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martes, 18 de agosto de 2015

¿CUÁL ERA EL NIVEL DE CONOCIMIENTO DE LAS ANTIGUAS CIVILIZACIONES?


Según H.P Blavatsky, en un lugar de este mundo existe un manuscrito de un libro, Las Estancias del Dzyan, de remota antigüedad. Es el único ejemplar manuscrito que de dicho libro se conserva. El más antiguo tratado hebreo de ciencia oculta, el Siphra–Dzeniuta es una compilación de aquel manuscrito, hecha también en una época muy antigua. Las Estancias del Dzyan o el libro de Dzyan, es el libro más antiguo del mundo. Por su descripción y contenido se cree que el libro es de una época en la que el ser humano todavía no habitaba la Tierra. Probablemente proviene de seres del espacio o fue forjado por seres mitológicos. Aparentemente la primera persona que tuvo el manuscrito del libro en sus manos fue H.P. Blavatsky, lo que la inspiró a escribir obras relacionadas con aquél libro. Entre ellas cabe destacar “La Doctrina Secreta”, su principal obra. Pero se cree que Blavatsky no tuvo en sus manos la versión original de Las Estancias del Dzyan, sino una réplica hecha para esconder la verdadera, en manos de una entidad hasta el día de hoy desconocida. Las Estancias Del Dzyan, como libro en sí mismo, no posee textos, sino que es un libro místico lleno de objetos simbólicos cuyo significado sólo pueden apreciar personas con poderes psíquicos extremadamente altos, designados como “elegidos” para apreciar la obra. Hasta el día de hoy, parece que H.P. Blavatsky fue la única que pudo describir el significado de esos símbolos. Es uno de los libros más temidos y escondidos por los ocultistas, debido a su extraño e ignoto origen. A finales del siglo XVIII y en los albores del XIX ,el astrónomo francés Jean Sylvain Bailley hace alusión a un libro llegado de la India, pero cuya procedencia era “venusina”. En el siglo XX, Louis Jacolliot da al enigmático libro el nombre al que hacemos referencia. Como uno más de la larga lista de libros cuyo contenido parece poseer dinamita, también éste determina que aquellos que lo poseen sufran extraños accidentes, por lo general fatales. Uno de los dibujos de este manuscrito representa la Esencia divina al emanar de Adán, como un arco luminoso que tiende a cerrarse en circunferencia y, luego de llegado al punto de la gloria inefable, retrocede hacia la Tierra, envolviendo en su torbellino un tipo superior de humanidad.. A medida que va acercándose a nuestro planeta, la emanación es más sombría y al tocar la Tierra es negra como la noche.


En línea con el tema del misterioso libro de las Estancias de Dzyan, se afirma que hace muchos milenios se escribieron unos textos que nos han sido transmitidos por las distintas religiones en forma de libros sagrados. Se supone que fueron dictadas personalmente por los propios dioses o por algún ser celestial. Nos estamos refiriendo a textos que tienen miles de años de antigüedad y que, en muchos casos, eran difíciles de entender. Por ejemplo, en los “Relatos judíos de la Antigüedad” se relata lo siguiente: “El Señor creó mil mundos al principio; después creó todavía más mundos; y todos no son nada comparados con él. El señor creaba mundos y los destruía, plantaba árboles y los arrancaba de raíz, pues crecían desordenadamente y se estorbaban los unos a los otros. Y siguió creando mundos y destruyéndolos, hasta que creó nuestro mundo. Entonces dijo: «Éste me agrada; los demás no me agradan»”. Las antiguas tradiciones afirman que la escritura se inventó antes que la creación del mundo. Y existía un libro que, según se cuenta, tenía la forma de una piedra de zafiro (es curioso lo mucho que nos suena a un sofisticado tipo de soporte de libros digitales). Según los escritos, Raziel, un ángel (o arcángel) que se sentaba junto al río que brotaba del Edén, es el autor de este libro llamado “Sefer Raziel HaMalach” (el libro del arcángel Raziel), donde «está anotado todo el conocimiento celestial y terrestre». El ángel Raziel entregó este misterioso libro a Adán. Debía de ser algo especial, pues no sólo contenía todo el conocimiento, sino que también predecía el futuro. El ángel Raziel dijo a Adán que encontraría en el libro todo «lo que te sucederá hasta el día que mueras». Y no sólo Adán se beneficiaría de este enigmático libro, sino también sus descendientes, tal como Raziel le explicó: “También tus hijos, que vendrán después de ti, hasta el último de la raza, sabrán por este libro lo que habrá de pasar cada mes y lo que habrá de pasar entre el día y la noche; a cada uno le será conocido (…) si habrá de padecer desventuras o hambre, si el trigo será abundante o escaso, si habrá lluvia o sequía”. En el misticismo judío de la Cábala el arcángel Raziel es el «guardador de secretos», «el secreto de Dios» y el «arcángel de los misterios». En hebreo el nombre Rzial significa ‘secretos del dios cananeo El’. Según varios Rabinos es un querubín y el jefe de los Ofaním. Los Ofaním son considerados ángeles extraños y misteriosos ya que, según se relata en Ezequiel, “su aspecto es el de ruedas luminosas que giran continuamente, están cubiertas de grandes ojos y su única misión es mover el carro que transporta a Dios hasta los límites del mundo material (¿¿¿)”. A Raziel se le describe como un arcángel de alas azules, aura dorada brillante alrededor de su cabeza y ropas azules que poseen propiedades sorprendentes. Se dice que Raziel estaba cerca del trono de Dios (Yahveh o Jehová) y por lo tanto oía todo lo que allí se decía y discutía.



