sábado, 9 de marzo de 2013

LA ENIGMÁTICA ORDEN DEL TEMPLE 2/2




A finales del siglo XIX, un humilde párroco de una aldea perdida en el sur de Francia, Rennes-le-Cháteau, descubre unos pergaminos que le convierten en multimillonario y le dan la oportunidad de codearse con la alta aristocracia europea y las sociedades secretas de la época. Desde finales de la década de los sesenta se han escrito infinidad de libros sobre el asunto, defendiendo todo tipo de teorías. Rennes-le-Château, en idioma francés oficial, y Rènnas le Castèlh en idioma occitano, es un pueblo y una comuna francesa en el departamento de Aude, en el área del Languedoc. Situado en la cima de una montaña. Con aproximadamente 150 habitantes, Rennes-le-Cháteau es un pequeño pueblo situado en lo alto de una colina dominando un extenso valle flanqueado por las imponentes montañas del macizo pirenaico. Hay cientos de caminos y grutas subterráneas, muchas de ellas aún por descubrir, que horadan el subsuelo del lugar. Algunos eran conocidos por las antiguas tribus celtas de la zona y los romanos los utilizaban para la explotación de minerales preciosos como el oro, al parecer abundante en aquella época en la región. Rennes es uno de los lugares más misteriosos del mundo, algo que se percibe al atravesar sus calles. La Torre Magdala, personajes enigmáticos, casas con extraños símbolos y, sobre todo, la misteriosa iglesia masónica y rosacruz, única en Europa, en cuyo interior destaca la archiconocida estatua desafiante del diablo, advierten al visitante que no es un lugar corriente el que está a punto de descubrir.



Desde finales de los años 70 del siglo XX, y a raíz de la publicación de un libro de Gérard de Sède, El oro de Rennes (publicado en 1967), este pueblo ha recibido gran cantidad de turismo, asociado casi siempre a lo paranormal y lo esotérico, debido a una leyenda moderna sobre el antiguo párroco Bérenger Saunière. A comienzos del siglo XXI, y gracias al éxito del libro de Dan Brown El código da Vinci, ese interés no ha hecho sino aumentar ya que el argumento de esta novela tiene numerosas conexiones con la leyenda del párroco de Rennes. Algunos monumentos megalíticos demuestran que la zona donde se encuentra la actual población de Rennes-le-Château ya estaba habitada unos 4.500 años a. C. Se han encontrado también vestigios de época romana (Villa Béthania). El camino de Santiago pasaba asimismo por Rennes-le-Château. El pueblo actual fue fundado por los godos, convirtiéndolo una plaza fuerte debido a su posición estratégica. Rennes es un pueblo situado a considerable altitud, por encima de los valles del Aude y del Sals, desde el cual se podía vigilar tanto el paso a los Pirineos como hacia la región del Languedoc. Posteriormente fue invadido por los árabes. En el siglo XII, Alfonso II de Aragón reivindicó el territorio. Poco después se convirtió en zona de refugio para cátaros de la región hasta 1210, fecha en que Simón de Montfort lo tomó y entregó a su compañero de cruzada Pierre de Voisins. En 1362 las tropas mandadas por Enrique de Trastámara destruyeron casi en su totalidad el pueblo, no siendo reconstruido de nuevo hasta finales del siglo XIX.

Corría el año 1885 cuando al tranquilo pueblo de Rennes-le-Cháteau llegaba el nuevo párroco. Berenguer Sauniére, que así se llamaba, era un hombre joven, de espíritu aventurero y que, como toda persona de campo en aquella época, vivía prácticamente en la miseria, pues los 15 francos que recibía al mes por sus servicios religiosos casi no le daban para comer. Sin embargo, tanto su situación financiera como personal cambiarían misteriosamente de la noche a la mañana. Un año más tarde, y gracias a las cuantiosas donaciones anónimas por valor de 18.000 francos, comenzó a reconstruir la iglesia local que estaba en estado ruinoso. Para ello contó con la ayuda de seis personas, una de las cuales, Marie Dedarnaud, se convertiría en la fiel sirvienta de Sauniére durante toda su vida y en la celosa guardiana de un importante secreto que se llevaría a la tumba. Durante las obras, hallaron en un pilar visigodo del siglo VIII unos huesos antiguos y un cilindro de madera en cuyo interior había varios manuscritos. Dos días más tarde y, esta vez en el interior de un balaustre hueco, dieron con una botella que contenía un segundo juego de pergaminos, según relata Antón Captier, que entonces era el campanero de la población. Mientras los albañiles se dedicaban a levantar el suelo de la iglesia, se produjo el hallazgo más desconcertante. Delante del altar y situada boca abajo apareció una gran losa de dos piezas con inscripciones y grabados. Uno de ellos mostraba a dos caballeros de tiempos merovingios a lomos de un mismo caballo, claro símbolo templario representando la Androginia u organismo que tiene características tanto masculinas como femeninas. En realidad, la losa ocultaba una antigua tumba.



Mientras Sauniére era ayudado a desplazar la piedra con sumo cuidado, los obreros observaron en su interior el brillo de unos objetos. Fue entonces cuando decidió despedir a todo el personal y quedarse solo con el descubrimiento. ¿Qué se ocultaba bajo la lápida? Parece que algo importante debió hallar, pues Sauniére decidió pasar una temporada en París en el verano de 1891. En la capital francesa, como por arte de magia, comenzó a codearse con la burguesía parisina y europea, y se hizo gran amigo, puede que amante, de la diva Emma Calve, a quien la reina Isabel II hizo erigir una estatua en su honor. Además, contactó con personalidades como el astrónomo Camille Flammarion, el escritor Oscar Wilde o el pintor Mistral. También se introdujo en círculos esotéricos, gracias a Emile Hoffet, paleógrafo e investigador del archivo secreto de la Biblioteca del Vaticano, el cual examinó minuciosamente los manuscritos de Sauniére. Gerard Encausse, alias Papus, fundador de la Orden Cabalística Rosacruz también entabló amistad con el cura. A su regreso a Rennes-le-Cháteau, Sauniére construyó una especie de despacho o gabinete en la entrada al cementerio, donde planeaba sus curiosas actividades nocturnas. Junto a su inseparable Marie Dedarnaud se dedicó a cambiar lápidas de sitio e, incluso, a hacerlas desaparecer, como la de Marie Negre D’Ables, que fue esposa de Francoise de Hautpoul, marqués de Blanchefort y uno de los antiguos señores de Rennes. Lo curioso de este caso, es que incluso llegó a pulir pacientemente su epitafio hasta borrar todas las inscripciones. Según algunos expertos, probablemente buscaba el acceso a una cripta secreta donde reposaban los restos de los antiguos señores de la comarca del Razes. Tal y como relata un antiguo obituario de los siglos XVII y XVIII, que se conserva hoy en día, dichas tumbas estaban situadas muy cerca de la iglesia.

Lo interesante; es que a partir de 1895 Sauniére dispuso de una fortuna casi ilimitada que utilizó para renovar toda la iglesia, a la que dotó de una arquitectura claramente masónica y de un simbolismo típico de las logias rosacruces. Posteriormente compró seis terrenos en el pueblo, en donde diecisiete obreros trabajaron en la construcción de una torre almenada de dos pisos, la famosa Torre Magdala, que hizo las veces de despacho y biblioteca, donde acumuló más de dos mil libros encuadernados a mano, que mandó traer de toda Europa. Encargó granito azul tallado que trajo a lomos de mulos y supervisó personalmente los planos de una gran finca de descanso a la que llamó Villa Bethania. Simultáneamente comenzó a derrochar grandes cantidades de dinero en cosas superfluas, como la adquisición de un servicio de copas de cristal que al ser golpeadas con un objeto sonaban las nueve primeras notas del Ave María. Coleccionó más de 2.000 tarjetas postales y cerca de 10.000 sellos de correos. También se rodeó de un pequeño zoo compuesto de pavos reales, perros, cacatúas, cientos de exóticos peces y hasta monos. Los recursos de Sauniére parecían ilimitados. Según cálculos actuales, el extravagante párroco gastó, hasta el día de su muerte y en sólo 21 años, la increíble suma de 461 millones de pesetas. “La gente de aquí pisa oro sin saberlo. Con lo que el señor cura dejó se podría durante 100 años y todavía sobraría. Un día le revelaré un secreto que hará de usted un hombre rico, muy rico“, solía decir Marie Dedarnaud a Noel Corbu, el hostelero de la zona. El señor Corbu llegó a comentar que, poco antes de morir, Marie intentó pronunciar con gran esfuerzo unas palabras ininteligibles. ¿Era el secreto que tan celosamente había sabido guardar?



El 8 de septiembre del 70 d.C., el general Tito, hijo del emperador Vespasiano, invadió la ciudad de Jerusalén y expolió el Templo de Salomón, constituido por 500 toneladas de oro y plata. Éste albergaba la mesa de los panes de oblación y la menorah, el candelabro gigante de siete brazos de oro macizo. Los romanos eran aficionados a los objetos de arte y muy supersticiosos, por lo que se llevaron a Roma las piezas más sagradas. Actualmente, en el arco de Tito puede observarse a un esclavo portando la pesadamenorah y a unos ocho soldados portando la citada mesa. Dichos objetos fueron depositados en el Templo de Júpiter. Allí permanecieron durante casi tres siglos hasta que el 24 de agosto del 410 d.C., el rey visigodo Alarico el viejo, se apoderó de Roma. Posteriormente, su sucesor Ataulfo se estableció en la Galia, eligiendo Toulouse como capital de su vasto imperio, donde depositó el tesoro del templo. Debido a los botines acumulados por sucesivas conquistas, al tesoro habría que añadir una mesa de materia vidriosa y verde que pasaba por ser una esmeralda gigante. Estaba sostenida por unos 70 pies de oro macizo, incrustados de perlas y diamantes. Con el paso del tiempo, los visigodos perdieron sus posesiones, aislándose al norte de los Pirineos en un pequeño reducto, apéndice de la España visigoda, cuya capital era Toledo. En este lugar conservaban dos plazas fuertes: Carcasona, continuamente amenazada, y Rhedae, la actual Rennes-le-Cháteau. Es muy posible que el tesoro de Jerusalén hubiera sido transportado a Toledo. De hecho, cuando los musulmanes invadieron España en el 711, encontraron en la ciudad todo tipo de objetos suntuosos como 25 de las 33 coronas de los reyes visigodos. Las otras ocho, enterradas bajo tierra, serían descubiertas por casualidad once siglos más tarde en Guarrazar, cerca de la capital. También hallaron el famoso missorium, la mesa de la esmeralda, que maravilló hasta tal punto a los conquistadores árabes, que dieron al lugar del descubrimiento el nombre de Almería, que significa ciudad de la mesa.

Sin embargo, los cronistas, al enumerar con todo detalle los tesoros encontrados en España, no hacen referencia alguna de lamenorah y a la mesa de los panes, como tampoco lo hacen en el 725 cuando se apoderan de Carcassonne. La única posibilidad es que el tesoro se encontrara en Rennes-le-Chateau. El historiador del Razes, Louis Fedie, relata una tradición según la cual en la Edad Media creían que los metales preciosos extraídos de la mina Blanchefort no provenían de un yacimiento incrustado en el suelo, sino de un depósito de lingotes de oro y plata. Hay que tener en cuenta que Rennes-le-Cháteau representa lo que los geólogos llaman una “red cárstica“, es decir, una región en la que las aguas se filtran en las capas del subsuelo, creando depresiones, grutas y sifones invisibles. Otra teoría bastante lógica defiende que en realidad el tesoro que encontró Sauniére eran los manuscritos en sí, que tendrían un enorme valor histórico y político. En 1967 Gerard de Sede publicó en su libro “El Oro de Rennes” una supuesta copia de los mismos. En los pergaminos se pueden observar dos textos del Evangelio, uno de los cuales llevaba intercalados unos párrafos cifrados.Según un experto del servicio de criptografía del ejército francés, dichos documentos son posteriores al Renacimiento y con gran seguridad de finales del siglo XVIII. A partir de la década de 1960, varias sociedades presuntamente secretas y personajes como Henry Lobineau comienzan a distribuir diversos documentos que los investigadores Baigent, Leigh y Lincoln, en su libro “El Enigma Sagrado”, denominan los Dossier Secrets. En ellos se insinúa que el enigma de Rennes-le-Cháteau está relacionado con la posible legitimidad de una rama aristocrática europea con respecto al trono de Francia. Según los autores anteriormente citados, los manuscritos perdidos pueden probar dicha legitimidad y, además, están en poder de una sociedad iniciática.



Lo cierto es que Berenguer Sauniére recibía visitas muy curiosas y extrañas. Además de la citada diva Emma Calve, también acudieron a Rennes el secretario de Estado de Bellas Artes, Henry Charles Éthienne, radical francmasón afiliado a la logia La Clemente Amistad, y la marquesa del Bourg de Bozas, descendiente de una casta de ocultistas fundados por Louis Claude de Saint-Martín, conocido con el sobrenombre del filósofo desconocido. Pero el principal visitante de Berenguer, apodado por todo el pueblo de Rennes como el extranjero, era nada menos que el archiduque de Austria-Hungría, Juan de Habsburgo. Volviendo a los manuscritos, Antón Captier, el campanero y codescubridor de los mismos, afirmó que éstos se encontraron en el interior del pilar visigodo. Pues bien, en él se observa una inscripción que alude al año 1891. Curiosamente 1891 fue un año vital para el ocultismo francés. El ocultista Josephin Peladan anunció la creación de una nueva agrupación: la Orden del Templo y de la Rosacruz Católica. En ese mismo año, Papus se convertía en el gran maestre de la Orden Martinista y se fundó, también en París, una logia de la Golden Dawn. Como vemos, estos hechos coincidieron con el viaje de Sauniére y el descubrimiento de la enigmática tumba. Si Sauniére descubrió la famosa cripta de los señores de Rennes, éstos podían ser los restos de la familia Hautpould, puesto que en aquella época les pertenecía el señorío de Rennes. Muchos hombres de esta ilustre familia eran miembros de la francmasonería de rito escocés, y era normal que muchos de ellos se enterraran con documentos masónicos o rosacruces, más si hacían referencia a las pretensiones dinásticas de determinadas monarquías europeas.

Los Hautpould, lejos de sostener al Partido Orleanista, defendieron la causa legítima de los últimos borbones, representados entonces por el nieto de Carlos X, refugiado en el imperio de los Habsburgo. Para los partidarios de esta causa, Luis XVII habría sobrevivido a su cautiverio del Temple. Sin embargo, todas las tentativas de restauración fracasaron. Un dato importante en esta complicada madeja es que el propio Sauniére afirmó haber recibido las primeras cantidades de dinero de María Teresa de Austria. Aunque la archiduquesa detestaba Francia, en 1886 y a punto de morir, tuvo la necesidad de donar a Sauniére la cantidad de 3.000 francos de oro, que él anotó en sus libros de cuentas. Así pues, es posible que Sauniére se hubiese unido a la causa monárquica a partir de su descubrimiento, o bien a raíz de su viaje en 1891 a París, en donde empezó a frecuentar círculos herméticos promonárquicos. La existencia de documentos que demostrasen que Luis XVII no murió en su cautiverio, podría cambiar la Historia de Europa. El ministro del Interior del rey de Prusia, Von Rochow, afirmó: “Estoy convencido de que Luis XVII ha sobrevivido, pero si esto se supiese de cierto, supondría el deshonor para todas las monarquías europeas, pues todas se habrían prestado, con conocimiento de causa, a un fraude al elevar al trono en 1814 a Luis XVIII… Esto cambiaría el mapa de Europa“. Desde este punto de vista, el misterio de Rennes parece resolverse, e independientemente de que los manuscritos de Sauniére fuesen verdaderos o no, habrían supuesto, una inagotable fuente de riquezas a cambio de silencio. Sauniére representaría el papel de intermediario en un juego que implicaría a las principales sociedades secretas europeas y a gente muy importante.



Steve Berry, en “Los caballeros de Salomón“, Fernando Diez Celaya, en “Los Templarios“, Lynn Picknett, en “La revelación de los Templarios“, o Javier Sierra, en “Templarios, los caballeros del secreto”, son algunos de los autores que han escrito sobre los templarios y en los que me he basado principalmente para escribir este artículo. Según Diez Celaya: “Ninguna orden de caballería o de cariz religioso ha despertado a través de las épocas tanto interés ni ha provocado opiniones y ac­titudes tan enconadas durante los dos escasos siglos que duró su existencia como la Orden de los Caballeros del Templo de Jerusalén, conocida como Orden del Temple”. Javier Sierra explica que para escribir “Las puertas templarias” visitó Jerusalén, París, Chartres, El Cairo y hasta al monasterio de Santa Catalina, en el Sinaí. Allá se documentó exhaustivamente la existencia de un plan secreto de los templarios que les llevó a construir templos que imitaban sobre el suelo de Francia la disposición de las principales estrellas de la constelación de Virgo. Un plan que, según Sierra, arrancó hace más de cuatro mil años. Según Javier Sierra: “Los primeros en construir monumentos imitando la disposición de ciertas estrellas fueron los egipcios. Las tres grandes pirámides de la meseta de Gizeh, en El Cairo, imitan la disposición de las tres estrellas centrales de la constelación de Orión. Una constelación que para los faraones era la contrapartida celestial del dios Osiris. Los llamados Textos de las Pirámides lo explican: porque esas tres estrellas eran lo que llamaban el Duat, la “puerta celeste” a la que debía dirigirse el alma del faraón muerto antes de entrar al más allá. Ellos creyeron que imitando esa “puerta” en el suelo podían preparar mejor su viaje al Otro Lado“. Y sobre la pregunta de si los templarios hicieron lo mismo con las primeras catedrales góticas, Javier Sierra responde: “En mi novela desarrollo una teoría que surgió en los años sesenta. Al parecer, si tomamos las primeras grandes catedrales góticas -Amiens, Chartres, Reims, Bayeaux y Evreux- y las situamos sobre un mapa de Francia, veremos que la figura resultante recuerda la forma de la constelación de Virgo. Quizá eso explique porque todos estos templos se consagraron a la Virgen, pero desde luego parece tener que ver con una idea del templo sagrado que nos remite a época de las pirámides“.



