más ricos y los más pobres. Esas diferencias son aún mayores si distinguimos entre países.


Los datos muestran claramente que se ha producido una divergencia entre Occidente y el resto del mundo. La renta real per cápita del grupo de países que pertenecen al capitalismo más avanzado — Europa Occidental, Estados Unidos, Canadá, Nueva Zelanda y Japón—, se multiplicó casi por tres entre los años 1000 y 1820, y por veinte desde esa fecha hasta el año 2001. En el resto del mundo, la renta creció mucho más despacio: un tercio entre los años 1000 y 1820, y sólo se ha multiplicado por seis desde entonces. Occidente tenía un 52 por cien del PIB mundial en 2001, un 14 por cien de la población mundial y una renta media por persona cercana a los 22.500 dólares (PPA de 1990); mientras, el resto del mundo daba cobijo a un 86 por cien de la población mundial, pero su renta no superaba los 3.400 dólares per cápita.


¿Cómo se hicieron tan ricos los países ricos? ¿Por qué asumió Europa (Occidente) el liderazgo a la hora de cambiar el mundo?


Las desigualdades de la naturaleza


Hace 15.000 años, en el momento en el que el planeta se calentó al final de la Edad de Hielo, la geografía dictaba que sólo había unas pocas regiones en el mundo en las que la agricultura era posible, pues sólo ellas contaban con el tipo de clima y terreno que permitía la evolución de plantas y animales silvestres que potencialmente podían ser domesticados. Las concentraciones más densas de esas plantas y animales se encontraban en la parte occidental de Eurasia, alrededor de las cabeceras de los ríos Eufrates, Tigris y Jordán en lo que ahora se conoce como Asia suroccidental. Fue entonces ahí, alrededor de 9000 AEC, que empezó la agricultura y se extendió a través de Europa. La actividad agrícola también se dio independientemente en otras áreas, desde China hasta México, pero debido a que las plantas y los animales que podían ser domesticados eran algo menos comunes en esas zonas, el proceso tomó miles de años más en conformarse. Esas otras regiones con complejas sociedades agrícolas también se expandieron, pero el Occidente retuvo su liderazgo inicial por mucho tiempo, produciendo las primeras ciudades, Estados e imperios. Y es que como muestran los antecedentes históricos, durante los últimos milenios Europa (el Oeste) ha sido el principal instigador del desarrollo y de la modernidad.


Si miramos un mapa del mundo en términos de renta per cápita, se advierte que los países ricos se encuentran en las zonas templadas, especialmente en el hemisferio norte, mientras que los países pobres se sitúan en los trópicos y semitrópicos. Como afirmó John Kenneth Galbraith cuando estudiaba temas agrícolas: "Si marcáramos una franja de tres mil doscientos kilómetros de ancho en torno a la Tierra a la altura del ecuador, no se vería en su interior ningún país desarrollado"





De modo que la vida en los climas adversos (propensos a las inundaciones, tormentas y sequías) es precaria, mísera, brutal. África, en particular, ha librado una dura batalla contra estos escollos y, aunque se han realizado grandes progresos, como reflejan las tasas de mortalidad y los datos sobre la esperanza de vida, la morbilidad sigue siendo elevada, la alimentación es inadecuada, una hambruna sigue a otra y la productividad no aumenta. Con todo, sería un error ver en la geografía la fuerza del destino. Su impronta puede reducirse u obviarse, aunque siempre pagando un precio por ello.

La excepción europea: una senda diferente
Europa tuvo suerte; pero la suerte es sólo un punto de partida. Nadie que observara el mundo hace, por ejemplo, mil años, hubiera vaticinado un futuro tan bueno a ese promontorio del extremo occidental de la masa continental euro-asiática que llamamos continente de Europa. La probabilidad en aquel momento de un predominio global europeo estaba cerca de cero. Quinientos años después, rondaba el uno.