Después que el ángel Raziel entregó el libro a Adán, sucedió algo maravilloso: “Y en la hora en que Adán recibió el libro surgió un fuego en la orilla del río, y el ángel ascendió al cielo entre las llamas. Entonces supo Adán que el mensajero era un ángel de Dios, y que el libro se lo había enviado el santo Rey. Y lo conservó con santidad y con pureza”. En el libro estaban grabados los símbolos de la sabiduría sagrada, y en él se contenían setenta y dos categorías de conocimientos, divididas en 670 símbolos de los misterios superiores. También contenía 1.500 claves secretas. Adán leyó el libro que le otorgaba el poder de dar nombre a todos los objetos y a todos los animales. Pero cuando cometió su famoso “pecado original”, el libro sorprendentemente «salió volando de entre sus manos». Adán lloró amargamente y se sumergió en las aguas de un río. Cuando su cuerpo se quedó hinchado, el Señor tuvo misericordia de él y ordenó al ángel Rafael que le devolviese la misteriosa piedra de zafiro. Adán entregó el mágico libro a su hijo Set y le explicó «en qué consistía su poder y su maravilla. También le habló de cómo había usado él el libro, y le dijo que lo había escondido en una fisura de las rocas». Set también recibió instrucciones de cómo usarlo y de cómo «conversar con el libro». Sólo podía acercarse al libro con veneración y humildad. Debía lavarse a fondo antes de utilizarlo y no debía comer cebolla, ajo u otras especias (¿¿¿). Set siguió las instrucciones de su padre y aprendió durante toda su vida de la piedra sagrada de zafiro. Finalmente construyó«… un cofre de oro; guardó en él el libro y escondió el cofre en una cueva en la ciudad de Enoc». El libro permaneció en aquel escondite hasta que «al patriarca Enoc se le reveló en un sueño el lugar donde estaba escondido el libro de Adán». Enoc, el patriarca antediluviano que era el hombre más sabio de su época, fue a la cueva y por algún medio misterioso se le reveló cómo debía utilizar el libro. Y «en el momento mismo en que le quedó claro el significado del libro, se le encendió una luz». Enoc comprendió entonces todo lo referente a las estaciones, los planetas, las estrellas y los ángeles que dirigen sus cursos. Y ¿qué sucedió con el libro? En este caso fue otro arcángel, Rafael, el que lo hizo llegar a las manos de Noé y le explicó el modo de utilizarlo. El libro seguía estando «escrito sobre una piedra de zafiro», y Noé, después del diluvio, lo leyó y aprendió los cursos de todos los planetas, así como «los cursos de Aldebarán, Orión, Sirio». También aprendió de él «… los nombres de todas las diferentes esferas del cielo (…) y los nombres de todos los servidores celestiales». Es realmente sorprendente que a Noé le pudiesen interesar los cursos de la estrella Aldebarán, la constelación de Orión y la estrella doble (o triple) de Sirio, o conocer los nombres de los misteriosos «servidores celestiales». Luego se dice que Noé depositó el libro en un cofre de oro y fue lo primero que metió en el arca. Y cuando Noé salió del arca, conservó el libro hasta el final de su vida.


Helena Blavatsky, también conocida como Madame Blavatsky, cuyo nombre de soltera era Helena von Hahn y luego de casada Helena Petrovna Blavatsky (1831 – 1891), fue una escritora, ocultista y teósofa rusa. Fue una de las fundadoras de la Sociedad Teosófica y contribuyó a la difusión de la Teosofía moderna. Sus libros más importantes son Isis sin velo y La Doctrina Secreta, escritos en 1875 y 1888, respectivamente. Su padre, el Coronel Peter Hahn, procedía de una familia noble originaria de Mecklenburg, Alemania, pero se habían establecido en Rusia. La familia de su madre, también de noble rango, tenía sus orígenes en un antepasado del siglo IX. Las facultades de clarividencia de H.P. Blavatsky eran tan grandes que, ya de niña, era consultada por la nobleza sobre sus asuntos privados y por la policía respecto a algunos delitos. Era una pianista de talento y de joven tocó en Londres con Clara Shumann y Arabelle Goddard. En 1848, a los 17 años, se casó con el Coronel Blavatsky, un hombre ya mayor del que se separó pronto. Durante 1848 y 1849, estudió magia en Egipto con un copto anciano e ingresó en “Los Drusos del Líbano“, una sociedad secreta. Estuvo presente con Garibaldi en la batalla de Mentana en 1849 y “la recogieron de una fosa para los muertos con el brazo izquierdo roto en dos lugares, balas de mosquetón hundidas en el hombro izquierdo y una herida de puñal en el corazón“. Cuando paseaba con su padre por Londres en 1851, vio un Rajput alto y noble al que reconoció como un Protector, al que había conocido en sus visiones desde su infancia. Los Rajput se consideran a sí mismos descendientes de una de las castas chatría, grupos guerreros gobernantes, del subcontinente indio, especialmente del norte de la India. El Rajput le habló de un trabajo futuro que ella haría bajo su dirección después de prepararse en Oriente. En 1852 intentó entrar en el Tibet, pero no lo consiguió hasta 1867. Mientras tanto entró en contacto con el espiritismo, aprendió a “controlar su poder para producir fenómenos a voluntad” y se dedicó a “diversas empresas comerciales“. En el Tibet aprendió, según se dice, a manipular las fuerzas ocultas. En El Cairo, en 1871, hizo un intento frustrado para fundar una sociedad espiritual. En 1873 vivió con su hermano en París, pintando y escribiendo. Mientras estaba en París recibió órdenes perentorias de los Mahatmas para ir a Nueva York y esperar instrucciones. Llegó allí el 7 de julio de 1873. En 1874 le ordenaron ir a la finca de Eddy en Chittenden. Ese era el sitio donde varios fenómenos ocultos estaba siendo investigados por el Coronel H.S. Olcott.