Salomón, que fue rey de Israel, el pueblo elegido por Yahvé, vivió hacia el 970 a. C. Tanto la Biblia como otros textos lo presentan como un monarca justo y temeroso de Dios, de gran sabiduría y santidad, como su padre David, en quien Yahvé había puesto su complacencia. Narra la Biblia que la reina de Saba, atraída por sus grandes conocimientos y su espiritualidad, fue a visitarlo para «probarle con enigmas». Y para todos ellos tuvo respuesta Salomón, pues le inspiraba el Espíritu. No obstante, al final de sus días ofendió al Señor, pues edificó altares a los dioses sidonios y ammonitas para complacer a sus esposas extranjeras, ya que el rey poseía «700 mujeres de sangre real y 300 concubinas». Pero «las mujeres torcieron su corazón» (Libro de los Reyes). Y por todo ello Yahvé le retiró su favor y, a su muerte, «repartió su reino y lo entregó a un siervo suyo». En 931 a. C. Jerusalén se dividió en Judá e Israel. Pero Salomón, un monarca culto e inteligente, a quien san Bernardo dedicó 120 sermones, y a quien debemos la composición del Cantar de los Cantares y los libros de la Sabiduría, los Proverbios y el Eclesiastés, mandó edificar un soberbio templo dedicado a Yahvé como no había existido otro igual. Su construcción, que el I Libro de los Reyes describe con gran detalle, respondía a determinados esquemas, patrones y medidas procedentes, a decir de muchos, de tradiciones ocultas e iniciáticas, quizá extraídas de antiguos conocimientos egipcios, pues «su sabiduría sobrepasaba la de todos los hijos de Oriente y la sabiduría toda de Egipto». Salomón, pues, construyó un inmenso templo con un triple recinto y un sancta sanctorum y lo cubrió todo de oro puro, «toda la casa, los altares y los querubines que guardaban el arca». Y a ésta la situó en el lugar santísimo, bajo las alas de los querubines, en un recinto donde nadie podía entrar, so pena de muerte. Y dijo Salomón a Yahvé: «Pero, ¿en verdad morará Dios sobre la tierra? Los cielos y los cielos de los cielos no son capaces de contenerte». En 587 a. C. el rey Nabucodonosor tomó Jerusalén, la ciudad de Salomón, la arrasó y la saqueó de todos sus tesoros y se llevó cautivos a sus habitantes a la aborrecida Babilonia. Derruyó el templo y lo dio como pasto a las llamas.



El templo presentaba una curiosa estructura, pues poseía tres recintos, de mayor a menor y concéntricos, de forma que, para llegar hasta el santa sanctorum, había que atravesar primero los dos anteriores. Una vez que el templo fue derruido por los ejércitos de Nabucodonosor y pese a las sucesivas reconstrucciones, los hebreos no volvieron a recuperar la magna obra que la edificación supuso en la Antigüedad, por lo que es tradición que los creyentes judíos acudan al muro llamado de las Lamentaciones, donde lloran la ruina del templo y la destrucción bíblica de Jerusalén. En la actualidad, en la gran explanada denominada Haram al-SherifoNoble Santuario, que abarca cerca de un sexto de la Jerusalén amurallada, se alza, dentro de lo que fuera triple recinto del templo de Salomón, la espléndida mezquita musulmana de la Roca, denominada Cúpula de la Roca (Qubbat al-Sakkra). Fue construida en el 692, en lo que fuera el monte Moría, donde la Biblia narra que el ángel pidió a Abraham el sacrificio de Isaac, a quien luego detuvo por su propia mano al comprobar Yahvé la obediencia del patriarca. Y recibe el nombre de «la Roca» porque en el centro de la mezquita se halla una gran roca viva donde la leyenda cuenta que se apareció el ángel. Presenta también las hipotéticas huellas del pie del profeta Mahoma y la de la mano del arcángel Gabriel, que se le apareció. La mezquita, considerada el centro del mundo por los musulmanes, se asienta en una edificación octogonal y dispone también de tres recintos concéntricos, separados por dos deambulatorios, en el centro de los cuales se halla la roca sagrada. Se trata de una curiosa salvedad en la arquitectura islámica anterior a la época. Sorprendentemente y al igual que la primitiva estructura del templo, de triple recinto, sirvió de inspiración a numerosas fortalezas templarías en Tierra Santa y en Europa. El modelo de la Cúpula de la Roca, de planta octogonal, se reprodujo asimismo en muchas construcciones templarías, iglesias y capillas o fortalezas, tales como Castel del Monte, Apulia; la Veracruz, Segovia; San Vitale, Ravena; Capilla Palatina o Aquisgrán, lo que no parece ser una simple coincidencia, pues el sello de los grandes maestres representa también la efigie de esta mezquita espectacular que el islam construyó en el corazón del templo de Salomón. El sello templario lleva una leyenda que hace referencia a un templo de Cristo. De hecho, el tambor de la cúpula de la Roca está rodeado por una cenefa epigráfica de 240 m de largo que glorifica a Jesús. Los templarios dedicaron este edificio a Templo del Señor y se alojaron en la mezquita que en la actualidad se denomina Al-Aqsa («la Única»), pero que entonces era residencia real de Balduino II. Poco después, el rey cedió a los templarios el uso incondicional de este sagrado recinto y se retiró a un nuevo palacio real junto a la torre de David.

En 1128, varios de los nueve caballeros que habitaban en el templo de Salomón de Jerusalén y que vivieron en el sagrado recinto durante nueve años regresan a Francia para conseguir la aprobación de los estatutos de la orden en el concilio de Troyes y su financiación. Habían llegado nueve (diez con el conde de Champagne) y parten no menos de seis, pues se conocen sus nombres. Además del propio Hugues de Payns, viajan de regreso a Francia Payen de Montdidier, Archambaud de Saint-Amand, Geoffroy Bisol, Rosal y Gondefroy. Es decir, que permanecen en teoría en Tierra Santa sólo cuatro templarios, esperando el regreso de sus com­pañeros. Algunos estudiosos suponen que, además de estos famosos templarios, el número de adeptos había ido creciendo y que la comunidad jerosolimitana era ya muy nutrida. En estos nueve años todavía no han entrado en combate y, a decir de los testimonios, temen que llegue ese momento, pues todavía la orden no es tal y la preparación de sus adeptos es en esa época muy restringida, dado el bajo número de profesos. Además se asienta sólo en bases teóricas: monjes que serán, además, soldados, algo que choca frontalmente con los postulados cristianos de la época. Pero según Charpentier y otros, los enviados a Tierra Santa ya han cum­plido su misión cuando regresan a Francia en 1128. Para estos investigadores, la Orden del Temple se prolongaría luego en el tiempo con otros fines y metas, pues la de este reducido grupo de hombres ha sido descubrir un secreto, que ya obraba en conocimiento de San Bernardo después de que éste y sus monjes cistercienses desentrañaran el intrincado laberinto de los textos hebreos encontrados después de la toma de Jerusalén en 1099. ¿Qué descubrieron estos caballeros franceses y flamencos en las dependencias del templo de Salomón? ¿Un tesoro de incalculable valor? ¿Un arma secreta, como han apuntado los investigadores más osados, teoría que alentó a profundizar en las actividades y pasado templarios durante el siglo XIX y en los albores de la II Guerra Mundial? Así pues, hay quien sostiene que los templarios no acudieron a Jerusalén a proteger peregrinos, sino a buscar algo importante, de cuya existencia ya sabían de antemano.



La Orden del Templo de Salomón recibe tardíamente sus estatutos y el apoyo de diversos papas, quienes la someten a su tutela, pero de una manera tan exclusiva que acabará por desligarse de todo poder temporal y deberá obediencia exclusivamente al pontífice romano. Dado que la Ordre du Temple es fundada por un grupo de lengua francesa, ha pervivido hasta nuestros días la denominación de «Orden del Temple». Pero, siguiendo el hilo de un misterio que ningún historiador ha podido desentrañar y que incluso muchos niegan con desdén, las tradiciones esotéricas y heterodoxas afirman que los templarios buscaban algo especial. Se trata de una orden que enseguida empezó a recibir donaciones territoriales en lugares tan distantes de su casa madre en Jerusalén como España y Portugal y que en unos pocos años dominó las finanzas europeas y se erigió en un auténtico coloso económico. Todo ello conduce a suponer que la orden fue fundada con un objetivo determinado y que su creación, respondía a un fin preestablecido. Ya se ha visto su vinculación con las órdenes benedictinas del Císter y el rápido enriquecimiento de éstas, tanto la reformada como la original, en cuyos estatutos se apela a la pobreza y al rigor benedictinos que sólo los trapenses sabrán conservar andando el tiempo. Por eso cabe preguntarse si en toda esta leyenda no intervienen datos e informaciones qué ya obraban en poder de los discípulos de san Benito. Como en toda tradición legendaria, un grupo de esforzados paladines, como Parsifal y los caballeros de la Tabla Redonda, procu­ra dar con el objeto sagrado en cuestión, adueñarse de él y erigirse en su guardián, para lo que hay que ser un «hombre perfecto». En este caso, se trata de algo capaz de ayudar a una orden de monjes a construirse un emporio económico y financiero en Europa y Asia Menor con tanta facilidad. Entre las posibles respuestas destacan algunos objetos tradicionalmente mágicos y simbólicos, fuentes de poder material y receptáculos de fuerza espiritual: el arca de la alianza, la lanza de Longinos y el santo Grial, entre otros.

El arca de la alianza se trata de un recipiente con doble forro de oro, cerrada con una losa de oro macizo, curiosamente como los contenedores de material radiactivo, dos capas de tela y una de cuero para que no mueran los porteadores, tal como sucedió con los hijos de Aarón, Nadab y Abihu, en el Tabernáculo, cuyos cuerpos fueron sacados del campamento por urden de Moisés. Según Graham Hancock (en “The Sign and the Seal”), el poder mortífero del arca queda bien patente a partir de la exégesis de los textos bíblicos, pues éstos la presentan como un arma letal cuyos efectos resultan devastadores ante las murallas de Jericó, contra los filisteos, o los habitantes de Bet Semes, donde mueren 50.000 hombres. Meir Ben-Dov va más lejos y en “In the Shadow of the Temple” sostiene en que las tablas de la Ley eran un fragmento de un meteorito y que, por tanto, debían permanecer encerradas en el arca, que les servía de recipiente y actuaba como protección para quienes se le aproximasen. La Biblia explícita el «peligro de muerte» para todos aquellos que tocaran el arca con sus manos o se aproximasen excesivamente a ella. Así ocurre en diversos casos que narran las Sagradas Escrituras durante el éxodo por el desierto o cuando ésta es robada por los filisteos, quienes, después de comprobar en su propia carne el peligro de poseer semejante objeto, lo devuelven a los hebreos espantados del poder de Yahvé, quien a partir de entonces cobra fama de “Deus tremendae majestatis” ante el que amorreos, cananeos y otras tribus huyen despavoridos, pues las represalias del pueblo elegido son terribles. Charpentier, por su parte, se inclina a creer que los primeros templarios encontraron el arca de la alianza en las caballerizas del templo de Salomón, que un nutrido grupo de templarios la escoltó hasta Francia en secreto y que permaneció en lugar ignoto, desapareciendo otra vez a los ojos de la humanidad. Con el arca, según el autor, los milites Christi hallaron patrones y medidas sagradas arquitectónicos, desde las relaciones geométricas con la proporción áurea hasta otras en las que intervienen escalas musicales, quizá las propias tablas de la ley, entendiéndose por ley «el Logos, el Verbo, la Razón, el Número», que les permitió idear cánones de construcción a los que luego respondería el arte gótico y, sobre todo, unas de sus máximas creaciones, la catedral de Chartres.



En 1097 el ejército cruzado toma, no sin dificultad, la poderosa ciudad de Antioquía, pero en­seguida se ve cercado por las fuerzas militares del sultán de Mosul. Pedro Bartolomé, sacerdote provenzal, acude ante Raimundo de Tolosa, pues ha tenido un sueño revelador en el que San Andrés le indica dónde se esconde la lanza de Longinos, el centurión que atravesó el costado de Cristo en el Gólgota. Tras recuperar la lanza milagrosa en el subsuelo de una iglesia de la ciudad, los cruzados marchan triunfales sobre las tropas musulmanas, rompen el cerco y liberan la plaza. Dos años después conquistan Jerusalén y los piadosos ideales no impiden las matanzas sistemáticas y la barbarie que diezma a sus habitantes y anega en sangre la ciudad sagrada. Esta lanza, considerada un poderoso talismán cuyo poseedor no sufriría derrota alguna en batalla militar y sería capaz, como Alejandro, de conquistar el mundo en dirección al Este, pasó, según algunos, a poder de los templarios. El neotemplarismo de los siglos XIX y XX dio considerable importancia a este talismán cuya posesión, a decir de algunos, fue el verdadero objeto de la invasión hitleriana de Austria, encaminada secretamente a la obtención de la lanza, que debía encontrarse en el tesoro de la Casa Imperial de los Habsburgo, en Viena, junto a otros objetos de significado esotérico-religioso, tales como la manzana imperial, la corona del Sacro Imperio Romano Germánico, la espada denominadas «de Carlomagno», el cetro gótico, la cruz imperial, el fragmento de la Vera Cruz y la copa de ágata, supuesto Santo Grial. El tesoro imperial de la Habsburgo encierra también las joyas y objetos pertenecientes a la Orden del Toisón de Oro, fundada en 1423 por Felipe el Bueno, duque de Borgoña. Entre ellos la cruz del juramento de la orden y el gran collar, que luce las dos B entrelazadas de la Casa de Borgoña, así como el cordero que representa el vellocino de oro de la gesta mitológica de Jasón. Todos ellos, junto a los restantes objetos del tesoro ya reseñados, son símbolos tradicionales de profundo simbolismo mágico, herencia de la tradición imperial carolingia y alemana que pasaron a la Casa de Austria a través del patrimonio hereditario, unos de los Hohenstaufen y otros de la Casa de Borgoña.

Los Habsburgo, con el tiempo emperadores de Alemania y Austria, y reyes de España, Bohemia y Hungría, proceden de Altenburg (hoy Suiza), ell feudo de Habichtsburg, «la Morada del azor», ave que, posada en la mano izquierda de un caballero, simboliza a los templarios. Entre los grandes maestres de la Orden del Toisón de Oro figura el rey de España, que teóricamente es archiduque de Austria y heredero de la Corona imperial austro-húngara. Durante el Anschluss de Austria (1938-1945), Hitler se apoderó de la santa lanza y la enterró en un lugar que él mismo eligió, en Nuremberg, ciudad en que, precisamente, serían juzgados diversos jerarcas nazis en 1945, al término de la contienda. Como es sabido, Hitler, a quien al parecer interesaban sobremanera lodos estos secretos de la tradición oculta, proyectaba crear un Estado de exclusivo dominio de las SS, como colofón al Estado nazi que, en teoría, se debería extender por todo el planeta, precisamente en los territorios pertenecientes al ducado de Borgoña, el Franco Condado y Hainaut. Wolfram von Eschenbach (hacia 1170-1220), un caballero bávaro que compuso inspirados himnos y baladas, es el autor del extenso poema narrativo Parzival, que sigue la línea de otro famoso trovador, Chrétien de Troyes, quien también compuso poemas dedicados al héroe legendario Parsifal. Ambos poemas rescataron de las profundidades de la tradición mítica europea la leyenda delSanto Grial, que se supone es el cáliz en que Jesús bebió el vino durante la Ultima Cena y, según algunos, donde José de Arimatea recogió las gotas de sangre que manaron de su costado en la cruz.



El cáliz del Grial dio después paso a las leyendas del ciclo artúrico, donde el fabuloso recipiente es también una copa que simboliza al hombre superior, renovado a través de la espiritualidad. Al cáliz, que nunca fue encontrado, se le suponen virtudes maravillosas. Otros hablan de un simbolismo místico en el que la búsqueda de este tesoro corresponde al legítimo intento de encontrar una vía superior de realización espiritual. Para que los presupuestos geométricos, matemáticos y arquitectónicos del arte gótico florecieran en Europa, se suele decir que fue debido a los fines ocultos de la orden del Temple. Aunque aparece más como una consecuencia de la labor templaría que una finalidad en sí, lo cierto es que el arte gótico surgió en Europa a partir del establecimiento de la orden en Tierra Santa. Y en unos pocos años, sorprendentemente pocos para las dificultades técnicas y financieras de un continente asolado por el hambre, la carestía y las guerras continuas, se alzaron al cielo las agujas de un arte arquitectónico concebido en teoría con un criterio eminentemente espiritual. De 1150 a 1220 se construyeron la mayoría de las catedrales góticas francesas, muchas de ellas de considerables dimensiones, tales como las de Reims, Rúan, Chartres y París, entre otras. En ellas se ha querido ver —sobre todo en la de Chartres— el medio en el que se ha depositado toda una tradición oculta y una sabiduría ancestral. En sus capiteles y gárgolas, en sus símbolos tallados en la piedra, en sus medidas y proporciones, en la disposición de sus espacios, sus galerías y sus torres, en la altura de sus agujas y campanarios se ha pretendido leer todo un código que, según algunos autores, procede de los antiquísimos saberes que la humanidad ha guardado celosamente en escondidas tradiciones y a los que quizá accedieron Salomón, Moisés y otros grandes sabios de la Antigüedad. Y, por qué no, también los templarios.