En el siglo X, la mayor “riqueza” está en Oriente Próximo, pero ni económica ni culturalmente, alcanzan, ni de lejos, los niveles de la Roma antigua. Europa estaba dejando atrás grandes calamidades: invasiones, saqueos, y rapiñas, infligidos por los enemigos que la rodeaban. Para hacerse una idea de la evolución de este proceso, hay que ver en la Edad Media el puente entre un mundo antiguo, enclavado en el Mediterráneo —Grecia y, más adelante, Roma— y una Europa moderna, al norte de los Alpes y los Pirineos. En esos años intermedios nació una nueva sociedad, muy diferente de la que había imperado antes, y se adentró por una senda que la alejó definitivamente de las demás civilizaciones. Para algunos resultará sorprendente: durante mucho tiempo, se ha visto en estas centurias un interludio sombrío entre la grandeza de Roma y el esplendor del Renacimiento. Este cliché ha quedado desfasado en lo que se refiere a la tecnología. Unos pocos ejemplos bastarán para ilustrar este extremo: la rueda hidráulica (en Europa imperaba una civilización basada en la energía, un hecho excepcional en aquella época), las gafas (duplicaron la fuerza de trabajo de los artesanos cualificados, incluso más si se tiene en cuenta el valor de la experiencia), el reloj mecánico o la imprenta. En el año 1000, tras un milenio de historia, los barcos mediterráneos apenas habían evolucionado; incluso la navegación había disminuido con respecto a épocas anteriores. Los barcos disponían de velas cuadradas que sólo eran eficientes cuando el viento soplaba de popa. Cualquier viaje que tuviese el viento en contra podía ser extremadamente lento e incierto. A partir del siglo XIII empezaron a surgir importantes avances. El más importante fue la brújula, capaz de mostrar 32 puntos direccionales. Cuando se adoptó la numeración árabe, los cálculos se hicieron aún más fáciles.



Aquel mundo, que conocemos como medieval —Edad Media—, constituía una sociedad de transición, una amalgama del legado clásico, de las leyes y costumbres tribales germánicas y lo que se ha dado en llamar tradición judeocristiana. La iglesia logró dotarse de poder político en algunos países, en particular del sur de Europa, pero no en otros; de modo que se crearon en Europa áreas de pensamiento potencialmente libre. Esta libertad encontró su expresión más adelante, en la Reforma protestante, pero, incluso antes, Europa no padeció el control sobre el pensamiento que resultaría una maldición para el islam. En el mundo islámico, entre 750 y 1100, la ciencia y la tecnología superaban con mucho a las europeas, el islam fue el profesor de Europa. Pero en ese momento algo falló, la ciencia islámica, denunciada por los fanáticos religiosos, se plegó a las presiones teológicas que clamaban por la ortodoxia espiritual (incluso actualmente se traducen anualmente más libros en un país como España que en todo el mundo árabe en el último milenio, http://bit.ly/fjLonM).


El ejemplo más evidente y mejor documentado de la diferente evolución que han seguido a largo plazo los niveles de renta lo proporcionan los casos de China y Europa occidental. Hace dos mil años ambas regiones eran las más avanzadas del mundo en cuanto a tecnología e instituciones de gobierno. En el año 1500 la población asiática era cinco veces mayor que la de Europa occidental. Además, tenía un elevado nivel tecnológico, y era capaz de resistir cualquier intento de conquista por parte de los países europeos. Durante buena parte del último milenio la tecnología naval china fue superior a la europea. Sin embargo, China decidió concentrarse en su comercio interior y abandonó tanto el comercio internacional como su avanzada industria naval. China, a pesar de su precoz desarrollo, quedó atrasada con respecto a Occidente porque «no supo dar el salto desde la experimentación basada en la experiencia, a la innovación apoyada en el experimento científico, que fue, precisamente, lo que hizo Europa durante la revolución científica». Hasta el siglo XX China adoptó una actitud de desprecio hacia la tecnología occidental.