En 1875, en Nueva York, fundó con Olcott la Sociedad Teosófica. La obra Isis sin Velo, un ataque contra el materialismo de la religión y de la ciencia, fue publicado en 1877. El 8 de julio de 1878 se hizo ciudadana americana. Más tarde ese mismo año, actuando “bajo órdenes” ella y Olcott embarcaron hacia la India y desembarcaron en Bombay en febrero de 1879. En 1880 los dos fundadores viajaron por Sri Lanka en defensa del budismo y se hicieron budistas el 19 de mayo de 1881. En 1882, la sede de la Sociedad se trasladó a su lugar actual en Adyar, Madrás, ciudad de Chennai. Blavatsky hizo varios viajes por la India entre su llegada en 1879 y su visita a Europa en 1884. En ausencia de los fundadores, apareció el informe de laSociedad para la Investigación Psíquica, intentando hacerla quedar como una impostora. A pesar de la intervención de su Gurú para restablecer su salud, ésta se fue deteriorando y Blavatsky no pudo quedarse en Adyar más tiempo que el de una corta visita que realizó ese año. En Wurzburg trabajó en su obra maestra, La Doctrina Secreta, cuyos verdaderos autores, según la Condesa Wachtmeister, fueron los Hermanos Adeptos. En 1887 en Ostende, Blavatsky se puso muy enferma, pero tuvo otra extraña recuperación. Luego se trasladó a Londres, que fue, desde entonces, el centro del trabajo Teosófico en Europa. En esto contó con la ayuda de varias visitas ocasionales del Coronel Olcott. En 1888, se publicaron los dos primeros volúmenes de La Doctrina Secreta. Blavatsky murió el 8 de mayo de 1891 en Londres. Sus cenizas fueron repartidas entre Nueva York, la India y Londres y parte ellas están enterradas bajo su estatua de Adyar. En su testamento pidió que cada año, en el aniversario de su muerte, sus amigos se reunieran y leyeran fragmentos de La Luz de Asia y delBhagavad Gita. Por deseo del Coronel Olcott, este aniversario ha recibido el nombre del “Dia del Loto Blanco”. El Coronel Olcott resumió el secreto del extraordinario poder que tenía Blavatsky para producir rápidos cambios en la vida de las personas que estaban cerca de ella. Según él, se basaba en su increíble conocimiento oculto y sus poderes, además de su relación con los Maestros ocultos.


Los filósofos herméticos han tenido el convencimiento, probablemente basado en unos sesenta mil años de experiencia, de que a través del tiempo, y por efecto del pecado, fue densificándose el cuerpo físico del hombre, cuya naturaleza era en un principio casi etérea y le permitía percibir claramente las cosas hoy invisibles del universo. Desde la caída del género humano, la materia es un espeso muro interpuesto entre el mundo terrestre y el mundo de los espíritus. Las más antiguas tradiciones esotéricas enseñan asimismo que antes del Adán mítico existieron sucesivamente varias razas humanas. Tal vez pertenecían a alguna de estas razas los hombres alados que menciona Platón en su obra Fedro. Habría que resolver este enigma tomando como punto de partida las cavernas de Francia y los restos de la Edad de Piedra. La Edad de Piedra, oEdad Lítica, es el período de la Prehistoria que abarca desde que los seres humanos empezaron a elaborar herramientas de piedra hasta el descubrimiento y uso de metales. La madera, los huesos y otros materiales también fueron utilizados, como cuernas, cestos, cuerdas, cuero, etc., pero la piedra, y, en particular, diversas rocas de rotura concoidea, como el sílex, el cuarzo, la cuarcita, la obsidiana, fue utilizada para fabricar herramientas y armas, de corte o percusión. Sin embargo, ésta es una circunstancia necesaria, pero insuficiente para la definición de este período, ya que en él tuvieron lugar fenómenos fundamentales para lo que sería nuestro futuro, tales como la evolución humana, las grandes adquisiciones tecnológicas del fuego, las herramientas y la vestimenta, la evolución social, los cambios climáticos, la diáspora del ser humano por todo el mundo habitable, desde su supuesta cuna africana, y la revolución económica desde un sistema recolector-cazador, hasta un sistema parcialmente productor. El rango de tiempo que abarca este período es ambiguo y variable según la región de que se trate. Aunque es posible hablar de este período en concreto, para el conjunto de la humanidad, no hay que olvidar que algunos grupos humanos nunca desarrollaron la tecnología de la fundición de metales y, por tanto, quedaron sumidos en la Edad de Piedra hasta que se encontraron con culturas tecnológicamente más desarrolladas. Sin embargo, en general, se considera que este período comenzó en África hace 2,8 millones de años, con la aparición de la primera herramienta humana o pre-humana. A este período le siguió el Calcolítico o Edad del Cobre y, sobre todo, la Edad de Bronce, durante la cual, las herramientas de esta aleación llegaron a ser comunes. Esta transición ocurrió entre el 6000 a. C. y el 2500 a. C.