Combatientes de primera línea, los templarios son la fuerza de choque por excelencia en todas las batallas, y también en los territorios hispánicos, en su lucha contra los reinos moros y sarracenos. Así, se distinguen en numerosas batallas y la pertenencia a la orden resulta un galardón inapreciable en el mundo de la caballería. Pero su fama es tan notable, al margen de las críticas que despiertan su orgullo y su prepotencia, que muchos caballeros de nobleza probada militan gustosos en sus filas. Más tarde, los maestres y otros dignatarios serán tutores de reyes y príncipes, e incluso éstos pertenecerán o se vincularán en algún modo a la Orden Templaría, pese a que sus estatutos no permiten que los príncipes soberanos ocupen dentro de la misma puestos de relevancia. Obviamente, el Temple persigue un fin político claro: utilizar a los reinos y a sus soberanos y no que éstos utilicen al Temple. Según J. G. Atienza, Alfonso I. llamado «el Batallador», rey de Aragón y Navarra (1104-1134), crea en 1122 una orden de caballería denominada de los Caballeros de Belchite, gesto que anticipó su hipotética pertenencia a la Orden del Temple. Lo cierto es que, a su muerte, el monarca aragonés cede, por disposición testamentaria, su reino a las órdenes militares. La Corona de Aragón, y más tarde de Aragón y Catalunya (1337), fue especialmente proclive a la orden, tanto así que algunos de sus monarcas, condes de Catalunya o reyes de Aragón, se vincularon al Temple, lo protegieron, dieron a sus herederos preceptores templarios e incluso entraron en la orden como caballeros templarios, como es el caso del conde de Urgel Armengd VI (Ermengol), quien hacia 1130 hace donación a la orden del castillo de Barbará y se vincula al Temple. En 1130 el conde soberano de Barcelona, Ramón Berenguer III, entra a formar parte de los caballeros templarios y en 1131 lega testamentariamente a la orden, además de algunos bienes: su caballo, sus armaduras y sus armas, como correspondía a un caballero cristiano. Lo propio hace Alfonso I el Batallador que, además de todo su reino, deja al Temple sus armas y su caballo.



En 1137, el conde soberano de Barcelona, Ramón Berenguer IV, que ya era de hecho rey de Aragón por su matrimonio con Petronila de Aragón, hija de Ramiro II el Monje, insta a los templarios para que ocupen diversas encomiendas y castillos en Aragón y Catalunya, con ánimos de resolver el problema sucesorio de la Corona de Aragón que, según el testamento de Alfonso I el Batallador, corresponde a las órdenes militares del Temple y del Hospital. Finalmente el litigio se resuelve con la renuncia de éstas a la soberanía de dicho reino a cambio de los castillos de Montgaudí, Chalamera, Remolins, Corbins y Monzón y de un quinto de las tierras ganadas a los musulmanes. Pero el monarca más representativo de todos los reyes que trabaron relaciones con los templarios en la península Ibérica, ya que también los hubo en Por­tugal y Castilla-León, fue Jaime I el Conquistador, rey de Aragón y Catalunya (1213-1276), sobe­rano ilustrado y culto, cuyas miras políticas y sociales superaban con mucho las de los reyes de su época y, según algunos, comparable a la figura del mítico Federico II Staufen en su visión del mundo, ecuménica y universalista. La figura del sículo-germano Federico II Staufen ha despertado y sigue despertando un apasionamiento superior incluso a la de su abuelo Barbarroja. Los sículos eran una de las tres principales tribus que habitaban Sicilia antes de la llegada de los colonizadores griegos, según la tradicional división étnica de Tucídides, quién también dice que Italia fue denominada así por Ítalo, un rey de los sículos. Pasaron a Sicilia desde Italia y se establecieron en la parte central y septentrional de la isla, desplazando a los sicanos (sikanoí) hacia la parte meridional y occidental. Los élimos (griego elymoi) vivían en la parte occidental de la isla. Los sículos dieron a Sicilia el nombre que se ha mantenido desde la antigüedad, pero se fusionaron rápidamente en la cultura de la Magna Grecia. Ni los contemporáneos de Federico II ni los autores modernos han podido formar un juicio objetivo sobre tan contradictorio personaje. Político hábil y a menudo tortuoso, hombre extraordinariamente cultivado y-políglota, impulsor de la lírica italiana, interesado por el pensamiento de autores árabes y judíos, y con fama de refinado y sensual. Federico reunía todas las cualidades para que el cronista y monje de Saint Albans, Mateo París, le definiera como “stupor mundi et inmutator mirabilis“. Menos favorable, el también cronista Salimbene de Parma, después de cantar sus cualidades lamentaba sus múltiples vicios: “Si hubiera sido buen católico y amado a Dios y a la Iglesia -concluía- no hubiera tenido igual en el mundo“. Modernamente se ha destacado la figura del monarca como la de un adelantado a su época.

A fines del siglo pasado, J. Burckhardt le presentó como “el primer hombre moderno“. E. Kantorowicz, uno de los grandes estudiosos del personaje, le consideró como fundador de la monarquía absoluta y creador de la moderna burocracia. F. Kampers le presenta como “un precursor del Renacimiento”. Federico II era, desde 1215, depositario de una doble herencia: la del Imperio germánico, por vía de su padre Enrique VI, y la siciliana, a través de su madre Constanza de Hauteville. En ambos territorios, el soberano hubo de afrontar intrincados problemas que trató de solventar con indudable habilidad pero que le granjearon numerosos enemigos. Alguno, tan poderoso como la Iglesia romana, promovería una campaña de desprestigio presentándole como amigo de judíos y musulmanes, sospechoso de herejía y tibio ante el grave peligro que para el Occidente suponía la expansión mongola hacia Centroeuropa. El monarca se sintió ante todo un italiano que descuidó con frecuencia los asuntos alemanes. Trató de convertir el reino de Sicilia en un Estado sustentado en una burocracia esencialmente laica y obediente de forma incondicional a los designios del soberano. En tal empresa contó con el apoyo de importantes colaboradores como Piero della Vigna, impulsor en 1231 de la redacción del “Liber augustalis” o “Constituciones de Melfi“. Este texto, junto a la Universidad fundada años antes en Nápoles (1224) permitirían sentar las bases jurídicas para los Estados del Sur de Italia. Los sucesivos Pontífices soportaron mal esta política que suponía para ellos romper el equilibrio de fuerzas logrado en tiempo de Inocencio III. Un solo poder establecido sobre Alemania e Italia era mucho más de lo que los Papas podían tolerar. Diversas salidas de tono de Federico II y de los gibelinos italianos acabaron trabajando a favor de la propaganda de los Papas y el partido güelfo que presentaron a su rival como una especie de anticipo del Anticristo. Demasiado espectacular todo: Federico, bien por calculo o bien por tradición, jamás transgredió dogma alguno de la Iglesia. Su tolerancia hacia los musulmanes era una vieja herencia de sus antepasados normandos. Contra la herejía, además, el emperador actuó sin ninguna piedad. Desde 1220 hasta 1239 un conjunto de disposiciones colocaron a los herejes fuera de la ley en el Sur de Italia y en el territorio alemán. Asimismo, a lo largo de toda su gestión política, Federico presentó sus múltiples diferencias con los Papas como cuestiones estrictamente personales. Su muerte, por último, apareció rodeada por los gestos propios de aquello que, pese a todo, había proclamado ser: un príncipe cristiano.



Al igual que Federico, Jaime I fue entregado a la custodia del Temple desde niño, por disposición de su madre, la condesa María de Montpellier, hija de la princesa Eudoxia de Bizancio, que a su vez era hija del emperador Manuel Commeno. Los templarios educaron al monarca, pese a que la regla impide a la orden ocuparse de la de sus futuros caballeros menores de edad. No obstante, ya se convirtiera o no el rey en perfecto caballero templario, el Temple estaba interesado en la educación del príncipe, que, como Federico II, mantuvo a lo largo de su vida el anhelo de la conquista del mundo y su pacificación, la preocupación por la educación y el bienestar de sus súbditos y la idea de una misión superior, universalista, que trascendía las fronteras de sus reinos. Jaime I no sólo estuvo en relación estrecha con los tem­plarios, sino que mantuvo estrechos contactos políticos y culturales con el Languedoc y la Provenza y rodeó al su hijo Jaime, al que hizo rey de Mallorca, de consejeros pertenecientes a familias cataras, con lo que el catarismo y los templarios se extendieron por la isla. En 1262 casó al infante Pedro, su primogénito, con la princesa Constanza Hohenstaufen, hija del rey Manfredo de Sicilia y nieta del emperador Federico II. Sus herederos recuperarían, en Sicilia, los derechos dinásticos de los Hohenstaufen, arrojados de su reino por la Casa de Anjou y la voluntad del Papa. El rey Jaime conquistó Mallorca y Valencia a los sarracenos y se preció siempre de respetar en sus reinos todas las formas religiosas de las que se reviste la fe. El impulso conquistador de Jaime I de Aragón y Catalunya condujo directamente a la expansión catalano-aragonesa por el Mediterráneo, empresa a la que no fue ajeno el Temple, dado su empeño en participar en todo acuerdo en la cuenca mediterránea.

Jaime I de Aragón el Conquistador (Montpellier, 2 de febrero de 1208 – Alcira, 27 de julio de 1276) fue rey de Aragón (1213–1276), de Valencia (1239–76) y de Mallorca (1229–1276), conde de Barcelona (1213–1276), señor de Montpellier (1219–1276) y de otros feudos en Occitania. Hijo de Pedro II el Católico y de María de Montpellier, era el heredero de dos importantes linajes: la Casa de Aragón y el de los emperadores de Bizancio, por parte de su madre. Tuvo una infancia difícil. Su padre, que acabaría repudiando a la reina, sólo llegó a concebirlo mediante engaño de algunos nobles y eclesiásticos que temían por la falta de un sucesor. Estas circunstancias produjeron el rechazo de Pedro II hacia el pequeño Jaime, a quien no conoció sino a los dos años de su nacimiento. A esa edad, el rey hizo un pacto matrimonial para entregar a su hijo Jaime a la tutela de Simón, Señor de Montfort, para casarlo con la hija de éste, Amicia, para lo cual el niño iba a ser recluido en el castillo de Carcasona hasta los 18 años.A la muerte de su padre, durante la cruzada albigense, en la batalla de Muret (1213), Simón de Montfort se resistió a entregar a Jaime a los aragoneses hasta después de un año de reclamaciones y sólo por mandato del papa Inocencio III. Durante su minoría de edad, estuvo bajo la tutela de los caballeros templarios en el castillo de Monzón, habiendo sido encomendado a Guillem de Mont-Rodon, junto con su primo de la misma edad, el Conde de Provenza, Ramón Berenguer V. Mientras, actuaba como regente del reino el conde Sancho Raimúndez, hijo de Petronila de Aragón y Ramón Berenguer IV y tío abuelo de Jaime. Heredó el señorío de Montpellier a la muerte de su madre (1213). Huérfano de padre y madre, tenía unos 6 años cuando fue jurado en las Cortes de Lleida de 1214. En septiembre de 1218 se celebraron por primera vez en Lleida unas Cortes generales de aragoneses y catalanes, en las cuales fue declarado mayor de edad. En febrero de 1221 se desposó en la Catedral de Tarazona con Leonor de Castilla, hermana de Doña Berenguela y tía de Fernando III de Castilla. Anulado su primer casamiento por razón de parentesco, contrajo segundo matrimonio con la princesa Violante (1235), hija de Andrés II, rey de Hungría. Por el testamento de su primo Nuño Sánchez, heredó los condados de Rosellón y Cerdaña y el vizcondado de Fenolleda en Francia (1241).



En 1282, tras los tumultos de las Vísperas Sicilianas, desembarca Pedro III en Trápani y en Palermo y consigue una victoria total sobre las tropas deCarlos de Anjou. Pese al continuado apoyo papal a los angevinos, el príncipe Fadrique (Federico) de Aragón, hijo de Pedro III, consigue recuperar Sicilia para sus descendientes, herederos a su vez de los derechos dinásticos de la Casa de Hohenstaufen. A este expansionismo contribuye la Orden del Temple y sus caballeros, algunos de gran renombre, como Roger de Flor, quien había entrado en el Temple muy joven. Roger de Flor (1266, Brindisi – 1305, Adrianópolis) fue un caballero templario y caudillo mercenario al servicio de la Corona de Aragón. Ejerció como uno de los capitanes de los almogávares y también fue conocido como Roger von Blume y Rutger Blume. Roger fue hijo de un oficial de cetrería del emperador Federico II llamado Ricardo y de una burguesa de Brindisi, donde él nació. Cuando se arruinó la familia, su madre le confió a un caballero de la Orden del Temple y allí fue Hermano sargento al mando del navío Halcón. Participó en la última cruzada a Tierra Santa, donde se distinguió en la defensa de San Juan de Acre (1291). Sin embargo, los templarios le acusaron de haberse apropiado de tesoros de la orden en la confusión en la que se desarrolló el desalojo de la ciudad, por lo que fue expulsado de la orden. Aprovechando su experiencia militar, se hizo mercenario, entrando al servicio del rey Federico II de Sicilia (hijo de Pedro III el Grande de Aragón). Federico puso a Roger de Flor al mando de las compañías de almogávares, mercenarios aragoneses y catalanes que habían sido empleados por la Corona de Aragón en la conquista de Valencia y Mallorca y más tarde para que la Casa de Aragón consolidase su dominio de Sicilia frente a las pretensiones de la Casa de Anjou. Participó en la defensa de Mesina en 1302 demostrando dotes de auténtico líder.

Tras la Paz de Caltabellota (1302) entre Carlos II de Anjou y Federico de Sicilia, en 1303 se puso al servicio del emperador bizantino Andrónico II Paleólogo, para ayudarle contra el peligro turco, al mando de una expedición de 4.000 almogávares, 1.500 soldados de caballería y 39 naves enviada por Federico (la Gran Compañía Catalana). Desfiló al mando de los almogávares, los cuales le tenían gran estima, ante el emperador bizantino en la ciudad de Constantinopla. Al mando de los almogávares aniquiló a los genoveses de Constantinopla, cosa que agradeció el emperador. Pasó a Anatolia y tomó las ciudades de Filadelfia, Magnesia y Éfeso, rechazando a los turcos hasta Cilicia y la Tauro (1304) siempre en batallas en inferioridad numérica. También durante la primavera de 1304 tuvo lugar una batalla entre los almogávares e invasores escitas procedentes del norte del Mar Negro (alanos), que fueron derrotados. En recompensa por los servicios al imperio, Andrónico le concedió el título de megaduque (comandante de la flota) y la mano de María, su sobrina e hija del zar de Bulgaria. Las batallas anteriores habían sido cortas y se provocaron mayor número de víctimas sobre todo en la retirada de los turcos del campo de batalla. Fueron de menor intensidad comparadas con la que se produjo cerca de las Puertas de Hierro. Roger de Flor y 8.000 almogávares derrotaron a un ejército turco compuesto por 30.000 soldados, en su mayoría jenízaros, causando 18.000 muertos enemigos. Después de esta gran victoria, los turcos se pensaron dos veces atacar de nuevo al Imperio Bizantino durante varios años y Roger fue proclamado César del Imperio, concediéndole aquél en feudo los territorios bizantinos en Asia Menor, con excepción de las ciudades. En la batalla destacó Berenguer de Entenza que había apoyado a Roger con 1.000 almogávares. A éste se le concedió el título de megaduque a petición de Roger.



Estratégicamente, la posición de Roger de Flor y Berenguer de Entenza en Bizancio favorecía el proyecto Rex Bellator, de Ramón Llull, que proponía en su Liber de Fine la ruta del Sur (Almería-Granada-Norte de África-Egipto) para proseguir la Cruzada, con ventaja de los reyes de la Corona de Aragón, en caso de que hubiesen conseguido encabezar las órdenes militares unidas. Sin embargo, la situación de los almogávares en el imperio no era cómoda. Por una parte, al parecer cometieron excesos con la población griega local. Por otra, parece que la ambición de Roger de Flor era grande y pretendía erigirse en soberano de los territorios conquistados. Finalmente, su creciente ambición e influencia despertaron la hostilidad de Miguel IX, hijo de Andrónico II y asociado al gobierno del imperio. Así, éste le hizo asesinar en Adrianópolis durante un banquete junto con más de un centenar de jefes almogávares (5 de abril de 1305), y atacó posteriormente a las tropas almogávares. Sin embargo, no sólo no pudieron acabar con ellos, sino que los supervivientes, bajo el mando de Berenguer de Entenza, contraatacaron y arrasaron todo cuanto encontraron a su paso en Tracia y Macedonia (hechos conocidos como Venganza catalana). Finalmente se creó un ducado (Atenas y Neopatria) nominalmente dependiente de la Corona de Aragón. La figura de Roger de Flor alcanzó difusión entre sus contemporáneos gracias a la Crónica de Muntaner, inspirando la obra Tirant lo Blanc, de Joanot Martorell. Tras la disolución de la Orden del Temple, en 1312, Jaime II, rey de Aragón-Catalunya, Sicilia y Cerdeña (1267-1327), crea la Orden militar de Montesa (1317), con la finalidad de recibir a los templarios proscritos y a los huidos en secreto, y libremente a los de­clarados inocentes, pues convenía al reino contar con los caballeros para la vigilancia de sus fronteras.

Ya desde un principio del cristianismo, el papado se erige como sucesor de la magna obra de San Pedro y el imperio como la dignidad de la jerarquía romana por excelencia; pero ambos in­tereses, y en ocasiones ambas figuras políticas, coinciden, pues el pontífice máximo, repre­sentante y vicario de Cristo en la Tierra, «siervo de los siervos de Dios», obispo de Roma, se erige también en príncipe soberano del Estado de la Santa Sede, con lo que, lógicamente, entra en conflicto con el imperio en cuestiones temporales que conllevan irremediablemente pugnas en el terreno de la fe. Pero durante la Edad Media normalmente el sumo pontífice utiliza su elevada posición para mantener a raya al poder imperial. En primer lugar, el emperador germánico no puede acceder a la dignidad imperial si no es con la aquiescencia del papa y solo mediante la consagración y la sagrada unción, además de la coronación con la corona alemana de hierro o de Carlomagno que, naturalmente, ciñe el papa en las sienes de reyes y príncipes vasallos de la Santa Sede, y de! emperador de Alemania, que por algo se titula «sacro emperador romano-germánico». El verdadero conflicto surge cuando el pontífice romano usa de su poder para retirar la credibilidad que la Santa Sede concede a un determinado príncipe soberano y lo amenaza con la excomunión. En ese caso, el efecto perseguido, cuando no existe por parte del soberano levantisco auténtico temor de Dios y no vuelve voluntariamente al ca­tólico redil, es que el resto de príncipes de la cristiandad aprovechen el anatema para invadir las posesiones, Estados o territorios del proscrito. Esto ocurre así durante toda la Edad Media y los diversos papas que se suceden en el trono de san Pedro lanzan excomuniones frecuentes sobre las testas coronadas de Europa cuando no se avienen a sus pretensiones de orden político. Gregorio VII es el ejemplo más sobresaliente con la «querella de las investiduras» y su lucha por someter al emperador Enrique IV, de quien obtiene vasallaje tras la humillación de Canosa (1077). A lo largo de la historia otros muchos monarcas cristianos sufren la oposición papal, que normalmente conlleva pérdidas, guerras y ruina en sus Estados.