La historia de la industria china ofrece ejemplos de olvido y regresión tecnológica. La corte imperial hacían la veces de custodio de una moral laica superior y perfeccionada, y como tal fijaba la doctrina, juzgaba el pensamiento y la conducta y sofocaba incluso la innovación tecnológica, y las formas exteriores, incluso cuando les hubieran sido útiles. El mal gobierno ahogaba la iniciativa, incrementaba el coste de las transacciones y alejaba a los hombres cualificados del comercio y la industria. En el siglo XIV, Europa occidental alcanzó el mismo nivel de renta per cápita que tenía China, y desde principios del siglo XIX su desempeño se vio fuertemente disminuido producto del acelerado progreso económico que brindó la revolución industrial a los países occidentales. En torno a 1950, los niveles europeos eran ya diez veces más altos.




Como revelan todos estos datos, las demás sociedades ya se estaban quedando rezagadas con respecto a Europa antes de la apertura del mundo (a partir del siglo XV). Los europeos padecieron muchas menos injerencias de este tipo. En lugar de ello, entraron durante estos siglos en un mundo apasionante de innovación y emulación. Los cambios eran acumulativos; las novedades se difundían rápidamente. Un concepto nuevo de progreso sustituyó a la vieja y obsoleta veneración por la autoridad. El espíritu de empresa no conocía trabas en Europa. La innovación tenía éxito y resultaba rentable, y los soberanos y los poderes fácticos tenían una capacidad limitada de frenarla o desalentarla.




Revolución científica


Hasta mediados del siglo XV la mayor parte de la enseñanza fue oral, y el proceso de aprendizaje seguía siendo muy parecido al que había tenido la Grecia clásica, pero todo cambió cuando Gutemberg imprimió su primer libro en Maguncia, en 1455. Cuarenta y cinco años más tarde ya había 220 máquinas de impresión funcionando en Europa occidental, logrando una impresión aproximada de ocho millones de libros. Las universidades aumentaron así su productividad y se abrieron a nuevas ideas.



A mediados del siglo XVI las imprentas venecianas ya habían conseguido editar cerca de 20.000 títulos, incluyendo partituras de música, mapas, libros de medicina y una ingente cantidad de nuevos textos de carácter profano. También aumentó mucho el porcentaje de población con acceso a los libros y, por tanto, crecieron los incentivos para aprender a leer. Hay que señalar que la imprenta supuso una gran revolución para Europa y, excepto en China, ésta no ocurrió en ningún otro lugar del mundo hasta el siglo XIX.




El Renacimiento, la revolución científica del siglo XVII y la Ilustración del XVIII permitieron a las élites occidentales abandonar la superstición, la magia y la sumisión a las autoridades religiosas. El método científico fue, poco a poco, impregnando todo el sistema educativo y ampliando el horizonte intelectual. Se acabó con el mito prometeico sobre el progreso. La ciencia tuvo cada vez mayor influencia, gracias a la creación de las academias científicas y los observatorios, desde los cuales se inició todo tipo de investigaciones empíricas y experimentales.


La ciencia experimentó un enorme progreso en Occidente desde mediados del siglo XVI hasta finales del XVII. Estos avances tuvieron una enorme influencia en la navegación y trajeron consigo cambios revolucionarios en la percepción que los europeos tenían del Universo.



La Revolución industrial (iniciada en Inglaterra en el siglo XVIII y emulada en todo el mundo) hizo más ricos a algunos países y empobreció (comparativamente) a otros; o, más exactamente, algunos países llevaron a cabo una revolución industrial y se enriquecieron y otros no, permaneciendo pobres. Este proceso de selección empezó en realidad mucho antes, durante la era de los descubrimientos.



