La visión de los adultos es siempre diferente y no es cuestión de estatura.
Tal vez lo difícil sea mirar con tus ojos, ponerme en tu piel, sentir tu dolor.
Tal vez me cueste contestar la pregunta de la razón de tus lágrimas, tan enigmáticas como tu risa.
Sé que no podrás comprender las cosas que te hacemos vivir los grandes, abandonándote, haciendo que trabajes, que “juegues” a la guerra, o no mirándote en las esquinas.
La visión de los adultos es siempre diferente y no es cuestión de estatura.
Las cosas que para nosotros no son importantes, para un niño pueden ser
vitales, y también exactamente lo contrario.
Niño pobre, niño solo, niño sin juego.
Cómo devolverte el horizonte, cómo iluminarte el futuro.
¿El juguete que te compré reemplaza al juego compartido?
Las caricias que no te di, ¿podrán recuperarse?
La veces que te dejé, por mil ocupaciones, ¿serán reversibles?
Los “te quiero” silenciados, ¿serán inocuos?
El frío, la calle, la soledad, ¿no te harán daño?
Mi insensibilidad, mi ceguera, ¿podrán ser perdonadas?
Cada niño debe ser mi niño, retoño en busca de cobijo.
El mundo que te fabricamos es crudo, difícil, egoísta, sin valores.
Te adultizamos la infancia, obligándote a saltar sin escalas de los brazos
maternales al ruido, al humo, a la desesperanza.
Es responsabilidad del hombre jugarse, sublevarse, oponerse a esta realidad.
Todos los adultos debemos ser padres, porque todos los niños son hijos.
El futuro comienza hoy y los niños, con sus grandes ojos de asombro, pueden ser el motor, fuerte, eterno, cálido.
Propongo, entonces, mirar con tus ojos, ponerme en tu piel, sentir tu dolor.
Y, así, vivir mi vida.
El texto original de este artículo fue publicado el jueves 15 de agosto de 2013 en nuestra edición impresa. Ingrese a la edición digital para leerlo igual que en el papel.
FUENTE: LAVOZ
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