El Papa decreta la excomunión de estos príncipes o lanza sobre ellos una peculiar cruzada (por considerarlos rebeldes a su autoridad). Pedro II de Aragón y Federico II se cuentan entre los damnificados. De este modo las cruzadas sirven también para reforzar la supremacía del pa­pado sobre los reinos y en contra del Imperio, al que la Santa Sede obliga al sometimiento jerárquico y político. Esta contienda entre dos poderes se basa en que el papa usa su poder de sanción espiritual, mientras que el emperador aprovecha la fuerza de las armas, aunque el Papa también posee fuerzas de choque, aunque parezca un contrasentido. Y en algunos casos los ejércitos imperiales consiguen, contra viento y marea, dominar a algún pontífice falto de carácter o rendido por la fuerza de las circunstancias: Napoleón, Carlos V y Felipe IV de Francia consiguieron imponer el poder temporal al espiritual de Roma, aunque sin detenerse a reflexionar sobre el respeto debido a la persona física del Santo Padre. Los partidarios de uno y de otro poder reciben el nombre de güelfos y de gibelinos, ya sean seguidores del papa o del emperador respectivamente y sus ideas originaron sangrientas guerras durante todo el Medie­vo, sobre todo en las ciudades-Estado de Italia del Centro y del Norte. Tras la creación de la orden templaría, el papado cuenta ya con un brazo armado de élite. Pero la orden no se resigna a actuar como un apéndice de la Iglesia católica e intentará conseguir por sí misma lo que había pretendido el papado desde un principio, la hegemonía política en el orbe cristiano. En todo caso, los templarios se encuentran entre dos poderes, pues deben servir al papa sin enfrentarse con el emperador, aunque la verdadera lucha de la orden es conseguir sus fines sin chocar con ninguno de los dos. En el confuso panorama político de Tierra Santa, las órdenes militares cumplen un papel diario de defensa y protección de la población civil, pero también participan cada vez más asiduamente en los enfrentamientos contra los sarracenos que organizan los ejércitos francos de los cruzados.

Los intereses políticos de las naciones soberanas que confluyeron en Tierra Santa, como si se tratara de un terreno de experimentación bélica, conducen a combates y escaramuzas continuos con los califas de Bagdad o con los sultanes de Egipto que, al igual que los cruzados, sostienen entre sí interminables luchas por el poder en la región, muchas veces también de origen religioso. En Tierra Santa las tropas cristianas adolecen de idénticas debilidades, lo que en muchas ocasiones origina la pérdida de una plaza o la derrota en una batalla. Las Órdenes del Temple y del Hospital se enfrentan continuamente, aunque luego combaten juntas contra el enemigo común. Los conflictos dinásticos de los reyes de Jerusalén, sumados a las rivalidades entre los nobles europeos, las órdenes y el patriarca de Jerusalén ayudan a un clima de inestabilidad en la zona. Tampoco los templarios suelen estar de acuerdo entre sí en ciertas importantes decisiones o respecto a la elección de algún gran maestre, como sucede en el caso de Gerardo de Ridefort. Sin embargo el papel de las órdenes en Tierra Santa tiene cada vez mayor relevancia, pues intervienen directamente en la política del reino. Los dos grandes maestres del Temple y del Hospital forman parte del Consejo del rey, aunque no siempre apoyan sus decisiones. En 1168 el gran maestre de la orden. Bertrán de Blanquefort (1156-1169) se niega a prestar dinero al monarca. Más tarde este dignatario será hecho prisionero cuando defiende una fortaleza del Hospital contra las tropas de Saladino, el auténtico enemigo común de los cruzados. Salah al-Din Yusuf (1138-1193), conocido en Occidente por Saladito,sultán ayubí de Egipto y de Siria, fue el fundador del mayor imperio musulmán en el Mediterráneo oriental que existió desde que se iniciaron las cruzadas, pues las expediciones cristianas parecen haber despertado también la necesidad de reconquista por parte de los árabes. Los grandes maestres del Temple conocieron su arrojo y la firmeza con la que condujo la política de expansión de su imperio. Su fama de hombre cultivado y erudito se equiparó a la que ya tenía en todos sus reinos como devoto musulmán e incluso su fama trascendió más allá de Tierra Santa y llegó a Europa, donde se le temía y admiraba a un tiempo. Pero su respuesta bélica a las cruzadas ocasionó grandes problemas a los cristianos de Tierra Santa. Organizó razzias e incursiones en donde murieron numerosos templarios. En 1179 atacó Beaufort y doblegó las defensas de la fortaleza. Saladino hizo mil prisioneros, entre templarios y los que los servían, que fueron pasados a cuchillo en su mayor parte. Sólo concedió gracia de la vida al gran maestre, Eudes de Saint-Amand, que murió en prisión.



La orden del Temple nació dentro del ambiente de fervor religioso y bélico ligado a las cruzadas cristianas en Tierra Santa. El primer grupo se formó en 1120, y nueve años después la fundación era confirmada por la Iglesia. Su expansión alcanzó a toda la Cristiandad, incluida España, donde los templarios recibieron las primeras donaciones en 1128. Pero ni ellos mismos podían imaginar que en 1134 recibirían la herencia nada menos que de los reinos de Aragón y Navarra, pues Alfonso el Batallador, un rey que destacó por su espíritu caballeresco y místico, decidió en su testamento entregar a la orden del Temple todos sus dominios. En la práctica, se trataba de una decisión inaplicable, de modo que los templarios debieron conformarse con la donación de numerosos castillos, con los que incrementaron de forma notable sus posesiones. De este modo, a finales del siglo XII la orden llegó a poseer 36 encomiendas en Aragón, Catalunya y Valencia, prácticamente el mismo número que acumuló en Castilla, donde su penetración fue más tardía. La riqueza de los templarios creció en pocas décadas de una forma exorbitante, no sólo gracias a las donaciones de señoríos, sino también por su actividades comerciales e incluso bancarias. Ello hizo que se multiplicaran del mismo modo sus enemigos. Fueron estos quienes a principios del siglo XIV indujeron al rey de Francia a impulsar un célebre proceso contra los templarios que terminó en la disolución de la orden por el papado en 1307. En España esta decisión se recibió con reservas, pero finalmente se aplicó. En la Corona de Aragón, los bienes de los templarios pasaron a las órdenes de San Juan y de Montesa, mientras que en Castilla fue la aristocracia la que sacó mejor tajada, junto con la orden de Calatrava y la misma realeza. Nada quedó, pues, de aquella orden entregada a la lucha contra el infiel que, a la vez, había encontrado la manera de acrecentar su poder temporal de un modo escandaloso. Su recuerdo pronto se convirtió en mito.

Durante las Cruzadas desempeñaron un papel vital y en España también fueron decisivos durante la Reconquista. Respaldados por San Bernardo de Claraval, los Templarios defendieron el “espíritu de la espada“, constituyéndose en una elite espiritual “purificadora de una sociedad oscura y en crisis, un tiempo muy parecido al nuestro, sin hacer anacronismos…, un tiempo de conciencia milenarista“. Fueron, asimismo, los creadores del aval bancario, aparentemente sin usura, y tuvieron políticamente un ideal sinárquico. No se sabe exactamente cuándo penetraron los Templarios en los reinos de Castilla y León, aunque se suele citar el año 1130 entre algunos historiadores. Documentalmente consta la presencia de los Templarios en Portugal, en marzo de 1128. De lo que no hay duda es que Alfonso VII, tras su coronación imperial en 1135, favoreció notablemente su asentamiento. Alfonso Raimúndez, rey de Galicia (1111-1157) y de Castilla y León. Tomó el título de Emperador en 1135 y obtuvo el vasallaje o simple pleitesía de los demás reinos cristianos peninsulares y de algunos señoríos del sur de Francia. Nació en Caldas de Reis (Pontevedra) el 1 de marzo de 1105 y murió en Viso del Marqués (Ciudad Real) el 21 de agosto de 1157, por tanto a la edad de 52 años. Era hijo de la reina Urraca de Castilla -hija, a su vez, de Alfonso VI- y de su primer marido el conde Raimundo de Borgoña. Actualmente, la presencia templaria más antigua y conocida está documentada en la actual provincia de Soria, con la cesión de Villaseca de Arciel a la Orden del Temple, donación otorgada por Alfonso VII, en San Esteban de Gormaz, ante el rey García de Navarra y el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV, en 1146. Incluso parece ser que antes de 1134 los Templarios tomaron posesión, por Alfonso el Batallador, de una casa en Ágreda, según los datos aportados por Gonzalo Martínez Díez en su libro Los templarios en la Corona de Castilla. En cuanto al número de enclaves templarios de Castilla y León hay que decir que las consejas, leyendas y tradiciones populares cuadruplican fácilmente el número de lugares documentados históricamente, como sucede en Soria, por ejemplo, donde la tradición habla de una docena de enclaves templarios.



En el territorio actual de la Comunidad Castellano-Leonesa el mayor número de edificaciones templarias se encuentran en Valladolid, con veintidós enclaves, seguida de León, con diez. En cuanto a conventos, en Castilla y León había cinco. El de Soria era San Juan de Otero, actual ermita de San Bartolomé, en el Cañón del Río Lobos de Ucero. Hay censados 65 enclaves Templarios con 34 iglesias en la región castellano-leonesa, la mitad de las cuales estaban bajo la advocación de la Virgen, lo que evidencia una vez más la influencia mariana de San Bernardo de Claraval, protector de la Orden del Temple y, al mismo tiempo, revela el papel importante que tuvo María en el Temple. En lo que respecta a su aspecto esotérico, no era sino una imagen ortodoxa que escondía el culto a la Gran Diosa Madre del Círculo Templario iniciático, y María también simbolizaba la arcana “Materia Prima” de la Alquimia hermética. En una Bula del papa Alejandro III (1159-1181) se citan cinco conventos templarios en el reino de Castilla: Montalbán, San Juan (Valladolid), San Benito (Torija), San Salvador (Toro) y San Juan de Otero (diócesis de Osma). En toda Europa, únicamente fue en España donde los Templarios utilizaron sus armas para defenderse “ante los requerimientos de las monarquías a entregar sus posesiones y ponerse bajo la custodia de los funcionarios reales“, ya que el pueblo les ayudaba. Los dos focos principales de esta resistencia fueron Aragón y Castilla. El Papa se vio forzado a enviar una bula específica, ”Ad omniun fere notitiam“, al rey de Castilla, Fernando IV el Emplazado, para que los Templarios entregasen las fortalezas de Alcañices, Faro, Ponferrada y San Pedro de Latarce. La resistencia de los templarios ante la realeza hizo que el pueblo llano idealizase al Temple y vieran en los Templarios muertos a una especie de mártires defensores de la justicia. En el castillo zamorano de Alba de Aliste, por ejemplo, el Temple resistió desde 1308 a 1310, año en el que la Orden fue absuelta en el Concilio de Alcalá de Henares y el de Salamanca, a expensas de lo que pasara en el Concilio de Vienne, que disolvió el Temple basándose en calumnias y falsos testimonios de herejía y de sexualidad desviada, triunfando así el vil complot organizado en Francia por Felipe el Hermoso y secundado por el Papa Clemente V.

El Concilio Provincial de Salamanca declaró libres a todos los templarios de la región administrativa de Castilla-Portugal y decretó que podían ingresar en otras órdenes sin problema alguno, aunque los bienes pasaron a la corona tras el Concilio de Vienne. Y la realeza, por otro lado, repartió bastantes posesiones templarias entre diversas órdenes militares, como la de Calatrava, fundada en la localidad soriana de Almazán (1158) o la de Santiago, cuyo reconocimiento eclesiástico oficial tuvo lugar en Soria, en 1172. Así, por ejemplo, durante el mandato del Gran Maestre de Calatrava, frey Garcí López de Padilla, de la casa soriana Padilla de Calatañazor, los bienes templarios en Soria pasaron a formar parte de la Orden de Calatrava, en 1320. El mandato papal, de 1317, referente a que las posesiones templarias en la corona de Castilla pasaran a los Hospitalarios de San Juan no fueron respetadas por los reyes castellanos que, incluso antes de la disolución del Temple, se apropiaron de los bienes templarios para donarlos a quienes querían, tales como obispos o nobles, de tal forma que los Hospitalarios estuvieron pleiteando hasta 1479. En Soria, los Hospitalarios poseyeron, entre otras propiedades, el monasterio de San Juan de Duero, otro monasterio en Almazán y el castillo de Castillejo de Robledo. El 25 de mayo de 1310 el obispo de Osma recibió una carta de los seis prelados comisionados por el Papa, recabando su colaboración para conocer el inventario de bienes templarios de la Orden del Temple en la diócesis, inventario que por desgracia ha desaparecido aunque esperemos que algún día aparezca en algún archivo. Tal vez en la misma catedral puede que exista una copia del mismo. En la respuesta del obispo de Sigüenza se decía que no existían posesiones templarias en las villas y aldeas sorianas de Medinaceli, Almazán, Berlanga de Duero y Caracena ni en el resto de la diócesis de Sigüenza.



Pero esta respuesta no resulta creíble, puesto que la connivencia existente entre los obispos y el poder real era, para ciertos asuntos, mayor que la existente con el Papa. Tal sospecha parece ratificarla el siguiente texto del historiador Gerónimo Zurita: “Más los Lugares y Castillos que la Orden del Temple tenía en los Reinos de Castilla fueron ocupados parte por Cavalleros de las Ordenes de Uclés y Calatrava, y de otros se apoderaron algunos Ricos-hombres, y ciudades que estaban en las fronteras de los Moros, y los de la Orden del Hospital no pudieron apoderarse de ellos (…) Y en su tiempo, habiendo sido anulada la Religión Militar de los Templarios, los bienes, casas y rentas que poseían en este Obispado de Sigüenza fueron adjudicados algunos a la Corona Real, y otros a otras Ordenes, sin duda con intervención y consejo del Obispo“. Debido a la reiterada solicitud de los papas ante los reyes castellanos para que diesen las posesiones templarias a los Hospitalarios, Pedro el Cruel determinó enviar una embajada suya ante el recién elegido Inocencio VI, formada única y exclusivamente por dos sorianos: Juan Hurtado de Mendoza (señor de Almazán) y Gómez Fernández de Soria. La entrevista tuvo lugar en Avignon en diciembre de 1353, puesto que el día 23 el papa remitió una carta a Pedro I de Castilla señalándole que los embajadores castellanos le darían cuenta de las conversaciones habidas respecto a los bienes del Temple en el reino de Castilla y que reclamaban los sanjuanistas. Pedro el Cruel desatendería una vez más tales reclamaciones, como harían igualmente sus sucesores.

¿Existió realmente un esoterismo templario? Parece que existió un círculo templario plenamente iniciático, reducido pero real y con un profundo conocimiento hermético y alquimista. El Temple, visto así, aparece como un instrumento eficaz para aplicar en los reinos cristianos europeos y medievales una cosmovisión iniciática que pudo plasmarse en el último estilo románico y en el gótico de las catedrales, pero también en la literatura caballeresca del ciclo arturiano-griálico. La cúpula iniciática rectora del Temple posiblemente conocía la Kábala judía, la alquimia hermética, los evangelios gnósticos, el neoplatonismo, el sufismo islámico, la magia de las runas nórdicas y hasta el Tantra védico. Es decir, conocieron lo más secreto del esoterismo. El círculo de iniciados del Temple protegió a las cofradías de constructores para que pudieran expresar el simbolismo esotérico en templos edificados en puntos energético-telúricos, combinándose así ambos componentes para propiciar una elevación del alma y del espíritu, un estado alterado de conciencia y un mejor aprovechamiento de la psique. Esta iniciación afectó inconscientemente a la mayoría de las personas que observaron las figuras labradas en los capiteles y en aquellos que penetraban en los templos; pero sobre todo benefició a los alquimistas y buscadores esotéricos. Y todavía sigue viva esa magia. De ahí el éxito actual del Camino de Santiago, sembrado del mejor románico y gótico, tras el que hay que hay que ver a la Orden del Temple. La Virgen María cumple una función arquetípica y también la de la Gran Diosa Madre. Los templarios iniciados lo sabían, por lo que promovieron las leyendas del Grial y del rey Arturo y protegieron a los minnesinger germanos y a los trovadores occitanos. En Soria, por ejemplo, este tipo de iniciación está propiciada por el simbolismo y telurismo de los enclaves templarios de la ermita de San Bartolomé, el Cañón del Río Lobos, o en la parroquial de Castillejo de Robledo. Asimismo se intuye un simbolismo griálico en la leyenda soriano-burgalesa de Los Siete Infantes de Lara.



En general, todas las catedrales de Castilla y León, así como un gran número de templos, poseen rosetones tan magníficos como los de las catedrales de Burgos, León y El Burgo de Osma (Soria). Representan una meta espiritual que podemos encuadrar en la denominada Filosofía Perenne y es difícil de captar hoy en día. A lo largo de la Edad Media, las imágenes de las Vírgenes de rasgos europeos pero de piel negra, fueron abundantes. Tanto es así, que algunas de ellas han llegado hasta nuestros días. Buenos ejemplos lo constituyen las Vírgenes francesas de Marsat y Rocamadour, las alemanas de Altötting y Colonia, las británicas de Glastonbury y Walsingham, las italianas de Loreto y Nápoles, las españolas de Montserrat y Solsona (Catalunya), la de Atocha (Madrid) o Guadalupe (Extremadura), por mencionar tan solo unas cuantas. La realidad es que en cada lugar donde hubo un santuario a la Madre Tierra se instaló una Virgen Negra. Los autores de esta substitución fueron miembros de órdenes esotéricas, integrados en importantes órdenes religiosas, como las de San Antón, San Benito o el Temple. Oriente Medio siempre fue un punto de confluencia donde se dieron cita tanto las grandes como las pequeñas religiones mistéricas de la antigüedad. En tiempos de las Cruzadas, Tierra Santa conservaba aún restos de cultos iniciáticos a Dionisos, Mithra e Isis, que se entremezclaban con las prácticas de algunos grupos de cristianos orientales. Entre los cultos de Oriente Medio sobresale el de la Diosa Madre, que aparece en todas las grandes religiones de la antigüedad, aunque su origen es anterior a ellas. Encontramos así, bajo diversas formas, unaGran Madre o Diosa Tierra, cuyos más antiguos antecedentes son las “Venus paleolíticas” de la prehistoria. Estas diosas (Isis, Astarté, Cibeles o Artemisa), fueron representadas generalmente de color negro porque eran el símbolo de la Tierra primigenia que, una vez fecundada por el Sol, se convertía en fuente de toda vida. Pero también porque muchas de esas imágenes substituían a una Piedra Negra de origen meteorítico (como la Kaaba, en la Meca ), que había sido venerada en esos santuarios desde tiempo inmemorial.