Curva de crecimiento económico mundial


Para 1800, la ciencia y la economía de mercado del Atlántico llevó a los europeos occidentales a mecanizar la producción y a desatar el poder de los combustibles fósiles. El Reino Unido tuvo la primera revolución industrial del mundo y, para 1850, tomó las riendas del mundo como un coloso. El Reino Unido fue el país líder en términos de productividad del trabajo durante el siglo XIX, y desempeñó un papel muy importante en la difusión de esa productividad al resto del mundo desarrollado. Occidente ya era una locomotora imposible de seguir por otras regiones del planeta.




Para ilustrar ese concepto veamos una interesante presentación de la revolucionaria evolución que ha protagonizado la reciente historia social de la humanidad en términos de economía y esperanza de vida durante los últimos 200 años tras el impulso de la Revolución Industrial en Occidente, se trata de un ingenioso resumen realizado por Hans Rosling calculado sobre un promedio histórico de 200 países.




Europa, norte y sur


Otra de las paradojas que sugiere el tema es la influencia de los países del norte y del sur de Europa durante todo este proceso. A mediados del siglo XVII la revolución científica cambió de escenario, desplazándose del sur hacia el norte de Europa, especialmente a Inglaterra, Francia y Holanda. Los avances de la astronomía y la física fueron acompañados por los conseguidos por las matemáticas y, también, por el diseño de nuevos instrumentos como telescopios, micrómetros, microscopios, termómetros, barómetros, bombas de aire, relojes y máquinas de vapor.


Para algunas naciones, España por ejemplo, la apertura del mundo que trajo consigo el descubrimiento de América fue una invitación a la prosperidad y la ambición, un antiguo modo de proceder, pero a una escala mucho mayor. Los europeos descubrieron en el Nuevo Mundo nuevas gentes y animales pero, sobre todo, nuevas plantas: algunas nutritivas (maíz, cacao, patata, boniato), otras adictivas y peligrosas (tabaco, coca), algunas útiles para la industria (nuevas maderas duras, caucho). Los nuevos alimentos modificaron las dietas de todo el mundo. El maíz, por ejemplo, se convirtió en producto básico de las cocinas italianas, mientras que las patatas se convirtieron en la fécula principal de la Europa situada al norte de los Alpes y los Pirineos, llegando a sustituir el algunos lugares al pan (Irlanda, Flandes). Tuvo tanta importancia que algunos historiadores han visto en la patata el origen secreto de la "explosión" demográfica europea en el siglo XIX.



Irónicamente, las naciones que habían iniciado el proceso, España y Portugal, fueron al final las perdedoras. Su nueva riqueza le llegaba en bruto, en forma de dinero que gastar o invertir. España optó por gastar, en el lujo y en la guerra. España gastó tanto más libremente cuanto que su riqueza fue inesperada, no ganada a pulso. España gastó gran parte de su riqueza en los campos de batalla de Italia y Flandes. Mientras tanto, la riqueza de las Indias afluía cada vez menos a la industria española, porque los españoles ya no tenían por qué seguir fabricando cosas, pues podían comprarlas… Como un feliz súbdito de la corona lo expresó en 1675, el mundo entero trabaja para nosotros: "Que Londres produzca tantos de esos paños suyos como le plazca; Holanda, sus cambrayes; Florencia, sus telas; las Indias, sus armiños y vicuñas; Milán, sus bordados; Italia y Flandes, sus linos, mientras nuestra capital pueda gozar de ellos. Lo único que ello demuestra es que todas las naciones envían jornaleros a Madrid, y que Madrid es la reina de los parlamentos, pues todo el mundo la sirve y ella no sirve a nadie."


Suena bien, pero no es bueno. La riqueza nunca reemplazará al trabajo, ni las riquezas a los ingresos. Un embajador marroquí en Madrid comprendió en 1690-1691 la naturaleza del problema: "… la nación española posee hoy la mayor riqueza y las mayores rentas de todos los cristianos. Pero el amor al lujo y las comodidades de la civilización les han superado, y raramente se encontrará a alguien de esta nación que se dedique al comercio o viaje al extranjero por motivos comerciales, como hacen otras naciones cristianas como los holandeses, los ingleses, los franceses, los genoveses y otros. De igual modo, la artesanía a que se dedican las clases más bajas y la gente del común son objeto del desprecio de esta nación, que se considera superior con respecto a las demás naciones cristianas."


