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domingo, 29 de abril de 2012

MIENTRAS EL AGUA FLUYA Y SOPLE EL VIENTO


El mundo industrial y urbano en el que vivimos nos hace olvidar la relación que los pueblos y las gentes han tenido con la naturaleza en la que viven, la generosidad de la tierra y los lazos estrechos que la vida crea en torno a todos los seres.

El viento que en el viento
Busca la patria del viento.




M. Darwix.


En la lengua de los indios Lakota sioux, la morada del viento se llama Huayra Huasi.
Mientras el agua fluya y sople el viento

“Los blancos contaron solo una parte, lo que les placía. Dijeron muchas cosas falsas. Sólo sus mejores proezas, sólo los peores actos de los indios; eso es cuanto ha contado el hombre blanco.” Lobo Amarillo de los nez-percés.

Contaban el tiempo en lunas, hablaban de acontecimientos ocurridos durante la luna de la hierba seca, la luna en la que cambian los alces su cornamenta, la luna en la que maduran las cerezas o la luna de las hojas caídas. Su relación con la naturaleza era tan profunda y tan rica que llegaron a comprender el inmenso poder destructivo que el “hombre blanco” tenía. El legendario Toro Sentado dijo: ”Esta nación de hombres blancos es como una riada de primavera que se desvía de su cauce y destruye todo cuanto encuentra a su paso”. Sabían de su afán destructor, pero no podían entender qué lo alimentaba; ellos, que veneraban la vida en todas sus formas, eran incapaces de asimilar esa inquina contra todo. Para el indio todo venía de la naturaleza, hasta sus propios nombres: Nube Roja, Toro Sentado, Lobo Gris, Perro Rojo, Caballo Triste, Pequeña Corneja, Dos Lunas, Lluvia en la Cara, Toro Oso, Toca las nubes, Viento que Habla.



América, en toda su inmensidad y su belleza, estaba poblada antes de la llegada de los europeos por gran cantidad de pueblos, grupos humanos y tribus que, aunque tenían algunos rasgos en común como las lenguas, se habían adaptado tan profundamente a los diversos medios naturales que era esta relación la que había creado los lazos de parentesco cultural entre ellos. Esto sucedía con tanta claridad en la América del Norte que es precisamente el medio natural el que ha servido a los antropólogos y etnólogos para ordenar el gran número de grupos humanos que la habitaban. Así tenemos:

Habitantes del subártico: Kaskas, cuchillos amarillos, castores, chipevas, tananas, cris, naskapis, algonquinos.

Bosques atlánticos: Mohicanos, penacook, delaware, nanticoke.

Bosques de los grandes lagos: Otawas, hurones, cayuga, ilinois, mohawk.

Sureste: Creek, semiolas, cheroquis, catawba, shawnee.

Llanuras y Praderas: Pies negros, cheyén, arapaho, siux- santee-yankton-teton, crows, mandanes, ponca, omaha, pawne, arikaras, kiowas, comanches, apaches, mescaleros.

Suroeste: Pueblo, navajos, yumas, papago.

Gran cuenca: Sosones, ute, mohave.

Meseta: Néz-percé, corazón de lezna, modoc, klamath, salísh, sound, kalispel.

California: Maidu, miwok, auki, wiyot, pomo, yana.

Costa noroeste: Chinooks, yuroks, niska, nootkas, bella-colas, haislas, bella-bella, heiltsuks, gitskan, hupas, haidas, eyak.

Aunque esto es sólo una posible aproximación, pues, además de la propia movilidad y mezcla de pueblos que se había producido a lo largo del tiempo, hay que tener en cuenta los muchos otros movimientos a los que los sometió la expansión del hombre blanco, aquel al que el viento y el sol no le habían curtido el rostro y era pálido como la luna ¿Cómo iban a comprender al piel roja, que llevaba en la faz el rastro de los siglos de viento en la pradera? Algunos indios visitaron las ciudades de los blancos, comprendieron el poder que éstos tenían, pero no mostraron ningún interés por su forma de vida, ajena a todo lo que era natural.

Tan inconmensurables eran para él las tierras como el cielo; tanto que no acertaba a determinar quién había dado origen al mundo, y así cielos y tierras se alternaban en sus mitos. El espíritu del universo, que en todo vive y que luego los misioneros traducirían por gran espíritu para ir aproximando unas creencias que permitieran su cristianización, soplaba sobre todas las cosas y, por lo tanto, todo era sagrado pues estaba animado de este aliento vital: montañas, ríos, bosques, animales, ¿Cómo podía el hombre blanco comprar, cómo pretendía cosas que no tenían dueño ni precio? ¿Cómo iba el hombre blanco a comprar una tierra que era más fuerte y más sagrada que el propio hombre, que era su madre pues brindaba todo lo que era necesario para la vida? Eso fue todo lo que los indios quisieron conservar: la tierra en la que vivían y eso fue lo que el hombre blanco les robó violentamente.

La historia está llena de falsificaciones e imposturas, pero el exterminio del indio norteamericano es una de las más dolorosas. Las mentiras que la potente industria cinematográfica difundió durante años sólo demuestran la incapacidad de los hombres para reconocer sus crímenes, y aún hoy son un agravio no sólo a la nación y a la memoria de los indios, sino a la causa de los derechos humanos y del de los pueblos a vivir en paz.