Pero los peores momentos para la orden en el terreno bélico estaban por venir. Durante el maestrazgo de Arnaldo de Torroja(1180-1184), tras las derrotas infringidas por Saladino a los ejércitos cruzados, éstos no tienen otra salida que avenirse a pactos desiguales con el sultán. La sensación de precariedad en Tierra Santa empieza a extenderse entre los cristianos y el desaliento cunde entre los templarios, pero también se despierta la intriga y el interés personal dentro del Temple, azuzados por las desavenencias entre los príncipes jerosolimitanos y la corte real. En 1185 es elegido gran maestre del Temple Gerardo de Ridefort(1185-1189), que participa directamente en todo tipo de confabulaciones y se granjea la fama de hombre intrigante merced a su descarado favoritismo hacia Guido de Lusiñán, quien se había casado con la princesa Sibila, hermana de Balduino IV. Después de una incursión en tierras musulmanas por parte de Rinaldo de Châtillon, Saladino se prepara para un gran ataque que sólo puede detener la diplomacia. Pero la prepotencia de Ridefort y su actuación apresurada provoca la cólera de Saladino, que destruye completamente el ejército cristiano en la Fuente del Berro (1187), combate del que sólo Ridefort sale con vida. A esta derrota sigue la de los Cuernos de Hattin, lugar en que Saladino hace 15.000 prisioneros cristianos que entrega al suplicio o toma como esclavos. Dispone allí mismo la muerte de Châtillon y de más de doscientos templarios y hospitalarios que combatían codo con codo, pues el sultán de Egipto y de Siria detestaba especialmente a estos cuerpos de élite a los que considera «una mala ralea» y cuya dedicación a la causa cristiana no admira en absoluto, siendo como es un hombre de probada integridad moral. No obstante y haciendo gala de gran generosidad, perdona la vida al rey y a sus dignatarios. Y, dato curioso, también a Ridefort, el gran maestre del Temple, contra todo precedente y pese al odio que siente por las órdenes. La sospecha de traición marcará desde entonces el honor de Ridefort, pues se insinúa que obtuvo la gracia de la vida a cambio de la abjuración. Ridefort muere durante el sitio de Acre en 1191 y le sucede Roberto de Sable (1191-1193) en la jefatura del Temple.



Tras semejante desastre de los ejércitos cristianos, Saladino encuentra empresa fácil asediar Jerusalén, la tres veces santa, y tomar la ciudad (1187), con lo que se arruina toda la obra cruzada y los Santos Lugares pasan a manos musulmanas, para quienes también son sagrados, hasta el corto interregno en que Federico II consigue su devolución sin alzar la espada (1229-1244). Jerusalén, como centro visible de la cristiandad, es la meta de los peregrinos, cuyo periplo deja de tener sentido, además de convertirse en una empresa sumamente peligrosa. Jerusalén pertenecerá a lo largo de la historia a alguna de las tres religiones y su importancia radica en su simbolismo, meta de los tres credos, a la que muchos llegan exangües, consumiendo sus últimas fuerzas, tras recorrer penosamente miles de kilómetros, para besar el suelo del Santo Sepulcro y luego morir. Morir en la Jerusalén terrenal para ascender a la Jerusalén celestial. «Pero esta Jerusalén», dirá San Bernardo en una carta al obispo de Lincoln en 1129, «aliada a la Jerusalén celeste (…) es Claraval». Tras el triunfo musulmán sigue la conquista generalizada de la mayoría de las posesiones cruzadas en Palestina por parte de las tropas de Saladino. Estos dramáticos hechos provocarán la convocatoria de la III Cruzada por las fuerzas conjuntas de Felipe Augusto, rey de Francia, y de su vasallo feudal Ricardo Corazón de León, que consiguen recuperar Acre, donde muere Ridefort. Pero la hegemonía de los cristianos en Tierra Santa ya ha sufrido una importante mengua y una derrota histórica con la pérdida de la ciudad. Origen de grandes padecimientos y derramamientos de sangre, la metrópoli se yergue impasible en medio del desolado desierto y sus espléndidas murallas encierran los tesoros más anhelados por la cristiandad: «Soy negra, pero soy hermosa», dirá Salomón en El Cantar de los Cantares.

Hasta aquí se producen los momentos más apasionantes en la trayectoria de la Orden del Temple y también los más brillantes. Como si los acontecimientos respondieran a una señal del destino, la caída de la Ciudad Santa marcó el declive en el que entrarían tanto las cruzadas como la vida de las órdenes militares. El interés en provecho propio, la acumulación de riquezas y las disensiones intestinas y con la orden del Hospital marcan al Temple, que empieza a perder simpatías entre el pueblo llano y a convertirse en una institución peligrosa para muchos soberanos, aborrecida unas veces y temida otras. Así, Saladino no se contiene a la hora de censurar a los templarios y de tacharlos, según las crónicas, de sodomitas y renegados de su propia fe. Bien es cierto que se trata de un musulmán el que así opina contra sus enemigos naturales, considerados infieles por los mahometanos. Pero tampoco Federico II, al que se le suponen lazos y vínculos más estrechos con la orden, retiene su lengua a la hora de expresarse sobre el Temple, al que considera infestado de «traidores y perjuros», pues ha sabido que los caballeros en Tierra Santa, de una carta del emperador a Ricardo de Cornualles, en1244, «reciben a los sultanes y a sus gentes con gran ceremonia e invocando al Profeta». En 1307, las opiniones no pueden ser más desfavorables cuando proceden del rey de Francia, de Nogaret o de alguno de sus adláteres. Ahora ya el Temple es el mismo demonio y ellos, los funcionarios reales y la jerarquía eclesiástica francesa, son los encargados de poner las cosas en su sitio y de castigar «los crímenes de aquellos lobos con apariencia de corderos», en palabras de Felipe IV. El papa Inocencio III (1198-1216) es una figura controvertida de esta época y su actuación en el contexto de una Edad Media, azotada por la terrible peste, las guerras, las expediciones cruzadas y la lucha contra la herejía, es denostada por unos y elogiada por otros. Este Papa defensor de los templarios fue preceptor del emperador Federico II durante la minoría de edad de éste en Sicilia y se cree que estuvo, como el propio emperador, en contacto estrecho con el Temple, que influyó decisivamente en sus posteriores actuaciones.



Pero, también como en el caso de Federico II, el Papa se fue apartando progresivamente de la amistad con los templarios hasta convertirse en su enemigo y detractor, pues se queja continuamente de ellos, ya que no contribuyen con sus bienes monetarios todo lo necesario al mantenimiento de la Iglesia y las cruzadas. En definitiva, la orden, quizá demasiado implicada secretamente con los cátaros o perfectos de Albi, se muestra reacia a colaborar con las expectativas papales. Su actitud para con los albigenses o cataros de la ciudad occitana de Albi fue en extremo dura después del asesinato del legado pontificio Pedro de Castelnau y su política muy dolorosa para la cristiandad. Pertrechado en sus profundas convicciones católicas no toleró la herejía y sancionó las matanzas de los condados de Provenza y de Tolosa, que culminaron con la muerte en la hoguera de doscientos cataros (Montségur, 1244) y con grandes brotes de violencia. Inocencio se vio obligado a tomar bajo su protección al conde soberano Raimundo de Tolosa, quien había fomentado la herejía en sus territorios, como, por otra parte, había hecho toda la nobleza occitana y provenzal.Respecto a la IV Cruzada, el Papa tuvo que asistir impasible al saqueo de Constantinopla, que, como en el caso de los albigenses, trató de impedir en última instancia. Pero Inocencio III no logró, en ninguno de ambos casos, aplacar el fuego devastador que había encendido su política de intransigencia. Luis IX, rey de Francia (1214-1270), fue un monarca ejemplar y condujo una existencia devota como pocos caballeros de su época, dando incluso ejemplo cristiano en los momentos más adversos, como cuando cayó prisionero en Egipto durante la VII Cruzada o cuando la peste terminó con su vida a las puertas de Túnez (VIII Cruzada). Tanto es así que muchos caballeros musulmanes se convirtieron al cristianismo edificados por la fortaleza de su espíritu y la rectitud de su proceder. temeroso de Dios. Pero inclinado excesivamente a la penitencia y a los rigores de las prácticas ascéticas tradicionales, se distancia considerablemente de Federico II Staufen, a quien los historiadores consideran un estadista plenamente moderno y un adelantado a su época en su criterio e ideas, vanguardista y tolerante. Frente a la brillante figura del erudito emperador, la imagen del rey de Francia palidece por su sometimiento a los dictados pontificios. Aunque renuente, el rey santo envió, a requerimiento papal, los ejércitos cruzados, encabezados por su hermano, Carlos de Anjou, que exterminarían a los últimos Hohenstaufen.

El rey Luis IX fue canonizado por Bonifacio VIII en 1297 y en la ceremonia papal ondeó la oriflama de san Luis, el estandarte real de Francia, que trae campo de azur con flor de lis de oro. ¿Quién fue este aliado del Temple que, pese a su educación vinculada a la orden, la perseguirá y se volverá en su contra? Se trata de un hombre inteligente e impetuoso, jefe de la secular Casa de los Staufen o Hohenstaufen (los Grandes Staufen), educado por el papa Inocencio III, también en un tiempo proclive a las enseñanzas templarías. Era hijo del emperador germánico Enrique VI, que fuera azote de la humanidad y de su propia familia, así como nieto de Federico I Barbarroja. Federico II es un hombre de enigmática personalidad, decidido y apuesto, de rasgos proporcionados y amplia frente, como nos muestra el busto del Museo Nacional de Berlín. Ha luchado por abrirse camino hacia el imperio y para que el Sacro Imperio Romano Germánico no cediese ante las exigencias del poder temporal de la Iglesia católica, que pretende para sí, y no para los sacros emperadores alemanes, la hegemonía y el poder de decisión, tanto en lo religioso como en lo político. Federico II se educó junto a hombres enviados a Palermo por Inocencio III, correligionarios de éste. Uno de ellos, el cardenal Savelli de Perugia, será luego el papa Honorio III, que ha aprendido ideologías proclives a las teorías templarías que más tarde serán condenadas en toda Europa. Aun así, la enemistad entre Federico y el papado, ya muerto Inocencio III, no deja lugar a dudas. El emperador se considera el heredero de los Césares; el Papa pretende la autoridad absoluta. Renace y se recrudece el nunca extinto conflicto entre güelfos y gibelinos: los primeros, partidarios del Papa; los segundos, del emperador. Federico II es hijo de Constanza de las Dos Sicilias. Esta princesa normando-siciliana sufrió toda su vida la animadversión del emperador Enrique VI, su esposo, quien por intereses políticos encaminados al sometimiento del sur de Italia, diezmó en el suplicio a toda la familia normando-siciliana de Constanza. Pero este matrimonio había sido también el vínculo entre los Hauteville y la Casa de Suabia. A la muerte de la emperatriz, que muere un año después del fallecimiento del emperador, a decir de muchos, envenenado por iniciativa de la propia Constanza, la tutela y guarda del joven Federico Roger Staufen, de cuatro años de edad, pasa al papa Inocencio III, ya que Constanza de Sicilia no quería ver a su hijo en manos alemanas.



Desde su nacimiento en Iesi, Ancona, a la temprana edad de cuatro años, Federico Roger aprende a amar un país lejano al feudo en que gobernaron sus ancestros. Italia será para él la auténtica patria. Pero no olvidará nunca la misión imperial: reunir bajo un solo cetro el gobierno de Europa. Se trata, pues, de una meta absolutamente coincidente con los ideales europeístas y universalistas de los templarios, que han llegado al joven emperador a través de Inocencio III, protector en un principio de la orden. Incluso se sospecha que ambos hombres habrían sido templarios en uno de los primeros grados de pertenencia a ésta, de la que luego se separaron porque los estatutos no permitían que nobles pertenecieran al Temple, a no ser que abandonasen definitivamente el mundo y se consagrasen a un solo fin: el servicio a la causa templaría. ¿Ingresó el emperador Federico en la orden? ¿Es cierto que el impedimento a acceder a determinados conocimientos sólo accesibles a los iniciados generarán en el emperador una cierta animadversión a todo lo relacionado con la orden, tal como sucedió más tarde con Felipe IV el Hermoso? J. G. Atienza adelanta algunas hipótesis, entre las que destaca el pacto firmado por Federico con el sultán de Egipto, Malek al-Qamil, por el que la cristiandad recuperaba la ciudad santa y los templarios perdían en Jerusalén los lugares del Templo de Salomón en donde instalaron su casa matriz, lo que conllevaría la enemistad hacia el emperador, que tiene que recurrir, desde entonces, a la orden del Hospital. Sin embargo el mismo autor postula también la existencia de una confabulación secreta (pactio secret, de 1228) por la que templarios, teutónicos, hospitalarios, ashashins y otras órdenes sincréticas eligen a Federico II «rey del mundo» con la finalidad de crear un imperio universal bajo su cetro, que responda a los ideales templarios. Nada hay de seguro en ello, pero lo cierto es que al año siguiente Federico es coronado rey de Jerusalén, título que todavía llevará Conradino en 1268. Pese a todo y a la hostilidad del emperador para con sus antiguos protectores, a su muerte, en 1250, sorprendentemente les lega en su testamento incontables bienes y les devuelve mucho de lo que en otros tiempos les confiscara.

La cuestión es que Federico lucha, durante toda su vida, por abanderar la causa imperial y desde una posición templaría. Esto le costará la excomunión por dos veces consecutivas: en 1227, cuando Gregorio IX no puede sufrir sus ataques a la liga lombarda y en 1239, por el mismo motivo, pues Federico derrota de nuevo a la liga en Cortenuova. En esta ocasión, Gregorio IX llega incluso a solicitar la creación de un ejército de cruzados contra el emperador. Pero ya Federico se había apresurado a organizar él mismo una auténtica cruzada a Tierra Santa (VI Cruzada, 1228), adonde llega y, tras sorprendentes negociaciones con el sultán de Egipto, resueltas quizá gracias a la intermediación templaría, consigue, sin derramar una gota de sangre, recuperar Jerusalén para la cristiandad, la ciudad tres veces santa, de la que Federico es proclamado rey gracias a su matrimonio con Isabel, hija de Juan de Brienne. Su oposición al papado es un asunto de toda una vida y Gregorio IX es su principal oponente, quizá también un importante rival ideológico. Federico es un hombre lúcido y culto, habla a la perfección el latín, el griego y el árabe, no así el alemán y el francés, lenguas en las que se expresa con dificultad. Ha asimilado las tradiciones orientales y las incluye en su propio acervo cultural, llegando a «hacer vida en la que no rechaza los modos y las usanzas musulmanas», para escándalo de sus enemigos, para los que la recta vía empieza y acaba en las enseñanzas de la Iglesia romana. Por todo ello fue llamado el «Anticristo», pues Federico cuestionó el poder papal de «atar y desatar» y de inmiscuirse en lo temporal, ya que creía que la cátedra de Pedro no tenía más misión que la de servir de guía a las conciencias y no a las naciones ni a sus patrimonios. El emperador poseía una propia visión del mundo, apartada de las enseñanzas y los dictados eclesiásticos, y creía en supuestos espirituales que entraban en contradicción con los postulados católicos. Y todo ello coincide quizá excesivamente con la ideología templaría.



Cuando en 1241 Gregorio IX predica su cruzada contra el emperador y convoca un concilio para darle un escarmiento, Federico II hace cercar las naves que conducen a los purpurados a Roma y los aísla en plena mar. Los cardenales no pueden reunirse para dictar su anatema contra el príncipe alemán. Celestino IV, Inocencio IV y Clemente IV son los siguientes papas que se oponen a su poder. Pero Federico II Staufen no deja nunca de seguir su particular ideario: un imperio universalista, una organización racional y moderna de los sistemas de gobierno en sus Estados (constituciones de Melfi de 1231), una mayor apertura hacia las culturas extranjeras y orientales, ecumenismo de sus pautas sociológicas y políticas y separación de poderes en lo religioso y en lo temporal. No obstante, esta fidelidad a una ideología de renovación llega, como la propia idea templaría, antes de lo previsto en el programa de evolución ideológico de la humanidad. Y es la causa de la ruina de su Casa Imperial y de su estirpe. El 13 de diciembre de 1250, el sacro emperador romano-germánico Federico II Hohenstaufen, espejo de caballeros alemanes y cristianos, que en su persona y conducta había aunado el ideal gótico del paladín medieval a la amplitud de miras del gentilhombre renacentista italiano y a la erudición del noble árabe de Córdoba o de Damasco, muere en su castillo de Florentino, en Apulia, a caballo entre dos mundos, como había vivido. Y su guardia de corps, compuesta de soldados sarracenos, acompaña sus restos mortales a Palermo, en cuya catedral descansarán. Muy cerca, la fortaleza de Castel del Monte, que el emperador mandara construir en 1233 a Philippe Chivard, muestra todavía su arquitectura octogonal propia de un templo solar y su curiosa distribución donde, a decir de muchos, se reunían los enviados de aquellas órdenes esotéricas y proscritas que, al pairo de los dictámenes romanos, pretendían erigir al gran Staufen en imperator mundi.