Tradicionalmente se viene dividiendo esta Edad de Piedra en Paleolítico, con un sistema económico de caza-recolección, y Neolítico, en el que se produce la revolución hacia el sistema económico productivo, con agricultura y ganadería. El Paleolítico significa etimológicamente piedra antigua, término creado por el arqueólogo John Lubbock en 1865 en contraposición al de Neolítico, o Edad moderna de la piedra. Se extiende desde hace unos 2,85 millones de años (en África) hasta hace unos 12 000 años. El Neolítico, o Edad de Piedra Nueva o Pulimentada, es uno de los periodos en que se considera dividida la Edad de Piedra. El término fue acuñado también por John Lubbock en su obra de 1865 que lleva por título Prehistoric Times. Inicialmente se le dio este nombre en razón de los hallazgos de herramientas de piedra pulimentada, en vez de tallada, que parecían acompañar al desarrollo y expansión de la agricultura. Hoy en día se define el Neolítico precisamente en razón del conocimiento y uso de la agricultura o del pastoreo. Normalmente, pero no necesariamente, va acompañado por el trabajo de la alfarería. La agricultura y la ganadería empezaron a practicarse en diferentes lugares del planeta de manera independiente y en distintas fechas. La primera región donde se encuentran pruebas de la transición de unas sociedades de cazadores-recolectores a otras de productores fue Oriente Próximo, hacia el 8500 a. C., probablemente por los sobrevivientes del Diluvio Universal, desde donde se extendió a Europa, Egipto, Oriente Medio y, quizás, el sur de Asia. Muy poco después los procesos productores se desarrollaron de manera totalmente independiente en el norte de China, en los valles del río Amarillo y del Yangtsé (7500 a. C.). En Nueva Guinea también se dio un desarrollo temprano independiente de la horticultura, ya que algunos indicios sugieren que fue hacia el 7500 a. C., aunque dicha fecha es todavía insegura. En África las primeras regiones donde se dieron las transformaciones neolíticas fueron el Sáhara, el Sahel y Etiopía, aunque algunos autores opinan que pudo haber existido algún tipo de influencia desde Asia y otros consideran que el desarrollo fue independiente, dado que se domesticaron especies de plantas locales. Finalmente, en América, el desarrollo de la agricultura fue más tardío, aunque se dio de manera independiente en tres regiones. Primero en Mesoamérica y la región andina, aunque no se sabe con seguridad si la horticultura en la Amazonia occidental estuvo influido por la región andina. Bastante más tardíamente, en el este de Norteamérica. En Europa el desarrollo no fue independiente y la agricultura apareció entre el 6000 a. C y el 3500 a. C., dependiendo de las regiones, gracias a la llegada de especies procedentes de Próximo Oriente. La etapa de transición entre el Paleolítico y el Neolítico se conoce como Mesolítico, mientras que las fases del Paleolítico tardío contemporáneas con el Neolítico y el Mesolítico en otras regiones del planeta se conocen como Epipaleolítico.


En las más antiguas tradiciones de casi todos los pueblos se descubre la misma creencia en una raza superior a la actual, definida en muchos casos como divina o, tal vez, extraterrestre. El manuscrito quiché Popol Vuh, publicado por Brasseur de Bourbourg, uno de los pioneros de la arqueología y la historia precolombina, dice que el primer hombre pertenecía a una raza dotada de raciocinio y de habla, con vista sin límites y que conocía todas las cosas a un tiempo. Quiché es el nombre de un pueblo nativo de Guatemala, así como de su idioma y su país en tiempos precolombinos. El término quiché proviene de qui, o quiy, que significa “muchos“, y che, palabra maya original, que alude a un bosque o tierra de muchos árboles. El pueblo quiché es uno de los pueblos mayas nativos del altiplano guatemalteco. En tiempos precolombinos los quichés establecieron uno de los más poderosos estados de la región. La última ciudad capital era Gumarcaaj, también conocida como Utatlán, una de las ciudades mayas más poderosas cuando los españoles llegaron en la región en el siglo XVI, y cuyas ruinas se encuentran a dos kilómetros de Santa Cruz del Quiché, en el departamento de El Quiché, Guatemala. Fueron conquistados por el español Pedro de Alvarado a principios del siglo XVI, en 1524. El último comandante del ejército quiché fue Tecún Umam, quien fue muerto por de Alvarado en la batalla de los Llanos del Pinal. Tecún Uman es todavía considerado un héroe popular nacional y figura de leyenda. El texto más famoso en idioma quiché es el Popol Vuh, que narra del origen de este pueblo desde la creación del mundo, con sus dioses y los primeros hombres y mujeres, formados de maíz, hasta llegar a la conquista española. El libro, de gran valor histórico y espiritual, ha sido llamado erróneamenteLibro Sagrado o la Biblia de los mayas quiché. Está compuesto de una serie de relatos que tratan de explicar el origen del mundo, de la civilización, de diversos fenómenos que ocurren en la naturaleza, etc.