En toda América, y con todas las tribus, el proceso fue muy parecido: los colonos necesitaban las tierras, e incapaces de convivir con los indios, pues querían el control absoluto de las mismas, recababan la ayuda del ejército. El gobierno de Washington enviaba representantes a parlamentar que se reunían con los indios. Les prometían un trozo de tierra más reducido en el que vivir a cambio del cese de las hostilidades. Los indios aceptaban, pues no comprendían que se pudiera mentir o faltar a la palabra dada. Así quedaban confinados en lo que se llamaba una reserva. Un aumento de población, el hallazgo de minerales o las necesidades del ferrocarril, violaban el acuerdo y los indios eran conducidos a un territorio, a veces yermo, a veces distante del suyo, en el que comenzaban una vida difícil y llena de calamidades. Cuando la comida no llegaba, cuando eran estafados o padecían hambre y frío, sus jóvenes guerreros iniciaban una lucha desesperada que, si bien hacía daño al hombre blanco, tenía las peores consecuencias para el indio, cuyos campamentos eran destruidos incluso en las reservas y sus hombres perseguidos hasta el exterminio.





Muy bien documentada está la tragedia de los sioux, indios de las praderas a los que se expulsó de éstas hacia el lugar que ellos consideraban sagrado, pues era el centro del mundo: “las colinas negras”, Paha Sapa para los indios: “El territorio llamado colinas negras es considerado por los indios como centro de su mundo. Las diez naciones sioux lo veneran como centro de sus tierras”. Así decía Tkoke Inyanke, Antílope que Corre, él y los otros jefes solo querían que se les escuchase. Uno de los jefes soñó que el gran espíritu les había autorizado a hacer la guerra al hombre blanco. Les había dicho: “Te los doy porque no tienen oído”. El hombre blanco no escuchaba. Los indios se defendieron tenazmente. Sus jefes, Toro Sentado, Nube Roja, Ciervo Cojo, Caballo Loco y Dos Lunas, obtuvieron incluso algunas victorias sobre los hombres blancos y sus cañones, como la de la batalla de Rosebud, que los indios denominaron “la batalla de la hermana que salva a su hermano”, porque en ella una muchacha llamada “Mujer del Camino de la Cría del Búfalo”, irrumpió ágilmente para rescatar a su hermano, “Jefe que Aparece”, que había demostrado un gran valor peleando, tras ser herido y desmontado del caballo. Todo fue inútil: las colinas se perdieron, los buscadores de oro se instalaron en ellas, Toro Sentado se refugió en Canadá buscando la protección de la Reina de Inglaterra. El resto de los jefes y del pueblo sioux fue atrapado, asesinado o deportado a lejanas reservas.

Antes de que desapareciera el indio de las praderas desapareció también el búfalo, víctima de la codicia de los cazadores, quienes con armas de fuego los cazaban a centenares para obtener sus pieles, dejando luego sus cadáveres pudrirse al sol. Aquella fantástica escena de la inmensa manada galopando sobre la nieve, en un nube densa de cristales de color bajo el sol de invierno, desapareció con los gritos de júbilo y los cantos que acompañaban la demostración de valor que suponía su caza: “Hace mucho tiempo esta tierra pertenecía a nuestros padres; ahora, cuando me acerco al río, descubro soldados en sus orillas. Estos soldados cortan nuestra madera, matan nuestros búfalos, y cuando contemplo estas escenas, mi corazón parece querer saltar del pecho. Me embarga la congoja ¿Acaso el hombre blanco se ha vuelto tan niño que sólo le interesa destruir y no comer? Cuando los hombres rojos abaten la caza, es para poder alimentarse de ella y alejar de sí el fantasma del hambre.” Satanta, jefe de los kiowas.

De los cerca de cuatro millones de búfalos exterminados en el breve espacio de dos años entre 1872-1874, los indios mataron unos ciento cincuenta mil; el resto, los cazadores blancos. Satanta, Gran Árbol, lobo Solitario y otros jefes lucharon por sus búfalos y muchas partidas de guerreros siguieron el curso desesperado de las cada vez más reducidas manadas. Defendían su derecho a moverse libremente por las praderas. Perecieron. Satanta, hecho prisionero, terminó arrojándose por una ventana del hospital de la prisión. En poco más de diez años, el indio y el búfalo de la pradera habían desaparecido. Hoy las praderas son la principal zona de producción de cereal de Estados Unidos.

La última matanza que se produjo es la conocida como Wounded Knee, por el nombre del arroyo en el que se encontraba el campamento indio. Cuatro hombres y cuarenta y siete mujeres y niños sobrevivieron. Los historiadores están de acuerdo en que éste fue el final de aquella nación. Ellos también lo supieron: “No supe entonces cuánto se había perdido. Cuando miro atrás desde las alturas de mi senectud, vienen a mí todavía imágenes de las mujeres y niños asesinados, amontonados y dispersos por la escarpada garganta. La escena horripilante se me ofrece tan vívida como entonces. Y me doy cuenta ahora de que algo más murió también en aquel barro sangriento y fue enterrado por la tormenta. Allí acabó el sueño de un pueblo. Era un hermoso sueño. Se ha roto el collar y las cuentas se han dispersado. No queda ya simiente ninguna y el árbol sagrado ha muerto” Alce Negro.

El espíritu del universo se comunicaba con el hombre mediante los fenómenos naturales. El viento, la lluvia, el trueno el relámpago, eran sus voces múltiples y queridas; incluso en sueños llegaban las palabras del gran espíritu al corazón del indio, y éste escuchaba todas las cosas.


Todas las palabras de los indios proceden de la obra de Dee Brown. Enterrad mi corazón en Wounded Knee, con excepción de la última que pertenece a “Alce Negro habla”.



La nube que trae un viento,

Las palabras que traen pena,
Otras palabras que limpian,
Otro viento se la lleva.

Pedro Salinas.


FUENTE: DOCENTES