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viernes, 12 de octubre de 2012

LAS SIETE CIUDADES Y EL ORO DE CÍBOLA


En Nueva Galicia, Región que en su mayor parte en la actualidad constituye el estado mexicano de Jalisco-, provincia de la Nueva España, se produjo en marzo de 1536 un hecho extraordinario. Una patrulla de soldados descubrió en el valle del río Sinaloa a tres hombres blancos y otro negro que vestían y hablaban a la manera de los indios. Se trataba de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Alonso Castillo, Andrés Dorantes y su esclavo Estebanico de Azamor.

Poco después, Melchor Díaz, alcalde mayor de Culiacán, les dispensó una cordial bienvenida. Allí explicaron que todos ellos eran supervivientes de la naufragada armada que ocho años antes Pánfilo de Nárvaez dirigía a la Florida, y que habían recorrido, entre variadas poblaciones indígenas, unas dos mil leguas de mar a mar, desde la costa del golfo de México hasta la del océano Pacífico, incluyendo desatinados errabundeos en las tierras del interior.

En julio serían recibidos en México por el virrey Antonio de Mendoza, y el capitán general y marqués del Valle de Oaxaca, Hernán Cortés. Los fantásticos relatos de las regiones del norte que narraron los cuatro naúfragos deslumbraron tanto a los dos próceres que cuando mencionaron los rumores oídos sobre la existencia, unas leguas al norte, de resplandecientes ciudades de oro, la imaginación de ambos se exaltó de forma incontenible.

Era un antiguo mito forjado durante la Edad Media que se creyó muy cercano a materializarse con el descubrimiento del Nuevo Mundo y que ya Nuño de Guzmán había perseguido en vano por esa misma zona. La leyenda, referida innumerables veces por los marineros de las costas atlánticas de Europa, contaba la huida del arzobispo de Oporto, -junto con otros seis obispos-, de la Iberia invadida por los árabes, y el establecimiento de un gran reino repleto de oro y todos los lujos imaginables. Ese nuevo reino era la Isla de las Siete Ciudades, que el mágico poder del arzobispo hacía desaparecer a voluntad para mantenerla ajena a curiosos.





Por aquel entonces las nuevas tierras ofrecían un contorno misterioso y difuso que, poco a poco, algunos exploradores contribuían a aclarar en sus entradas en busca de tesoros. Hernán Cortés era aún uno de estos hombres perdidos en aquellos parajes ignotos, de los que intentaban hacerse una idea más precisa del terreno que pisaban. Su fascinación por el desconocido territorio norteño le había llevado a preparar expediciones de reconocimiento de la zona de California y las costas del Pacífico.

Por su parte, el virrey Mendoza, desde su llegada a Nueva España, expresó tan vivo interés en las exploraciones, que pronto pediría licencia al monarca para realizarlas, -con la esperanza de hallar otro nuevo Perú-, por lo que sus ambiciones chocaron de frente con las del conquistador de México. Tras las revelaciones de Cabeza de Vaca y sus compañeros, Cortés ofreció un acuerdo de colaboración al virrey que este rechazó de plano, por lo que cada uno procuraría encontrar Cíbola de manera indepediente.

El marqués del Valle, con renovado ahínco, continuó hollando California convencido de que la ruta marítima sería la más rápida, mientras que el virrey se decantó por el itinerario terrestre encargando una exploración inicial a fray Marcos de Niza y al negro Estebanico, a quien había comprado a Dorantes. Regresaría el fraile anunciando que en verdad existían ciudades colmadas de oro y grandísimas riquezas listas para hombres audaces y determinados.





Con las noticias traídas por Niza, el virrey había adquirido cierta ventaja y la rivalidad con Hernán Cortés se llenó de agresividad. Ese mismo verano Mendoza había estado negociando con Pedro de Alvarado, Adelantado de Guatemala y uno de los antiguos lugartenientes del conquistador de México, su apoyo marítimo en una todavía hipotética expedición. Y como le había recomendado Francisco Vázquez de Coronado, -el joven gobernador de Nueva Galicia-, en noviembre de 1539 envió hacia el norte una pequeña partida exploratoria, -una quincena de hombres-, al mando del aguerrido capitán Melchor Díaz. Los contactos de Alvarado con el virrey llegaron a oídos del marqués del Valle, quien no se recató en proclamar su indignación en público al sentirse traicionado por su viejo camarada.

Como las cosas amenazaban con salirse de cauce, el obispo de México, Juan de Zumárraga, les convocó a una reunión cara a cara en un intento de limar asperezas pero, como suele suceder, salieron peor que como entraron, ya que sostuvieron una sonora riña, en la que ninguno anduvo corto de veladas amenazas y en un tris estuvieron de llegar a las manos.

Hernán Cortés decidió de inmediato regresar a España para defender sus derechos, que creía usurpados-, de conquista de las Siete Ciudades. Antes de terminar noviembre, el virrey firmó el acuerdo con Alvarado por el que éste se comprometía a disponer la armada de apoyo. Pero los insistentes rumores que corrían sobre la concesión de licencia a Hernando de Soto para hacer una entrada en la Florida cada vez alteraban más los nervios de Mendoza, pues temía que se le pudiera adelantar por esa zona en el hallazgo de Cíbola.