Según Filón de Alejandría (10 a.C. – 45 d.C.), también llamado Filón el Judío, uno de los filósofos más renombrados del judaísmo helénico, el aire está poblado de multitud de invisibles espíritus, inmortales y libres de pecado, unos, y perniciosos y mortales, otros. Hay una sentencia que dice: “De los hijos de EL descendemos, e hijos de EL volveremos a ser”. La misma creencia se trasluce en un pasaje del Evangelio de San Juan, escrito por un anónimo agnóstico, que dice: “Más a cuantos le recibieron les dio poder de ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre”. Es decir, que cuantos practicaran la doctrina esotérica de Jesús se convertirían en hijos de Dios. “¿No sabéis que sois dioses?”, dice Cristo a sus discípulos. Platón describe admirablemente, en su obra Fedro, el estado primario del hombre, al cual debe volver de nuevo: “Antes de perder las alas vivía entre los dioses y él mismo era un dios en el mundo aéreo”. Desde la más remota antigüedad la filosofía religiosa enseñó que el universo está poblado de divinos y espirituales seres de diversas razas. De una de éstas surgió, con el tiempo Adán, el hombre primitivo. Los kalmucos y otros pueblos de Siberia describen también, en sus leyendas, unas razas anteriores a la nuestra, y dicen que aquellos hombres poseían conocimientos casi ilimitados, de lo que presumían hasta llegar a rebelarse contra el Gran Espíritu, que, para humillar su presunción y castigar su arrogancia, los encerró en cuerpos físicos, que limitaron sus facultades. Únicamente pueden salir de este encierro por medio de un perseverante arrepentimiento, de la purificación y del desenvolvimiento interior. Creen que sus chamanes a veces pueden ejercer las divinas facultades que una vez poseyeron todos los hombres. Los Kalmucos (o Calmucos) son un pueblo mongol conocido con esta denominación desde el siglo XVII, cuando llegaron del Asia Central a la desembocadura del Volga, en la cabecera del Cáucaso. Los mongoles tuvieron su residencia en Karakorum. Y aún después de haber perdido la China, eran poderosos en la Tartaria. De ellos salieron dos pueblos, los khalkhas y los elutos o calmucos; los primeros se sometieron más tarde a la China, y los otros a Rusia. Entre los siglos XV y XVII, los calmucos eran nómadas que rivalizaron con China por el control de Pekín. Los calmucos en realidad son oirates, o sea mongoles de fe budista occidentales. A finales del siglo XV, con Dayan Kan, y en la segunda mitad del XVI, con su nieto Altan Khan (1543-1583), consiguieron restaurar una parte del poder que tuvo su legendario antepasado Gengis Kan. Altan conquistó toda Mongolia e introdujo el lamaísmo entre los calmucos a raíz de sus campañas en el Tíbet.


El jefe de la religión tibetana visitó Mongolia, donde organizó el lamaísmo (1577) y concedió a Altan el título de Dalai Lama de Mongolia. Sus descendientes constituyeron una feudalidad religiosa y se construyeron numerosos monasterios en el país. Bajo su liderazgo se difundió con éxito el budismo tibetano, que era conocido desde el siglo XIII, pero que los eclécticosgengiskanidas nunca habían adoptado. En 1603 los calmucos destruyeron el kanato de Khiva y en 1639 subyugaron a los turcomanos de Mangyshlak. Los calmucos se establecieron en la estepa abierta de Saratov, en el norte de Astracán, en el delta del Volga en el sur, y el río Terek, en el suroeste. También acamparon en ambos lados del río Volga, del río Don, en el oeste, hasta el río Ural, en el este. Estos territorios habían sido anexionados por Rusia, que no estaba en condiciones de llenar la zona con colonos rusos. Los zares rusos los utilizaron como pueblo fronterizo contra las incursiones de los pueblos de las estepas y los calmucos fueron reclutados por el ejército imperial. Ayuka Kan (1670-1724) se hizo vasallo nominal de Rusia y los rusos lanzaron a estos guerreros budistas contra el kanato de Crimea, los baskires y los nogayos, que eran musulmanes. Aprovechando la muerte de Ayuka Kan en el año 1724, Kalmukia fue invadida y anexionada por Rusia. Aunque al principio los calmucos se mostraron antirusos, la rusificación dio sus frutos, por lo que no dudaron en ayudar a Rusia en las Guerras Napoleónicas (1812-1815), en la Guerra de Crimea (1853-1856) y en la Guerra Ruso-Turca (1877-1878). Formaron un kanato fronterizo, territorio gobernado por un kan o gobernante mongol, que juró lealtad a Rusia a cambio de protección contra el ataque de los tártaros. En la biblioteca Astort, de Nueva York, hay una copia de un tratado egipcio de medicina escrito en el año 1552 a.C., cuando, según la cronología corriente, contaba Moisés veintiún años de edad. Los caracteres están trazados sobre una corteza interna del cyperus papyrus, una planta originaria de Egipto que crece en las orillas del río Nilo y su delta, y servía para elaborar los antiguos papiros manuscritos. El profesor Joseph August Schenk (1815 – 1891), botánico y paleontólogo alemán, de Leipzig, no sólo atestigua su autenticidad, sino que lo considera el más perfecto de cuantos se conocen. Es una sola hoja de excelente papiro amarillento obscuro, de tres decímetros de ancho y más de veinte metros de largo, arrollado en ciento diez páginas cuidadosamente numeradas. Lo adquirió en 1872 el arqueólogo alemán Georg Ebers de manos de un árabe de Luxor.