En 1265, el papa Clemente IV, que no ha conseguido que el rey Manfredo de las Dos Sicilias, hijo natural del emperador Federico II Staufen, lo reconozca como señor feudal, llama en su ayuda al rey de Francia, Luis IX el Santo. Manfredo Staufen ocupa Toscana y pretende sitiar Roma. Pero Carlos de Anjou, conde de Provenza y hermano del rey de Francia, conduce su ejército victorioso decruzados contra Nápoles y presenta batalla a Manfredo, quien muere en la refriega (Benevento, 1266). Por orden expresa del papa, Carlos de Anjou se esfuerza por «extirpar la semilla del hereje». Este «hereje» no es otro que «Federico el Babilonio», a decir del pontífice: el emperador Federico II Staufen. Tras la fulminante conquista del reino de las Dos Sicilias, la reina Elena, princesa griega de Spira y esposa de Manfredo, y sus tres hijos son perseguidos hasta Apulia, apresados y conducidos a una fortaleza de la que no volverán a salir; Enzio, rey de Italia, hijo del emperador Federico, es detenido en Bolonia y aislado en su castillo para el resto de sus días. La princesa Beatriz es arrojada a una prisión durante veintidós años.Tras la derrota de Tagliacozzo, el duque Conrado de Suabia, hijo del rey Conrado IV de Alemania y, por tanto, nieto del emperador Federico, sube al cadalso. A sus espaldas el Mercato Vecchio y las loggie, y más allá el mar que baña un territorio eternamente disputado a lo largo de la historia por franco-normandos, alemanes, catalano-aragoneses y más tarde franceses y españoles: el reino de las Dos Sicilias. formado por la isla de Sicilia y el reino de Nápoles. Sobre la tribuna real ondean las banderas con la flor de lis y los estandartes papales. Carlos de Anjou certifica con su presencia la legitimidad del acto y con su triunfo militar la hegemonía angevina en el reino meridional. El duque de Suabia, Conradino, como lo llaman los italianos, de apenas dieciséis años, es decapitado junto al margrave Federico de Badén y mil caballeros alemanes. La sangre de los Staufen no volverá a resurgir en el escenario de la política europea y los descendientes de Federico II serán aniquilados uno por uno, a tenor de los dictados del romano pontífice y los intereses políticos de Luis IX, rey de Francia, a quien la Iglesia católica paga sus servicios post mortem habilitando su escandalosa canonización en 1296. Las Dos Sicilias pasan a poder de los reyes de Francia y la titularidad del Sacro Imperio Romano Germánico a la Casa de Habsburgo durante los seis siglos siguientes.



Estos dos personajes paradigmáticos, el devoto rey de Francia y Federico II, el emperador más ilustrado y humanista de la Edad Media, son precisamente representativos de la nobleza medieval. Luis IX, porque su vida fue un modelo de virtudes cristianas, plena de actos de caridad y devoción, aunque luego actúa con crueldad con los familiares de Federico. Éste, porque sus miras políticas, culturales y sociales trascendieron con mucho el marco histórico en el que vivió. Quizá se atisba en Federico la educación templaría y su ánimo de trascendencia alejado de unos postulados eminentemente piadosos, pero restrictivos de la libertad de conciencia y actuación, propios del hombre medieval. El ideal templario, sin embargo, y su visión cósmica del mundo afloran en el emperador Staufen y lo hacen partícipe de la sabiduría de otras civilizaciones, de sus costumbres y modos, algo que sólo los monarcas castellanos y catalano-aragoneses llegan a vislumbrar en una España incipiente y todavía dividida, pues sólo ellos son capaces de luchar contra el imperio musulmán y adecuarse, a la vez, a sus costumbres, abrirse a su pensamiento e incluso mezclar sus sangres con las dinastías damascenas, con los reyes moros de Valencia o Zaragoza. Esta tarea, propia de mentalidades posteriores a las medievales, es precisamente la intención templaría, más afín al universalismo y al ecumenismo religioso que la doctrina de la propia Iglesia católica, que ha creado la orden.

Sin embargo, aunque en la superficie de los hechos, los templarios luchan a muerte contra la hegemonía musulmana, en las profundidades de las líneas maestras de la actuación social y política de la orden, los grandes iniciados o, por lo menos, los hombres educados en sus presupuestos, vuelan con gran amplitud de criterio, como el emperador Federico, por encima de fronteras y credos y comparten, aunque sea secretamente, un único ideal espiritual y propugnan su triunfo en todo el universo civilizado, basado en la idea sinárquica de gobierno del mundo. Quizá se trata de un ideal paralelo al que persigue la Iglesia católica, que se ve obligada a actuar cuando sus jerarcas advierten que la Orden del Temple ha superado los presupuestos para los que fue creada y que, como un hijo díscolo y demasiado crecido, detenta un poder colosal, pues la orden resulta fiadora económicamente en numerosas ocasiones de los propios pontífices romanos. Y con las suspicacias llega el fin. En los próximos siglos, la Iglesia romana confiará su brazo ejecutor a la orden de los dominicos, quienes se encargarán de los procesos inquisitoriales contra toda desviación dogmática. Durante su proceso, los templarios, otrora dueños y señores de Tierra Santa y de gran parte de Europa, tendrán que sufrir los contundentes y crueles interrogatorios de estos monjes, que se han erigido en la mano derecha del Papa y a los que el vulgo da el apelativo de Domini canes:«los perros del Señor».



En el siglo XII surge en el Mediodía francés la herejía denominada «de los albigenses», por tener sus raíces en la ciudad occitana de Albi. Los albigenses predican la realización de un sistema de vida puro (en griego catharos, de donde proviene su otra denominación),alejado de toda relación con la carne, que entronca con antiguos principios maniqueístas sobre el bien y el mal. No creen en la divinidad de Jesucristo y practican una especie de cristianismo primitivo; visten de blanco y realizan ceremonias de iniciación en las que los fieles reciben el consolamentum. Los albigenses o cataros, también llamados «perfectos» o «puros»,popelicans en occitano (pelícanos), por corresponder esta ave con significados esotéricos profundos de sus creencias, son llamados muy pronto al orden por la Iglesia de Roma. Apoyados por el conde de Tolosa Raimundo VI, por el conde de Foix y el vizconde de Béziers, su expansión religiosa alcanza enseguida Provenza y Aragón-Catalunya y encuentra numerosos seguidores entre la alta nobleza de estos Estados. Pero los enfrentamientos con los enviados de la Santa Sede y los dominicos degeneran en el asesinato del legado pontificio Pedro de Castelnau (1208), lo que empuja a Inocencio III predicar la sangrienta cruzada contra los albigenses.Durante las persecuciones, los templarios abren a los cataros las puertas de sus castillos, con lo que muchos salvan la vida. Así, existe la duda de si la orden intentó proteger la herejía en secreto y si estaba vinculada a estos grupos en contra de la voluntad del Papa. Simón de Montfort se puso al frente de los cruzados y atacó Béziers (1209), donde se pasó a cuchillo a 20.000 personas. El catarismo se extinguió tras el asedio de diversas fortalezas en las que los albigenses se habían hecho fuertes y, sobre todo, de Montségur (1244), durante cuyo sitio los asediados esperaban «quizá la llegada de las tropas de Federico II como último recurso». Tras la rendición de los cataros, entre los que se contaban el señor feudal y sus familiares, subieron a la hoguera doscientas personas, mujeres y niños incluidos, que se sumaron a los condenados en 1211 en Lavaux (400 personas), en Montwimer (188 personas) y otros lugares.

La leyenda cuenta que Montségur era el Montsalvat legendario y que los cataros eran depositarios del santo Grial. Lo cierto es que se encaminaban a las piras cantando, en grupos, vestidos de blanco y sonrientes. Hay un cierto paralelismo con los mártires del cristianismo primitivo, cuando éstos se dirigían, ante los atónitos ojos de la multitud, al encuentro de los leones y las fieras de los circos romanos. Sólo que ahora los verdugos son los inquisidores que envían a los perfectos a las llamas. Mientras toda la cristiandad se bate en luchas internas y los cruzados llevan el católico estandarte a una Tierra Santa regada por la sangre de los infieles, sólo los cataros parecen seguir el ejemplo de los cristianos primitivos que se niegan a recurrir a la violencia de la espada: a la hora de la muerte los perfectos de Albi y Montségur se enca­minan a la pira con las manos desnudas.Pese a todo, los templarios recorrerán también tarde o temprano este camino de martirio y de ignominia y ascenderán a las hogueras que habrá encendido la voluntad del papa. Tras el maestrazgo de Tomás de Bérard, es elegido gran maestre de la Orden Guillermo de Beaujeu (1273-1291), que encontrará la muerte en el sitio de Acre, sede de la casa presbiterial desde la pérdida definitiva de Jerusalén. En 1291, el sultán de Egipto ataca en primer lugar Trípoli, arrasa la ciudad y da muerte a sus moradores. A continuación asedia Acre y, tras una esforzada defensa de la guarnición y de los caballeros de las órdenes, la ciudadela se rinde. El gran maestre muere en la refriega y parte de la población consigue huir precipitadamente a Chipre. Pero ya todo está perdido para la causa cristiana en Tierra Santa. A los pocos días caen Tiro, Sidón y Beirut. Beaufort está en poder de los musulmanes desde 1268 y los templarios supervivientes se embarcan hacia Château-Pélerin, pero el castillo es evacuado a los pocos meses. Los caballeros renuncian a defender su fortaleza más preciada y se retiran a Chipre.



En este pequeño reino que es casi completamente feudo del Temple, morirá al poco tiempo Teobaldo Gaudin (1291-1293), el recién elegido gran maestre de la orden. Los hermanos designan entonces a Jacobo de Molay (1293-1314) como sucesor, quien será el último gran maestre conocido y que morirá en la hoguera en París (1314). En Chipre, Molay pasa algunos años, hasta que surge la cuestión de la fusión de las órdenes templaría y hospitalaria, que pa­rece convenir más a la Santa Sede, quizá para evitar las continuas discordias a las que se entregan los caballeros de una y otra. Bien es verdad que la unión de las órdenes en una sola equivale a crear una institución quizá demasiado poderosa, lo que en ningún momento conviene a ciertos príncipes, incluido el rey de Francia. Pero Clemente V desea consultar a los grandes maestres su opinión al respecto y en 1306 convoca en París, ya que el papado tiene ahora su sede en Aviñón, a ambos dignatarios: Jacobo de Molay, por el Temple, y Fulco de Villaret, por el Hospital, que emprenden viaje a Francia. Jacobo de Molay no sospecha que jamás regresará a Chipre y que, en esos momentos, la orden está viviendo sus últimos días. Clemente V es el primer pontífice que fija la sede apostólica en Aviñón, donde permanecerá de 1309 a 1377 por intereses no sólo religiosos sino descaradamente políticos, aunque en un principio fuera con carácter provisional. Clemente, con anterioridad obispo de Comminges y arzobispo de Burdeos, no supo resistirse a las pretensiones de Felipe IV de Francia, que ya había actuado duramente con sus predecesores. Temiendo la reacción del rey, a cuya política de mano dura se achacaba la desgracia y muerte de Bonifacio VIII, y después de verse sometido a grandes tensiones, accede a los deseos de Felipe el Hermoso, que dice tener pruebas seguras en contra de los templarios, y se aviene a abrir una investigación en 1307. En 1311 convoca el concilio de Vienne, que disolverá la Orden del Temple.

Felipe IV. rey de Francia, llamado el Hermoso (1285-1314), es un rey autoritario y ya ha dado bastantes pruebas a sus súbditos de su férreo temperamento, sobre todo durante el episodio de la Torre de Nesle, en el que se ven involucradas las esposas de sus hijos, príncipes que luego reinarán en Francia tras él, pero que, como a él, les perseguirá la maldición del último templario y morirán muy jóvenes y sin descendencia, por lo que la Corona pasará a la Casa de Valois (1328). Este monarca ya ha comprendido hace tiempo la actuación soterrada del Temple y sus particulares intereses, pues si bien el reino de Chipre no acaba de resultar empresa fácil para la todopoderosa orden, el de Francia puede convertirse en el feudo templario por excelencia, ya que su economía empieza a depender en parte del Temple, de sus subvenciones y préstamos y de sus créditos, ya que la orden había prestado grandes sumas al rey en 1297, 1298 y 1300. El real Tesoro de Francia, sin ir más lejos, se halla en la fortaleza del Temple de París, pues se considera a la orden depositaría de la riqueza de la nación. Todo ello, además de la posibilidad de que el Estado francés obtuviera gran parte de los bienes de la orden o el despecho del rey por no haber sido admitido en la misma, como presuponen algunos, al prohibir la regla a los príncipes soberanos ocupar un cargo preeminente, lleva a Felipe IV a iniciar una decisiva operación contra los templarios. Con este fin se presta atención a los rumores y se organiza una investigación en regla (1305) dirigida por Guillermo de Nogaret, guardasellos del rey, que ya actuó con contundencia durante la expedición a Anagni. Así, se fabrica una lista de atrocidades: idolatría, sodomía, herejía, magia. Se aprovecha que el gran maestre del Temple y el del Hospital visitan Francia (1306), acudiendo al llamamiento de Clemente V, y se tiende una trampa policial perfectamente preparada. El rey de Francia presiona al papa y le advierte de la corrupción en el seno de la orden; el papa ordena una investigación.



En París, 13 de octubre de 1307, la policía de Nogaret detiene a todos los templarios de Francia en una operación relámpago calculada con antelación. En París se arresta a los grandes dignatarios y al gran maestre, Jacobo de Molay, en total 138 hermanos, que pasan a disposición del brazo secular en algunos lugares y en otros quedan bajo la custodia de la Inquisición, que procede a los interrogatorios, acompañados en muchas ocasiones de la tortura. El pergamino que contiene las transcripciones de los interrogatorios mide veintidós metros con veinte centímetros. En toda Francia se detiene a 546 templarios, es decir, casi todos. Sólo unos pocos consiguen escapar (unos treinta), entre ellos el preceptor de Francia, Gerardo de Villers. Los hermanos son conducidos a la fortaleza del Temple o a otros conventos o casas de religiosos. La persecución se extenderá después a otros reinos, pero la orden encontrará defensores y apoyos inesperados: en Aragón-Catalunya, en Castilla y León, en Portugal, en Inglaterra, Flandes o Chipre, donde no son perseguidos hasta que los soberanos no reciben el ultimátum papal, las bulas de 1308 (Pastoralis praeeminentiae y Faciens misericordiam). La policía de Felipe IV reúne testimonios y «pruebas» escandalosas que proceden de todas partes, pero sobre todo de su propio reino. Los funcionarios reales poseen informes de la conducta secreta de los templarios, sobre los que se cierne «la sospecha más vehemente». Esta sospecha está, al parecer, fundamentada sobre hechos cuya sola mención horroriza al propio rey: la acusación incluye idolatría, herejía y sodomía principalmente y en 1308 los cargos constarán de 127 artículos en los que se resumen los nefandos crímenes. Se afirma que los templarios niegan a Cristo, abjuran en secreto de su nombre y celebran reuniones secretas en las que adoran ídolos, tales como una cabeza de dos rostros denominada Bafomet, ídolos en forma de gato negro y otros. También se dice que poseen una regla secreta en la que se exige al aspirante, al ser recibido en la orden, que reniegue de Cristo, que escupa sobre la cruz cristiana, que pisotee el sagrado símbolo e incluso que orine sobre él.

Entre las acusaciones se dice que durante las celebraciones de la misa prescinden de la consagración de la Sagrada Forma, lo que deja al sacramento sin validez. Los grandes maestres y otros dignatarios absuelven a los hermanos de sus pecados, sin recurrir a los oficios de los sacerdotes o los capellanes de la orden. Se afirma que practican entre ellos la homosexualidad ritual, que incluye la sodomía y los besos en partes íntimas de los maestres, pues lo exige así el ritual de admisión. Además se exige de los neófitos la disposición total en este sentido si son requeridos para ello por un superior. También se dice que existe amenaza de muerte contra todos aquellos que revelen cualquier secreto de la orden. A este respecto hay que saber que el templario no es sólo un fraile recoleto, sumido siempre en la oración y la penitencia de los sentidos y del cuerpo, cosa que ocurría con frecuencia, por lo que se llegó a prohibir el excesivo uso de las disciplinas y la mortificación y el ayuno, pues los soldados de Cristo no podían entrar luego en batalla con el valor y los arrestos adecuados. El templario era también, y en primer lugar, un guerrero y, como tal, fiero y luchador, que está en contacto continuo con las gentes del mundo y con todas las ocasiones que incitan a la llaneza de costumbres y a la relajación. Su hábito no le defiende como a un benedictino, porque su misión es galopar a caballo para liberar a los peregrinos expuestos a los abusos de los sarracenos; en definitiva, un lugar común en la caballería medieval, repleta de leyendas de doncellas y viudas en peligro que, pese a la sensibilidad de la que hace gala el amor cortés, no propicia un clima de alejamiento del mundo cuando se vive en el frente de batalla, se trajina con genios de armas, se cabalga de continuo, se desenvaina la espada y se asiste a continuas refriegas con el adversario. Después de esto, el templario, admirado u odiado, cabalga triunfante por entre los puestos del mercado de Jerusalén, por las calles de Tiro o de Acre, objeto de las miradas de las mujeres y los hombres, que o lo desean o lo envidian, o ambas cosas, como se verá en el proceso de 1307.



En este contexto no se puede exigir al templario «que no bese hembra, ni viuda ni doncella», romo dicta la regla de 1128, sin exponerse a que surjan ocasiones de relajación de costumbres, tanto con jóvenes sarracenos, cosa frecuente en la época y en el contexto de Tierra Santa, rela­ciones por otra parte nada censuradas socialmente, como entre los propios hermanos. «Será mejor que los hermanos tengan desahogo entre sí que con mujeres», parece ser la norma, pues ya era sabido que los soldados «no deben estar en compañía de hembras», pues se debilitan y serelajan, «sino de varones», cuya necesidad de competición azuce al comportamiento heroico. Pese a todo, los testimonios son muchos, desde el propio Federico II, que tampoco desdeña ninguna de las costumbres árabes, al sultán Saladino, que acusa sin ambages a los templarios de «complacerse en el vicio de la sodomía», palabras que resultan sorprendentes en un sarraceno de la alta nobleza, en cuyos palacios esta costumbre está a la orden del día.Aun así, si existe sodomía o no, en la proporción que fuere, se trata de una actividad que en numerosas ocasiones aparece encubierta en muchas comunidades religiosas o militares, en donde el adepto se halla sometido a la soledad y a las tensiones internas, enfrentándose con la clausura, con la muerte y con la batalla. Lo sorprendente en el caso templario no es la existencia de relaciones homosexuales en una proporción determinada, mayor o menor, conducta siempre punible en un contexto religioso o militar hasta nuestros días, sino que, según las confesiones de 1307, ya las ceremonias de iniciación de los monjes-soldados preveíanritos de iniciación homosexual. Éstos, aunque sin llegar a la sodomía pública y consentida, parecían ser el camino para la admisión y la permisividad tácita de tales prácticas: Charney declara en 1307 que «los hermanos declararon en el capítulo que era preferible unirse a otros hermanos que a mujeres, pero que él nunca lo hizo».