Cuando la gran afluencia de metales preciosos se detuvo, el país entró en un largo periodo de declive. En el siglo XVII, la economía española se derrumbó. La población dejó de crecer, acosada por epidemias y hambre. Las naciones de Europa del norte prosperaron merced a la apertura del mundo. Extrajeron y refinaron aceite de ballena, cultivaron, vendieron y revendieron cereales, tejieron paños, fundieron y forjaron hierro, cortaron madera y explotaron minas de carbón. Se ganaron sus propios imperios. Construyeron su prosperidad fomentando las cosechas renovables y la continuidad en las actividades industriales, y no la extracción de minerales que acaba por agotarse.


El adelanto del norte con respecto al sur llamó la atención ya en aquella época. A partir del siglo XVIII, los observadores explicaron esta diferencia en términos psicológicos. Se decía que los nórdicos eran tercos, torpes y diligentes. Trabajaban dura y eficientemente, pero no tenían tiempo para disfrutar de la vida. En cambio, los del sur se veían despreocupados y felices y más dados al ocio que al trabajo. Este contraste se vinculaba a la geografía y al clima: cielos nublados o despejados, frío frente a calor. Estos estereotipos contienen una onza de verdad y una libra de pereza mental. No cuesta nada refutarlos. El "declive y ocaso" de España recuerda al de Roma: plantea la cuestión fascinante del éxito frente al fracaso, un tema que nunca cansará a los estudiosos.




Probablemente la explicación más polémica sea la que formula el sociólogo alemán Max Weber, él sostiene la tesis de que el protestantismo fomentó la eclosión del capitalismo moderno y la aparición de la ciencia moderna. La tesis de Weber, es que en aquel momento y en aquel lugar (norte de Europa, siglos XVI a XVIII), la religión fomentó el florecimiento de un tipo de hombre que hasta ese momento había sido excepcional y fortuito, y que ese hombre creó una economía nueva (un nuevo modo de producción) que conocemos como capitalismo (industrial).


No sólo se desplazó el dinero del sur hacia el norte; también lo hicieron los conocimientos. Y fueron ellos, particularmente en el terreno científico, los que dictaron las posibilidades económicas. En los siglos que precedieron a la Reforma, el sur de Europa era un importante centro educativo, lleno de efervescencia intelectual: España y Portugal, por su condición de frontera entre la civilización cristiana y musulmana y por contar con la intermediación de los judíos, e Italia, que tenía sus contactos particulares. España y Portugal declinaron pronto, debido a su pasión religiosa y cerraron las puertas a todo lo extraño y potencialmente herético, pero Italia siguió aportando algunos de los matemáticos y científicos punteros de Europa.


La Reforma protestante, sin embargo, modificó el panorama. Dió un impulso muy vivo a la lectura y escritura, espoleó disidencias y herejías, y fomentó el escepticismo y el rechazo de la autoridad consustanciales a las actividades científicas. Los países católicos, en lugar de recoger el guante, respondieron al desafío cerrándose en sí mismos e imponiendo la censura. Las universidades quedaron reducidasa centros de adoctrinamiento. De modo que la Península Ibérica y la Europa Mediterránea en su conjunto perdieron el tren de la llamada revolución científica.


El historiador británico Hugh Trevor-Roper ha afirmado que fue esta involución reaccionaria y antiprotestante, más que el propio protestantismo, lo que selló el destino del sur de Europa durante los tres siglos siguientes.


Y es que si alguna lección puede sacarse de la historia del desarrollo económico, es que la cultura es el factor determinante por excelencia.

Fuentes: esi2, Angus Maddison, elconfidencial

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