Por tanto, el virrey se decidió a iniciar por fin la expedición en busca de las Siete Ciudades de Cíbola dejando el mando de la misma a Coronado, su fiel lugarteniente. Partirían de Nueva Galicia hacia el norte en febrero de 1540 y pronto las primeras noticias que trajeron los exploradores comenzaron a desmentir las afirmaciones de fray Marcos. Ante esos inicios desalentadores, un poco más tarde, Coronado decidiría encabezar una avanzadilla que intentaría alcanzar Cíbola.

Tras una penosa travesía debido a la dura orografía, el clima y sobre todo por la escasez de alimentos, por fin, en julio llegarían a las puertas de Cíbola, sólo para descubrir que no era más que un poblado de casas de barro habitado por los indios zuñi, que pudieron ofrecer poca resistencia ante el avance de los españoles, si bien el propio Coronado resultaría herido en la lucha. La falta de riquezas acrecentó la hostilidad hacia fray Marcos, aunque por las informaciones que recabaron de los indios, Coronado enviaría a dos compañías de soldados al mando de los capitanes Tovar y López de Cárdenas para indagar.

Aunque el grupo de este último alcanzaría a contemplar el Gran Cañón del Colorado, no había rastro de oro ni otras joyas similares. Coronado no tuvo más remedio que enviar de vuelta a fray Marcos porque el odio de los soldados estaba llegando a alcanzar cotas peligrosas para la integridad del fraile.





Mientras los indios pueblo del este enviaron embajadas para conocer a los españoles, y ante la buena impresión recibida, Coronado decide encabezar otra avanzadilla a Tíguex, la zona del actual río Grande. Por esos lares encontrarían a otro indio esclavo, que llamarían El Turco, que dando muestras de gran astucia, engatusaría reiteradamente a los españoles advirtiendo su codicia por las riquezas. Les habló de otra zona fabulosa repleta de oro, la Gran Quivira.

Por otro lado las exigencias, malos tratos y rapiñas de los españoles enconarían poco a poco las relaciones con los nativos hasta que se llegó a una revuelta generalizada de los nativos que provocaría una airada y cruel respuesta de los españoles. Bajo la guía del Turco partirían otra vez rumbo a Quivira, recorriendo las grandes llanuras donde se encontrarían con antepasados de los apaches y comanches, contemplarían las grandes manadas de bisontes y sufrirían tornados. Pero de nuevo al llegar a Quivira no hallaron ni una pizca de oro y al fin advertirían los engaños del Turco.

Coronado decidió regresar a Tíguex para pasar el segundo invierno desde la salida de Nueva Galicia e intentar volver la siguiente primavera para insistir en la quimérica búsqueda de tan evanescentes ciudades doradas. Pero durante una celebración sufrió una aparatosa caída que casi le cuesta la vida. Se recuperaría pero perdió el afán aventurero y en abril de 1542, -dos años después de su inicio-, decidió regresar a México, aprovechando que la desilusión se había instalado en la mayoría de sus hombres.

Aunque fracasada en su búsqueda de oro y riquezas, la expedición de Coronado resulta un hito importante en el aspecto geográfico, del que sin ir más lejos se puede destacar que fueron los primeros hombres blancos que visitaron el Gran Cañón del Colorado. Si bien esto no era lo que más les importaba aquellos hombres recorrieron los actuales estados mexicanos de Jalisco y Sonora, y ya en los Estados Unidos, atravesaron Arizona, California y el río Colorado (Díaz y Alarcón), Nuevo México, Texas, Oklahoma y Kansas. En junio de 1541, estuvieron a unos 1200 km. de la expedición de Hernando de Soto que avanzaba por el este.


La Segunda Expedición.

Sobre oír estas noticias, el Viceroy Antonio de Mendoza no perdió ninguna hora en la organización de una expedición militar grande para tomar la posesión de las riquezas que el monk había descrito con tal detalle vivo.

Sobre el comando del Viceroy, Francisco Vázquez de Coronado comenzó a su expedición, tomando al monk Marcos de Niza como su guía. Coronado se fue con un grupo pequeño de exploradores de Culiacán en 22 de abril 1540. Mientras que la parte principal de la expedición iba más lentamente bajo comando de Tristán de Arellano-en cada ciudad española la expedición de la tierra era re-formar-otra expedición ordenada por Fernando de Alarcón se iba por el mar para traer fuentes a la expedición de la tierra.

Vásquez de Coronado pasó a través del estado de Sonora y llegó en actual Arizona. Allí, él descubrió que las historias de Marcos de Niza eran mentiras y que no había de hecho tesoros pues el monk había descrito. Él también encontró que, contrariamente a la cuenta del monk, el mar no estaba dentro de visión desde esa región, sino que era en lugar de otro distancia que caminaba de muchos días lejos.

Redaccion : Veronica Diaz Canales & Maria Robles Perez

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