El periódico La Tribuna, de Nueva York, dijo sobre este asunto que del examen del papiro se infiere, con toda probabilidad, que es uno de los seis libros herméticos de Medicina citados por Clemente de Alejandría. Dice el mismo periódico: “El año 363, en tiempo de Jámblico, los sacerdotes egipcios enseñaban cuarenta y dos libros atribuidos a Hermes. Según Jámblico, de estos libros, treinta y seis trataban de todos los conocimientos humanos y los seis restantes se ocupaban especialmente de anatomía, patología, oftalmología, quirúrgica y terapéutica . El Papiro de Ebers es seguramente uno de estos tratados herméticos”. El fortuito encuentro del arqueólogo alemán y del árabe de Luxor han puesto al descubierto la antigua ciencia de los egipcios. Los descubrimientos de la ciencia moderna no invalidan las remotísimas tradiciones que atribuyen una increíble antigüedad a la raza humana. La geología, que hasta hace poco no había descubierto las huellas del hombre más allá de la época terciaria, tiene hoy pruebas incontrovertibles de que el hombre existía ya sobre la tierra mucho antes del último período glacial, que se remonta a 250.000 años. Es una datación que creyeron los antiguos filósofos. Por otra parte, junto con restos humanos se han encontrado diversos utensilios, en prueba de que en aquella remota época se ejercitaba ya el hombre en la caza y sabía edificar chozas. Pero la ciencia se ha detenido en su investigación, sin dar otro paso para descubrir el origen de la raza humana. Evidentemente los antropólogos modernos son incapaces de reconstruir, con los fósiles hasta ahora descubiertos, el trino hombre físico, mental y espiritual. El hecho de que cuanto más hondas son las excavaciones arqueológicas, más toscos y groseros resultan los utensilios prehistóricos, parece una prueba científica de que el hombre sería más salvaje a medida que nos acercásemos a su origen. Según Ellen Lloyd, en su obra “El hombre antes de Adán en Bretaña“, opina que el hombre es de mayor antigüedad de lo que la ciencia moderna está dispuesta a admitir. Por otro lado, nos dice que elefantes y tigres una vez ocuparon el suelo de Gran Bretaña. Hay una gran cantidad de evidencias que apoya claramente esta afirmación. En otro libro titulado “Voces de Tiempos Legendarios“, Lloyd habla sobre la existencia de animales prehistóricos y de humanos en América. pero en este artículo vamos a echar un breve vistazo a algunos de los descubrimientos a menudo olvidados, pero muy importantes, en el Reino Unido.


En 1715, un farmacéutico de Londres llamado Conyers hizo el primer hallazgo conocido, que demostró que el hombre antediluviano también podría ser rastreado en Inglaterra. En el mesón Gray’s Inn Lane, Conyers desenterró un hacha de piedra que yacía junto a huesos de elefante. En base a su descubrimiento, Conyers lógicamente concluyó que el antiguo hombre había una vez utilizado herramientas de piedra para cazar elefantes. La comunidad científica se rió e ignoró sus reivindicaciones, anunciando que los romanos habían utilizado elefantes durante su invasión en la época del emperador Claudio. La explicación ofrecida por la comunidad científica podría haber sido adecuada, si no le hubieran seguido descubrimientos más incómodos durante los siguientes años. En 1790, John Frere llevó a cabo excavaciones arqueológicas en Hoxne, en Suffolk, Inglaterra, donde encontró hachas manuales de sílex junto a enormes huesos de animales desconocidos. Todavía había un diente en el hueso de la mandíbula de un enorme animal que Frere encontró a una profundidad de cuatro metros, en una capa de grava. Frere llegó a la misma conclusión que Conyers. Los fósiles y las herramientas humanas eran evidencia de que el hombre y animales extinguidos coexistieron en el pasado. Sin embargo, los científicos eran de una opinión diferente. Frere fue, tratado con desprecio por el mundo de la ciencia. Sus hallazgos no estaban de acuerdo con el plazo históricamente aceptado de la humanidad. Por lo tanto, sus ideas y descubrimientos no pudieron ser tratados seriamente y el caso fue cerrado. Más tarde, en 1824, un sacerdote católico llamado J. MacEnery, desenterró herramientas humanas junto con huesos de animales extintos, en la Caverna de Kent, Devon, Inglaterra. El Padre J. MacEnery habló a William Buckland, teólogo Inglés y Decano de Westminster sobre su inusual hallazgo. William Buckland hizo él mismo un descubrimiento muy interesante en la Cueva del Agujero de Cabra, cerca de Paviland, en Gales, donde se encontró un esqueleto de un hombre joven. Buckland identificó erróneamente los restos, en la creencia de que había desenterrado los restos de una mujer. La llamó la “Dama Roja de Paviland“. Además, Buckland se encontró con antiguas herramientas de piedra próximas al esqueleto. De acuerdo con la doctrina cristiana, el hombre antes de Adán era imposible, ya que Adán fue el primer hombre creado por Dios. Buckland concluyó, pues, que su descubrimiento, junto con el del Padre J. MacEnery, se remontaba a la época de Jesucristo. Pero, ¿cómo podían unas herramientas antiguas estar mezcladas con huesos de animales prehistóricos?