Nunca se sabrá lo que los templarios pueden haber confesado bajo la tortura o a la vista de los instrumentos del suplicio. Puede tratarse de una declaración completamente falsa. Sin embargo, los besos rituales en los labios que se dan al gran maestre y luego a los caballeros que reciben al postulante durante la ceremonia van más allá, a decir de algunos hermanos en sus declaraciones. Besos al maestre en las nalgas, en el ombligo y en zonas más íntimas. Todo esto queda confirmado por las declaraciones de muchos, pero sobre todo por los testimonios de Godofredo de Charney y de Hugo de Pairaud, que son nada menos que el preceptor de Normandía y el visitador general de la orden. Sin embargo, en opinión de ciertos historiadores,se trata de auténticas falsedades o también de simples novatadas, corrientes en las ceremonias de recepción del postulante. Pero de ser así resulta impensable creer que se presten a ellas el gran maestre y otros altos dignatarios. Quizá se pretende probar a los caballeros, poner a prueba su valor y su fe, ver hasta dónde son capaces de llegar, en una especie de zafia pantomima cuartelaria, cuando se los violenta y se les obliga a cometer actos que van en contra de la moral cristiana o incluso se les fuerza a rechazar a Cristo, lo que raya con la apostasía, y escupir y renegar del símbolo de la cruz. Porque, ¿de caer prisioneros en el campo de batalla, los sarracenos les obligarían a abjurar, les harían escupir sobre una cruz, pisotear el nombre de Cristo? Nada de eso; los guerreros musulmanes se limitan a preguntar quién está dispuesto a abjurar y convertirse a la verdadera fe. Los que no levantaban el dedo eran arrojados al santo suelo, donde se les decapitaba sin contemplaciones y sin mediar palabra. Y también sin ritos ni maniobras disuasorias de ningún tipo. Ésta era la muerte reservada al templario, la degollación ritual.



La ceremonia de los besos y las acusaciones de sodomía, ¿tienen su origen en el trato que los sarracenos daban a los prisioneros? ¿Se ven éstos obligados acaso a soportar la sodomización ritual, destino que los egipcios, los griegos y otros pueblos mesopotámicos reservaban a las tropas derrotadas, y que por eso se entregaban a talconducta? Es más coherente creer que existió contaminación de los modos habituales de los sarracenos y otras civilizaciones de Asia Menor, poco influidas tradicionalmente por los conceptos judeocristianos condenatorios de la promiscuidad sexual y sus variantes. En cuanto a la negación de Cristo y de su nombre y el resto de prácticas obscenas sobre la cruz, la adoración ritual de una cabeza de doble rostro o un gato, las acusaciones aparecen tan exageradas que es difícil creer que una orden religiosa, fundada expresamente para la defensa de la cristiandad, pueda llegar a las antípodas de aquellos presupuestos para los que fuera creada. Sin embargo las declaraciones son tajantes: se mancilla el nombre de Cristo, se reniega de él expresamente en las ceremonias de admisión a la orden. Ante tales requerimientos, el sorprendido postulante, una vez rehecho de la estupefacción inicial, se niega a incurrir en blasfemia, por lo que entonces suele ser «amenazado por uno o varios de los hermanos que lo reciben, que empuñan sendas espadas y que lo conminan a negar a Cristo bajo amenaza de muerte», según confesiones de un templario que acusa de esto a Hugo de Pairaud. Pese a todos esos testimonios, arrancados mediante la tortura en numerosos casos, hay muchos hermanos que después se retractarán de sus confesiones y que, declarados relapsos, serán conducidos a la hoguera.

En todas las acusaciones subyace una voluntad definida de minar el crédito moral que la orden tiene en todo el orbe, terminar con ella desde dentro, aniquilarla en nombre de la pureza de la fe y de la defensa de la religión, precisamente los fines para los que había sido creada. Pues no se trata de si los templarios han mantenido, aquí o allá, en Tierra Santa o allende los mares, relaciones ilícitas con mujeres o con hombres, siendo éstos hermanos de la orden o jovencitos imberbes como era moda en Asia Menor, faltando con ello a su voto de castidad. Por ello nadie les mirará peor u mejor, pues tienen fama de grandes guerreros, defensores de la fe, arriesgados combatientes. La cristiandad toda los han visto luchar contra los sarracenos, con mayor o menor convencimiento doctrinario, pero siempre con ahínco y valentía: a las puertas de Ascalón, de Gaza, han perecido a cientos y han dado su vida por exportar más allá de los confines de Europa la causa católica por excelencia: la Reconquista y la cruzada. ¿Se les va a reprochar ahora por su venalidad? Lo que no les perdona la realeza no son faltas que resultan menores para la mentalidad de todos, aunque severamente castigadas por las religiones, siempre intransigentes con la libertad sexual de los pueblos. Lo que no se les perdona es su poder. El orgullo y la prepotencia templarías que en más de una ocasión han sido causa de muerte y desolación, como en Hattin y Damasco. El ansia de riquezas y la acumulación de tesoros. En definitiva, el desmedido poder del que hace gala la orden, una ofensa pública a las prerrogativas de los príncipes y un peligro definitivo para la seguridad de un Estado basado todavía en estructuras feudales de gobierno. Así lo piensa no solamente Felipe el Hermoso, sino también Eduardo II de Inglaterra o Jaime II de Aragón, entre otros, ansiosos todos ellos de conservar lasolidez de las estructuras monárquicas y dinásticas, de no ceder ni un ápice en el poder que detentan. Los reyes de Aragón e Inglaterra para no convertirse en títeres de una poderosa orden que amenaza con infiltrarse excesivamente en los entresijos del poder real. Los Anjou para campar a sus anchas en Tierra Santa, carente ahora de sus monarcas legítimos.



Felipe el Hermosoporque observa cómo crece dentro del Estado otro Estado más poderoso, pues su aparato utiliza la sutileza y el sigilo en su estrategia y se desliza reptante aferrándose a las claves del poder dentro de las instituciones de Francia, amenazando así con socavar la propia Monarquía. El rey les debe dinero y en grandes cantidades. Dentro de poco el Estado será el propio Temple, como está a punto de ocurrir en Chipre, donde ya casi la orden ha devorado al pequeño reino, y en las sienes de Felipe IV oscila peligrosamente la Corona de Francia. Pero el voluntarioso monarca tiene una baza que no va a desperdiciar. Ha agarrado al Papa por el cuello y el pontífice, aterrorizado, pues teme correr la suerte de su predecesor Bonifacio VIII, baila al son que quiere el Capeto. Desde su falso trono de Aviñón, ya que éste no es el legítimo solio papal, tiembla y espera, se refugia en sus cardenales, aguarda al cónclave cardenalicio que dará paso al concilio y está dispuesto a oír a los templarios en última instancia, ya que es su supremo y último valedor. Pero al fin y a la postre, no es más que un títere en manos del rey de Francia y los templarios están irremisiblemente condenados. En 1232 Gregorio IX publica la bula Declinante, por la que faculta al arzobispo de Tarragona para la persecución y prendimiento de herejes en su diócesis y su posterior ajusticiamiento en la hoguera. Y, al parecer, la actitud papal responde a las iniciativas del intransigente Raimundo de Peñafort, dominico, verdadero creador de la Inquisición en Europa cuyos esfuerzos por extender la actuación del Santo Oficio a todos los países de la cristiandad dieron resultados sorprendentes, pues la Orden de Santo Domingo persiguió infatigablemente la herejía. Tanto es así que, en 1254, Inocencio IV hizo recaer sobre esta orden la exclusiva tarea de la persecución de herejes, que acababan sus días en la hoguera, como los reos de homicidio o los ladrones comunes y otros rufianes, sólo por meras cuestiones ideológicas o de fe. Los acusados eran interrogados, para lo que sufrían tortura, antes o después. Antes, si eran reacios a la confesión que se esperaba de ellos, y después, cuando los inquisidores sospechaban que su confesión no había sido completa.

En el caso de los templarios, en muchas ocasiones no hubo necesidad de llegar a la tortura física, pues muchos de ellos confesaban de manera espontánea con sólo serles mostrados los instrumentos, cosa inexplicable si se tiene en cuenta su preparación militar. Otros, y según las actas del proceso, hacían una declaración por la mañana y otra completamente distinta después de haber suspendido el interrogatorio para comer u otros menesteres, lapso de tiempo en que presumiblemente les era aplicada la tortura, que variaba de formas simples y menos humillantes a auténticas atrocidades, como en los casos de Raimbaud de Carón o Itier de Rochefort. El procedimiento regular era convincente en la mayoría de los casos, pues los hermanos, que se suponían hombres avezados y curtidos en las refriegas de las batallas en Tierra Santa contra los sarracenos, que no perdonaban a sus víctimas, expuestos a numerosos peligros y acostumbrados al horror y la crudeza de la lucha cuerpo a cuerpo, de la que no todos volvían ni incólumes ni impasibles la mayoría de las veces, no tienen reparo en confesar luego a la mínima presión de los funcionarios de Felipe FV o de los clérigos encargados de los interrogatorios, dirigidos principalmente por Guillermo de París y Nicolás de Enmezat. En su descargo hay que señalar que no todos confesaron aun después de haberles sido aplicada la tortura, que consistía comúnmente en el potro, la rueda, el flagelo, los borceguíes u otras formas más refinadas, que la Inquisición daba a estos procedimientos considerados moneda corriente durante la Edad Media, pues cualquier persona sometida a una persecución policial esperaba, de entrada, que se aplicase la tortura en mayor o menor grado, ya fuera de condición religiosa, campesina o burguesa. Los procedimientos variaban según los Estados, desde las prácticas por las que se suspendía a los acusados de pies o manos, boca abajo, y se les alzaba hasta el techo de la cámara mediante cadenas para luego dejarlos caer violentamente o colgar de sus miembros objetos de gran peso, cosa común en Catalunya. También se solía hacerles tragar grandes cantidades de agua que acababa sofocándolos, o someterles a los borceguíes, suplicio conocido en Francia como la question, que se aplicó en numerosos casos y que consistía en sujetar las piernas del reo entre dos planchas y luego introducir cuñas de madera (coins) a fuerza de golpes de martillo, lo que fracturaba los huesos de las extremidades, que el condenado no podía volver a utilizar.



La question podía ser de diferentes grados y el máximo de ellos era con frecuencia irreparable y conllevaba la muerte del torturado. En el caso de los herejes que confesaban durante la tortura culpas reales o imaginarias y eran condenados a diversas penas, la Inquisición se mostraba clemente. Pero si recaían en el error y se retractaban, como hicieron muchos templarios que fueron sometidos a tortura, entre ellos Molay y Godofredo de Charney, eran considerados automáticamente relapsos y condenados a la pena máxima que, en el caso de herejía, era la hoguera, como instrumento de purificación «no sólo del cuerpo sino también del alma». El fuego fue el suplicio preferido en el caso de los cataros, los templarios y, a mediados del siglo XV, los valdenses, quienes subieron a las piras, por lo general, con bastante entereza, confortá­dose unos a otros, como fue el caso de los 54 templarios quemados en París en 1310, que, al contrario de cataros y valdenses, no renegaron del catolicismo y murieron asistidos por sacer­dotes católicos. No obstante, la tortura no se aplicó, en el caso de los templarios, con el rigor que se hubiera podido esperar y no en todas partes. En Francia los clérigos son reacios a emplearla contra hermanos en la fe y los procesos no avanzan. En Catalunya se niegan en redondo; lo mismo ocurre en Castilla y otros reinos de la península Ibérica. Se aplica mayor rigor en los Estados sometidos directamente a la jurisdicción papal, los feudatarios de la Santa Sede, en Francia y sus Estados satélites, como Provenza, sometida por la fuerza de las armas) y Tolosa, y la Sicilia angevina. En 1307 ya habían declarado en París 138 templarios y las confesiones eran de todos los tipos. Pero ante la tortura los hermanos confiesan todo lo que se les pide. El gran maestre Jacobo de Molay y Hugo de Pairaud, visitador general de la orden, personajes de altísima categoría tanto en la orden como fuera de ella, confiesan todo tipo de aberraciones. Lo confiesan todo: negación de Jesucristo, besos impuros, sodomía, idolatría, el diablo mismo que recibían en sus celdas, si se apura, pues «solo hay algo que excita a los ani­males más que el placer, y es el dolor». Es obvio que ambos han sido torturados, aunque muchos autores persisten en negarlo. Sin embargo, de no ser así, ¿por qué esas declaraciones tremendas de Jacobo de Molay ante los maestres de la universidad de París en octubre de 1307, para luego retractarse en diciembre del mismo año ante dos cardenales enviados por el papa?

En 1130 suben a la hoguera 54 templarios, que ni por un momento piensan en abjurar, como harían los herejes, ni en ceder ante la tortura y confesar hipotéticas faltas. Algunos de ellos se han retractado de lo que confesaron durante la tortura. Hay testimonios de otros templarios que denotan una gran presencia de ánimo. Alguno declara que está dispuesto a soportar la hoguera o la decapitación, pero no «el ser quemado a fuego lento», declaración inaudita que en una sociedad moderna parece incomprensible cuando es fruto de una perquisición estatal. Por lo cual muchos de ellos confiesan cuantas abominaciones deseen los inquisidores. Los que, después, tienen fuerzas para retractarse, acaban en la hoguera. Estas continuas contradicciones no han sido resueltas por los historiadores. De un lado los templarios, hombres avezados a la guerra, que confiesan monstruosidad ante el temor a la tortura; por el otro, templarios que se retractan y arrostran la muerte en la hoguera, siempre terrible, con gran entereza y valentía. Quizá la respuesta está simplemente en que dentro de la orden, que está repartida por toda Europa, hay distintas formas de espiritualidad y religiosidad. Y lo que es una abominación para caballeros de grandes valores espirituales es practicado por otros en comunidades distantes de éstos, donde las costumbres sociales son distintas o en comuni­dades que, por motivos diversos que nos son desconocidos, han terminado por entrar en contacto con ritos oscurantistas o ideologías heréticas que han mantenido en secreto ante otros hermanos de la orden. En 1312 Jacobo de Molay lleva ya seis años sometido a interrogatorios varios, a malos tratos y vejaciones. Él es la cabeza visible de la orden e interesa a Felipe IV acabar cuanto antes con el Temple, para lo que debe terminar también con Molay. El gran maestre ha confesado, pero también se ha retractado. Abandonado de todos, sólo espera ser escuchado por el papa, el único en quien confía. Pero Clemente V, que no hace honor a su nombre, está más decidido a suprimir la orden que absolverla, pues así lo espera el rey de Francia. Por ello se ha convocado el concilio de Vienne, sin duda con la secreta mira de la disolución de la orden.



Como ocurre con todos los procesos jurídicos que duran demasiado, la espera fatiga tanto a los acusados como a los acusadores, y en 1312 los templarios confinados en las diferentes prisiones de Estado ya no tienen fuerzas para seguir defendiendo a la orden y ni siquiera para intentarlo. Renuncian, pues, a sus defensas. Es un gesto vano, pues ya el papa ha publicado la bula Vox in excelso,por la que suprime la Orden del Temple de un plumazo. Quedan Molay y algunos dignatarios en París, encerrados en la fortaleza que fuera la casa matriz, el torreón del Temple, donde en 1794 serán también confinados Luis XVI y la familia real antes de subir al cadalso. ¿Qué espera ya el gran maestre, un hombre derrotado y envejecido por los años de privación, los malos tratos y las torturas, para confesar o entrar en rebeldía? Molay espera quizá el perdón del papa. Según el ritual masónico: «el Tiempo altera y borra la palabra del hombre, pero lo que se confía al fuego perdura indefinidamente...». Estamos en el 11 de marzo de 1314, y es lunes. Hace ya muchos meses que en Francia se han ido encendiendo las hogueras por todas partes. Bien mediante torturas, presiones psicológicas, mazmorras y cadenas o bien por la amenaza del fuego eterno, lo cierto es que los inquisidores han obtenido 207 confesiones formales. Ahora no queda ya por decidir sino la suerte del gran maestre y de los principales oficiales mayores. La mañana de ese día, en París, Jacques de Molay, gran maestre del Temple, Godofredo de Gonaville, comendador de Poitou y de Aquitania, Godofredo de Chamay, comendador de Normandía, y Hugo de Payrando, gran visitador de la Orden, son sacados de sus calabozos de la fortaleza del Temple y conducidos a la Cité. Allí, la comisión cardenalicia, compuesta por Arnaldo de Farges, sobrino de Clemente V, Amaldo Novelli, monje de Citeaux, Nicolás de Fréauville, hermano predicador, antaño confesor y consejero del rey, Felipe de Marigny, familiar suyo, arzobispo de Sens, con algunos otros obispos y decretistas, habían hecho levantar una tarima delante del atrio de Notre-Dame, a fin de dar lectura pública a las confesiones y a la sentencia final.

