Dicen que fue el rey Manu quien otorgó prestigio divino a las castas de la
India.
De su boca, brotaron los sacerdotes. De sus brazos, los reyes y los
guerreros. De sus muslos, los comerciantes. De sus pies, los siervos y los
artesanos.
Y a partir de entonces se construyó la pirámide social, que en la India tiene
más de tres mil pisos.
Cada cual nace donde debe nacer, para hacer lo que debe hacer.
En tu cuna
está tu tumba, tu origen es tu destino: tu vida es la recompensa o el castigo que
merecen tus vidas anteriores, y la herencia dicta tu lugar y tu función.
El rey Manu aconsejaba corregir la mala conducta: Si una persona de casta
inferior escucha los versos de los libros sagrados, se le echará plomo derretido en los
oídos; y si los recita, se le cortará la lengua. Estas pedagogías ya no se aplican,
pero todavía quien se sale de su sitio, en el amor, en el trabajo o en lo que sea,
arriesga escarmientos públicos que podrían matarlo o dejarlo más muerto que
vivo.
Los sincasta, uno de cada cinco hindúes, están por debajo de los
de más
abajo. Los llaman intocables, porque contaminan:
malditos entre los malditos,
no pueden hablar con los demás, ni
caminar sus caminos, ni tocar sus vasos ni
sus platos. La ley los protege, la realidad los expulsa. A ellos,
cualquiera los
humilla; a ellas, cualquiera las viola, que ahí sí
que resultan tocables las
intocables.
A fines del año 2004, cuando el tsunami embistió contra las
costas de la
India, los intocables se ocuparon de recoger la
basura y los muertos.
Como siempre.