William Buckland tenía una respuesta a esta pregunta. Las herramientas habían, de alguna manera, tenido que “deslizarse hacia abajo” a la capa inferior, más antigua, donde los restos de animales extintos fueron encontrados. Algunos años más tarde, otro curioso hallazgo salió a la luz en Devon. En 1858, al entrar en una cueva en Devon, William Pengelly, un maestro de escuela, descubrió en su suelo una hoja de estalagmitas de tres a ocho pulgadas de espesor, conteniendo, dentro de ella, restos de león, hiena, oso, mamut, rinoceronte y reno. Esta fue una prueba más de que la historia es diferente a la presentada en los libros de historia ortodoxos. Uno de los objetos más sorprendentes descubiertos en Inglaterra es sin duda un pequeño martillo, que se estima tiene la escalofriante edad de 140 millones de años. A primera vista, esta herramienta parece bastante insignificante. Sin embargo, esta reliquia antediluviana es única en muchos sentidos. De acuerdo con la ciencia moderna, este martillo no debería existir en aquella remota época. Sin embargo, estaba allí. Alguien había producido aquel martillo hacía millones de años. Un análisis realizado al martillo por organizaciones independientes revela que esta herramienta se compone de 96,6% de hierro, 2,6% de cloro y 0,74% de azufre. O sea, el martillo está hecho casi completamente de hierro. Un examen más detallado del martillo no mostró evidencias de irregularidades en la cabeza de martillo. No había rastros de ingredientes utilizados para el refinamiento, tales como cobre, titanio, manganeso, cobalto, o molibdeno, vanadio, wolframio o níquel, todos los cuales son empleados actualmente en la fabricación del acero. Basado en la composición del martillo, sería imposible reproducir este tipo de herramienta con ayuda de la tecnología moderna. Por lo tanto, está claro que quién haya fabricado este martillo tenía grandes habilidades tecnológicas. Tal vez estos metalúrgicos antediluvianos fueron introducidos en esta tecnología por “dioses” alienígenas, que hubiesen llegado a nuestro planeta en esta época. Muchas culturas antiguas relatan de cómo sabios “seres del cielo” les instruyeron en ciencias como la astronomía, las matemáticas, la metalurgia y la agricultura. Estos dioses extraterrestres, los antiguos astronautas, supuestamente no sólo fueron los creadores del Hombre, sino que actuaron también como nuestros maestros. Los descubrimientos que corroboran la existencia de seres humanos y criaturas antediluvianas se produjeron regularmente, no sólo en el Reino Unido, sino también en otras partes de Europa. En Alemania, en una cueva cerca de la ciudad bávara de Bayreuth, un sacerdote llamado Johann Friedrich Esper encontró una mandíbula humana acompañada por los restos de un oso gigante. Se suponía que el oso extinto vivió en los días del Noé bíblico, antes del diluvio.


En Francia, Boucher de Perthes descubrió, en 1832, en el área de Abbeville, varias hachas de piedra, similares a las encontradas por John Frere en Suffolk, Inglaterra. Junto a las piedras, Boucher de Perthes se encontró con huesos de mamuts, rinocerontes, bisontes, leones de las cavernas y otros animales extintos, que se remonta a tiempo antes del diluvio. En Bélgica, un doctor llamado Schmerling desenterró en cuevas siete cráneos humanos, una serie de herramientas de piedra, y huesos de animales extintos, como el mamut y el rinoceronte europeo. El Dr. Schmerling concluyó: “No puede haber ninguna duda de que los huesos humanos fueron enterrados al mismo tiempo y por la misma causa que el resto de las especies extintas“. La coexistencia del hombre y de los animales extintos es una realidad. Hay muchos fósiles que prueban este hecho. Es obvio que alguien suficientemente inteligente estaba caminando sobre este planeta mucho antes de que apareciera el primer ser humano moderno oficialmente reconocido. Los restos hallados, por ejemplo, en la cueva de Devon, demuestran que existieron otras razas civilizadas. Cuando hayamos desaparecido los actuales pobladores de la tierra y los arqueólogos de una raza futura hallen en sus excavaciones los utensilios pertenecientes a los indios o a las tribus de las islas de Andamán, ¿podrían afirmar que nuestra humanidad comenzaba a salir de una Edad de Piedra? Los científicos actuales tienden a suponer que las razas arcaicas estaban sumidas en la barbarie. Sin embargo, algunos orientalistas sostienen lo contrario, como, por ejemplo, el orientalista alemán Max Müller (1823 – 1900), que decía: “Hay todavía muchas cosas incomprensibles para nosotros, y el lenguaje jeroglífico de los antiguos tan sólo expresa la mitad de los pensamientos. Sin embargo, la imagen del hombre se nos aparece cada vez más pura y noble en todos los países, según nos acercamos a su origen y comprendemos sus errores é interpretamos sus ensueños. Por lejanas que estén las huellas del hombre, aun en los más apartados confines de la historia, descubrimos desde un principio el divino don de la vigorosa y razonable inteligencia, de suerte que es imposible sostener que la raza humana haya surgido lentamente de las profundidades de la brutalidad animal”. Pero los sabios actuales se ocupan tan sólo en estudiar los efectos físicos, y el campo de investigación científica no va más allá de la naturaleza física, en cuyos límites se detienen los investigadores para recomenzar su tarea y dar vueltas y más vueltas a la materia. No se trata de poner en tela de juicio la valía potencial de la ciencia. Pero el investigador científico no debe rehuir el estudio de ningún nuevo fenómeno, por insólito que sea.