Hacen subir a ella a los templarios, y se les manda arrodillarse. Uno de los cardenales toma la palabra y empieza la lectura. Cuando pronuncia la sentencia, que condena a Molay y a sus hermanos a cadena perpetua, es decir, a ser «encerrados a perpetuidad», teniendo como único alimento «el pan de dolor y el agua de tribulación», los representantes de Felipe el Hermoso se sobresaltan. Se había precisado que dicha gracia era consecutiva al hecho de haber «confesado ingenuamente sus faltas». Pero en ese instante, y cuando menos se lo esperaban los jueces, el gran maestre y el comendador de Normandía se levantaron, y, cortándole la palabra al cardenal, y dirigiéndose tanto a la comisión inquisitorial como a la multitud, declararon que todo lo que habían confesado en sus interrogatorios era falso. Sostuvieron que habían admitido dichas confesiones tan sólo por deferencia y confianza hacia el Papa y el rey, quienes, a cambio de esas confesiones, les habían prometido la libertad. Y protestaron enérgicamente contra la sentencia de los cardenales, principalmente contra el arzobispo de Sens, Felipe de Marigny, y los acusaron a todos de hacer caso omiso de la palabra del Papa y del rey. Es fácil comprender los motivos del cambio de opinión de Molay y de Charnay. Las confesiones no les costaban nada, en cambio la libertad lo era todo. La libertad representaba, primero, la reanudación, luego la prosecución, y, quién sabe, quizás la realización de la gran empresa templaría. Y ahora, no quedaba nada de la libertad. Y en su lugar había algo mucho peor que la muerte: la lenta descomposición, física y moral, en una mazmorra, encadenado a un muro a veces chorreante, solos, en semioscuridad, y en medio de un silencio más pesado que el de una tumba. Y sólo quedaba una esperanza: una muerte liberadora, precipitada por la desnutrición y la disentería crónica. Para ese anciano que era Molay, que contaba ochenta y un años, que no esperaba ya nada de la vida, lo mismo que para Charnay, que se le acercaba mucho en edad, la elección estaba hecha. La mazmorra podía durar años. En cambio, los ejemplos y la costumbre demostraban que el hecho de desmentir las confesiones y retractarse acarreaba ipso facto la muerte en la hoguera. Dolorosa, cierto, pero breve a pesar de todo. Y, a fin de cuentas, mucho menos terrible que irse pudriendo lentamente en el secreto de un calabozo tenebroso, cuando fuera la vida se exalta llena de luz para tantos otros seres.



Para Molay y para Charnay la decisión está ya tomada. Sus miradas se han cruzado cuando ha sido pronunciada la frase fatídica, y se han comprendido. Y es la voz del gran maestre la que se eleva: «Monseñores, mi hermano y yo protestamos contra el uso que se hace aquí de mis palabras de ayer, las cuales no tuvieron otro objeto que el de dar satisfacción al rey de Francia y al Papa, nuestro señor. Y si por esas cosas, reconocidas por todos nosotros para su placer y nuestra obediencia, debemos ir a consumimos en alguna prisión, entonces declaramos enérgicamente que los citados rey y papa nos habían asegurado de antemano, y casi jurado, que ningún daño, fraude o violencia nos resultaría de ello. Siendo así que esto no se ha cumplido, declaramos entonces que nuestras confesiones, obtenidas tanto por tortura como por astucia y engaño, son nulas y no válidas, y no las reconocemos ya como verídicas…». Reina el estupor. De inmediato los cardenales entregan de nuevo a los prisioneros al prevoste de París, que está allí presente para representarlos al día siguiente. Se conduce, por lo tanto, de nuevo a los cuatro condenados a sus calabozos del Temple. Al mismo tiempo se lleva la noticia a Felipe el Hermoso, quien inmediatamente reúne a su consejo, sin llamar a ningún eclesiástico. Deciden que, al atardecer, el gran maestre y el comendador de Normandía serán quemados en la isla del Palacio, entre el jardín del rey y los Agustinos. Lívido de furor, el rey precisa que serán quemados «a fuego lento». Quizás ha adivinado la razón de su retractación. Inmediatamente, llevan y amontonan la leña necesaria para hacer dos piras idénticas en la isla de los Judíos, llamada así porque allí habían quemado ya a varios rabinos y talmudistas testarudos, que se obstinaban en negar la divinidad de Jesús. Las cantidades que se quemarán serán relativamente mínimas, a fin de hacer durar el suplicio, conforme a «los deseos del rey, nuestro señor». Se clavan en tierra dos sólidas vigas de encina. Estos maderos han sido sacados de las empalizadas de amarre sumergidas en el agua del río. Al estar embebidos de agua desde hace muchos meses, no se corría el riesgo de que se encendieran, y los condenados, estrechamente sujetos a ellas por cadenas, no podrán desatarse en el curso de la combustión.

A las nonas, todo está a punto. Las campanas de Notre-Dame tocan lentamente a muerto. A la hora de las vísperas, el cielo, ya gris, se ensombrece todavía más; unas nubes cargadas de lluvia pasan rápidamente sobre la ciudad, empujadas por un viento frío que viene de Normandía. Las orillas del Sena están repletas de gente. Un rumor ininterrumpido, como el zumbido de un monstruoso insecto, se eleva hasta los centinelas que vigilan de pie en las atalayas del viejo Louvre. De pronto el rumor se acrecienta; bordeando la orilla izquierda de la isla de La Cité, acaba de aparecer un cortejo. El gran prevoste, precedido por sargentos a caballo, viene seguido por un fuerte destacamento de hombres armados a pie, que rodean una carreta de heno tirada por un caballo. Apenas se distinguen vagamente las siluetas de dos hombres, tendidos y atados en el suelo de la carreta. Detrás de los últimos arqueros, y cerrando la marcha, hay un último destacamento de sargentos a caballo. Bajan a los condenados y los trasladan en barca al islote, donde les espera ya el verdugo y sus ayudantes. Éstos atan fuertemente a Molay y a Charnay con largas cadenas a cada una de las vigas, y a su alrededor amontonan los leños, hasta la altura de las rodillas. Después de haber echado una última mirada hacia la ventana donde sabe que el rey Felipe está mirando, el gran prevoste se gira y hace una señal al verdugo; al mismo tiempo, un trompeta a caballo, a su lado, toca «fuego». Tanto en la isla como en las orillas del río, todos han comprendido, y los ejecutores, antorcha en mano, han prendido ruego a los ángulos de cada una de las piras. Como habían tomado la precaución de untar con aceite algunos de los maderos, el fuego prende rápidamente. Se eleva el humo, y, con él, un olor penetrante se va extendiendo poco a poco, primero sobre la isla, luego sobre el río, hasta llegar a las orillas. Es entonces cuando, en medio del crepúsculo que ya oscurece insidiosamente La Cité, un clamor se eleva. En un primer momento se cree que las llamas que brotan de los vestidos encendidos de los dos supliciados son la causa; pero no, no son gritos de dolor lo que sale de las hogueras. ¡Es la voz del héroe de San Juan de Acre, la voz que, erigiéndose en estandarte de batalla, veintitrés años antes, el atardecer del 5 de abril de 1291, arrastraba a la carga templaría en el estruendo de los cascos de sus corceles! Y, trescientos contra diez mil, el escuadrón blanco y negro, con el gonfalón «plata y sable» en cabeza, arrollaba las líneas egipcias.



Pero en este momento no es ya sino la voz de un hombre que va a morir, la voz de Jacques de Molay, último gran maestre de los templarios. Instantáneamente, el rumor popular ha enmudecido. El pueblo contiene la respiración, porque lo que clama esa voz es algo terrible, inesperado, imprevisible para esas almas sencillas, doblegadas por el temor al báculo y al cetro. Y el verbo sacrílego acaba de percutir contra las murallas del Palacio, abofeteando a este rey Capeto rencoroso, agazapado en la tronera de aquella estrecha ventana. Y la voz truena: «Clemente, y tú también Felipe, traidores a la palabra dada, ¡os emplazo a los dos ante el Tribunal de Dios!… A ti, Clemente, antes de cuarenta días, y a ti, Felipe, dentro de este año…». Reina un silencio de muerte, no se oye sino el crepitar de las hogueras. Y esta maldición se cumplirá. El papa morirá de disentería y de vómitos en Roquemaure, en el valle del Ródano, el 9 de abril de 1314, veintiocho días más tarde. Y Felipe el Hermoso morirá el 29 de noviembre de 1314 en Fontainebleau, arrojado de su caballo, como sucede en la degradación de los caballeros traidores, ocho meses más tarde. Parece ser que la maldición incluía también a Guillermo de Nogaret, el principal instigador de la inquina real contra los templarios. Y en menos de dos años muchos de los ejecutores del proceso fueron asesinados, juzgados y condenados a la pena capital por delitos comunes o, simplemente, muertos en extrañas circunstancias. Entre éstos parece que se hallaba también Nogaret. El verbo y la llama dieron a conocer de qué lado estaba la razón. Ya tarde, cuando los cuerpos no eran más que pobres restos lentamente carbonizados, el pueblo «se abalanzó hacia las hogueras», a pesar de algunos guardias que se habían quedado allí, según nos dice el abad Velly en su Historia de Francia, «y recogió ceniza de los mártires para llevársela como una preciosa reliquia. Todos se persignaban y no querían oír nada más. Su muerte fue bella, y tan admirable e inaudita, que todavía hizo más sospechosa la causa de Felipe el Hermoso…».

Los compañeros, carpinteros y talladores de piedra, especie de tercera orden corporativa protegida por los Caballeros del Templo, que se habían introducido entre la muchedumbre en grupos de tres o cuatro, oyeron la voz de Molay como una sentencia. Eso significaba para ellos a la vez una orden para avanzar y una esperanza. Por eso las catedrales de Francia se quedarían como estaban, y sus torres inacabadas. Pero el pensamiento vengativo se abriría camino pacientemente, de siglo en siglo. Por tres veces la descendencia del rey se extinguiría con tres hermanos. Los Capetos, con Luis X el Obstinado, Felipe V el Largo y Carlos IV el Hermoso. Los Valois con Francisco II, Carlos IX y Enrique III. Los Borbones con Luis XVI, Luis XVIII y Carlos X. La Jacquerie de 1358 preludiaría la Revolución jacobina de 1789. Los Jacques (Jaimes), conducidos por Jacques Bonhomme, vengarían un día a Jaime(Jacques) de Molay. Y de esa torre del Templo donde fueron «interrogados» los jefes de la Orden, es de donde, una mañana de enero de 1793, partiría el vigésimo segundo sucesor de Felipe el Hermoso hacia su último viaje. Y así, por un extraño misterio del verbo, el destino, obsesivo y monótono, hizo resonar incesantemente a lo largo de la historia de Francia el nombre del último gran maestre de los Templarios. La abolición de la Orden fue decidida por el Concilio de Vienne, en el valle del Ródano, en el año 1311. Y exactamente cinco siglos más tarde, en 1811, la fortaleza del Temple, en París, fue arrasada. ¿De qué habría sido ésta testigo? ¿Había caído un nuevo velo sobre el mortal secreto que guardaba desde el 11 de marzo de 1314? Durante mucho tiempo se contó una leyenda. Decía que cada año, en la noche en que había sido decretada la abolición de la Orden, un espectro vestido con el manto blanco que llevaba la cruz roja grabada, armado con su escudo «plata y sable» y con su lanza, se aparecía a medianoche en la cripta del Templo, en París. Y entonces se oía una voz sepulcral que preguntaba: «¿Quién quiere liberar Jerusalén?. Nadie, respondía el eco a través de las columnas de la cripta. Porque el Templo ha sido destruido…».



A partir de la disolución de la orden, se dispone que sus bienes y posesiones pasen a la orden del Hospital, lo que en todas partes se realiza con gran lentitud, sin que parezca importarle nada a nadie. En Francia ocurre lo propio, lo que hace suponer que Felipe IV no deseaba tanto apoderarse de las riquezas del Temple sino solamente deshacerse de un enemigo molesto. En España y Portugal los bienes muebles e inmuebles se transmiten al Hospital o a otras órdenes, fundadas expresamente, cosa sorprendente, para dar cabida a los templarios declarados inocentes o que superan el período de confinamiento. Así ocurre también con los huidos, aunque muchos son apresados y llevados a los tribunales. Pero en ninguna parte excepto en Francia son condenados ni considerados culpables ni de herejía ni de otros cargos. En España y con este motivo los hermanos son admitidos en las Ordenes de Calatrava, localidad que había sido feudo templario y que conserva una cruz patriarcal muy utilizada por la orden en 1158; Montesa, creada exprofeso en Aragón-Catalunya en 1317 para evitar que los bienes del Temple pasaran al Hospital; Alcántara (1213) y Santiago (1162). Todas ellas reciben en sus comunidades a numerosos templarios, igual que la Orden de Cristo (1319), en Portugal, fundada con los mismos fines que la de Montesa. Como último baluarte de la orden queda en París la fortaleza del Temple, sede de la casa central de Francia, donde de Molay había sido confinado. El impresionante edificio será entregado al Hospital y permanecerá en pie hasta 1811, fecha en que será derruido. Su alto torreón recordará a Francia la gesta de los templarios y su derrota final.

A partir de la disolución de la orden, parece haber datos para poder afirmar que el Temple «resurgió secretamente en el mismo momento de la muerte de Molay», que se eligió un nuevo maestre y que todo siguió su curso, subterráneamente. En los siglos posteriores, bien es cierto, se crearon órdenes, logias y sociedades secretas relacionadas con otras ya existentes de trayectoria esotérico-mística (rosacruces, gnósticos, cataros) y con la francmasonería, que han recurrido en mayor o menor medida al mito templario, en su denominación, formas, ideales o presupuestos ideológicos y base doctrinal, y que van desde las que se contentan con la simple imitación hasta las que, arrogándose el derecho de ser las auténticas sucesoras de la Orden del Templo de Salomón, resultan en su trayectoria ideológica completamente opuestas a lo que los historiadores y estudiosos consideran templarismo. Según parece, el Temple pervivió desde la muerte de Molay hasta el siglo XVIII, aunque como sociedad secreta, pues se conocen los nombres de los grandes maestres. Según M. Druon, los templarios fueron los promotores en Francia de las cofradías, que a su vez dieron origen a la francmasonería. Los cofrades dominaron los secretos de la construcción y edificaron en Tierra Santa las grandes fortalezas mediante el denominado «aparejo de los cruzados» y en Europa las catedrales góticas, utilizando métodos procedentes de la más remota Antigüedad, que obraban en conocimiento de los templarios, conocedores al parecer de los secretos de la arquitectura funeraria egipcia. A partir del siglo XVIII y hasta nuestros días surgen, en Europa y Estados Unidos principalmente, diversas órdenes secretas de orientación esotérica y ocultista como las de la Estricta Observancia Templaría (1756) y la de los Caballeros Bienhechores de la Ciudad Santa (1778), por citar sólo dos en un panorama amplio que no siempre se ciñe a las denominaciones templarías tradicionales. Y en este sentido no está nunca de más recordar la curiosa afirmación de Umberto Eco en su novela El péndulo de Foucault, que sirve tanto de reflexión como de advertencia: «Los templarios andan siempre por en medio».

Sin embargo y tras escudriñar de un modo más atento la trayectoria histórica de la orden y las actitudes de los hermanos, tanto en lo referente a la alta política internacional en la que estuvieron inmersos como a reacciones más discretas y particulares y, por tanto, menos notorias para la generalidad de los investigadores, el historiador no puede por menos de preguntarse: ¿A quién sirvió esta Orden?Al Papa, es la respuesta más sencilla, pero no la más completa. Quizá la respuesta deba ser más audaz. Al hacer balance de su actividad en Tierra Santa, de sus supuestos contactos con las religiones de Asia Menor y del próximo Oriente; al observar sus movimientos en pro y en favor del papado y de la Iglesia católica, de su obediencia y resistencia alternativas a los dictados de la Santa Sede; de sus movimientos variantes frente al Imperio, surge de nuevo el interrogante: ¿Qué pretendía realmente esta orden? La orden no parece tener más dueña que ella misma, no da la impresión de seguir los dictados de nadie sino sólo los que establecen sus propios intereses. Pero los templarios, que saben tantas cosas, saben también que «no se puede servir a dos señores», como son el rey o el Papa. ¿Entonces a quién sirven? Son acusados por muchos de estar secretamente del lado de los cataros, pero no mueven un dedo para salvarlos de la hoguera, aunque en Provenza y el Languedoc muchos albigenses se refugiaron en los castillos templarios y salvaron sus vidas. Son acusados de entrar en connivencia con el infiel y practicar en secreto sus ritos y comulgar con la herejía, pero luego su terrible brazo ejecutor aniquila y diezma las tropas sarracenas en Tierra Santa, erigiéndose en flagelo temible de moros e infieles en España. La orden presume de pobreza y es inmensamente rica. Se vanagloria de su humilde servicio a la cristiandad y es terriblemente poderosa.



Entonces, ¿por qué cae tan rápidamente? En principio parece que cae porque la han abandonado sus aliados, el Papa y el rey de Francia. Pero una mirada perspicaz basta para comprender enseguida que el Papa, el rey de Francia o el emperador nunca fueron, en verdad, sus aliados. Quizá eran, en todo caso, sus enemigos, aunque la orden tuvo siempre la precaución de mantenerlos a raya y no dejar que ese terrible secreto trascendiera a una humanidad como la medieval, necesitada de bálsamos espirituales y grandes verdades humanitarias. Hemos visto a sus miembros ir de aquí para allá, de Tierra Santa a Inglaterra, de allí a los confines de España o de Hungría. Hemos asistido a sus negociaciones con cabalistas y ashashins, a sus complots con cataros y teutónicos, a su rivalidad, extraño comportamiento para órdenes religiosas que se deben respeto y caridad, con los hermanos del Hospital y con los de otras órdenes. Y sin embargo, da la sensación de que se ha pretendido cambiarlo todo para que todo quede igual. ¿Acaso esa actividad frenética en el mundo y en la Europa de los siglos XII y XIII tiene algún sentido? ¿Acaso no se vislumbra algo más, agazapado debajo de tanto movimiento? Los interrogantes se agolpan. Y cuando más encumbrada está, cuando más poder ostenta, se produce algo sorprendente: los hermanos son perseguidos, detenidos y confinados en fortalezas, interrogados, torturados y conducidos a la hoguera. Después la orden desaparece aparentemente de la superficie de la Tierra. ¿Por qué esa caída irremisible y definitiva? ¿Qué poder ha abandonado a la todopoderosa Orden del Templo de Salomón, en Jerusalén? Ése será siempre el verdadero enigma de los templarios, que tantos historiadores y eruditos han pretendido descifrar desde que el Temple se convirtió en cenizas y sus hermanos se dispersaron y desaparecieron en el anonimato de otras órdenes. Y pese a todo, aparentemente no hay respuestas.


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