Los antiguos filósofos conocían la naturaleza interna y externa del hombre. Dividían la existencia del hombre sobre la tierra en dilatados ciclos, durante cada uno de los cuales la humanidad alcanzaba gradualmente el pináculo de la civilización para luego ir sumiéndose paulatinamente en la más abyecta barbarie. De los maravillosos monumentos de la antigüedad todavía existentes y de la descripción que hace Heródoto de otros ya desaparecidos, puede inferirse el alto grado de progreso a que llegó la humanidad en cada uno de sus pasados ciclos. Ya en la época del célebre historiador griego, muchos templos famosos y pirámides gigantescas a que el padre de la historia llama “venerables testigos de las glorias de nuestros remotos antepasados”, eran montones de ruinas. Heródoto evita tratar de las cosas divinas y se centra en describir, en base a la información recibida, los maravillosos subterráneos del laberinto que sirvieron de sepulcro a los reyes iniciados, cuyos restos yacen todavía en lugares ocultos. Sin embargo, los relatos históricos de la época de los Ptolomeos nos proporcionan bastantes elementos para juzgar las florecientes civilizaciones de la antigüedad, pues ya entonces habían decaído las ciencias y las artes, con la pérdida de muchos de sus secretos. En las excavaciones efectuadas en Mariette–Bey, al pie mismo de las Pirámides, se han encontrado estatuas de madera y otros objetos artísticos, cuyo examen muestra que muchísimo antes de las primeras dinastías habían llegado ya los egipcios al refinamiento de la perfección artística, hasta el punto de maravillar hasta a los más entusiastas partidarios del arte helénico. En una de sus obras, el egiptólogo John Taylor describe dichas estatuas diciendo que es verdaderamente inimitable la belleza plástica de aquellas testas con. ojos de piedras preciosas y párpados de cobre. A mucha mayor profundidad de la capa de arena en que yacían los objetos expuestos en el Museo Británico y en las colecciones de Lepsius y Abbott, se encontraron posteriormente las pruebas tangibles de la doctrina hermética de los ciclos. Un entusiasta helenista, el doctor Heinrich Schliemann, descubridor de Troya, halló en las excavaciones efectuadas en el Asia menor notorias huellas del progreso gradual de la barbarie a la civilización y del también gradual regreso de la civilización a la barbarie. Así, pues, el hombre antediluviano llegó a altas cotas de civilización.


Según la filosofía caldea, los ciclos de evolución no abarcan en un mismo tiempo a toda la humanidad. Así lo corrobora el científico, filósofo e historiador del siglo XIX, John William Draper, al decir que los períodos en que a la geología dividió los progresos del hombre, no comprenden simultáneamente a toda la humanidad, pues cabe poner por ejemplo algunas de las tribus indias de América o de los indígenas de Nueva Guinea que, en el siglo XIX, e incluso más tarde, todavía estaban en una cierta Edad de Piedra. Los cabalistas versados en el sistema pitagórico saben que las doctrinas metafísicas de Platón se fundan en rigurosos principios matemáticos. A este propósito, dice el Magicón: “Las matemáticas sublimes están relacionadas con toda ciencia superior; pero las matemáticas vulgares no son más que falaz fantasmagoría cuya encomiada exactitud dimana del convencionalismo de sus fundamentos”. Algunos filósofos actuales ponderan el aristotélico método inductivo en perjuicio del deductivo de Platón, porque se figuran que aquél consiste tan sólo en ir de lo particular a lo universal. Draper lamenta que los místicos especulativos, como Amonio Saccas y Plotino, suplantaran a los rigurosos geómetras de las escuelas antiguas. Pero no tiene en cuenta que la geometría es, entre todas las ciencias, el más acabado modelo de síntesis, que procede de lo universal a lo particular, siguiendo el método platónico. Ciertamente que no fallarán las ciencias exactas mientras, recluidas únicamente en las condiciones del mundo físico, utilicen el método aristotélico. Pero como el mundo físico es limitado aunque nos parezca ilimitado, las investigaciones meramente físicas no podrán transponer la esfera del mundo material. La teoría cosmológica de los números, que Pitágoras aprendió de los hierofantes egipcios, es la única capaz de conciliar la materia y el espíritu, demostrando matemáticamente la existencia de ambos principios. Las combinaciones esotéricas de los números sagrados del universo resuelven el arduo problema. Los órdenes inferiores proceden de los espiritualmente superiores y evolucionan en progresivo ascenso hasta que, llegados al punto de conversión, se reabsorben en el infinito. La fisiología, como todas las ciencias, está sujeta a la ley de evolución cíclica. Y si en el actual ciclo vamos saliendo apenas del arco inferior, algún día tendremos la prueba de que, en época muy anterior a Pitágoras, estuvo en el punto culminante del ciclo. Por de pronto, Pitágoras aprendió fisiología y anatomía de boca de los discípulos y sucesores del sidonio Mochus, que floreció muchísimos años antes que el filósofo de Samos, cuya solicitud por conservar las enseñanzas de la antigua ciencia del alma le hacen digno de vivir eternamente en la memoria de los hombres. En la Teogonía de Mochus vemos que el Eter es el primero y después le sigue el aire, los dos principios de los cuales naceUlom, el Dios inteligible, el universo visible de materia.



Las ciencias enseñadas en los santuarios estaban veladas por el más sigiloso secreto. Esta es la causa de la poca consideración en que hoy se tiene a los filósofos antiguos. Y más de un comentador acusa de incongruentes a Platón y Filón el Judío, por no advertir el propósito que se trasluce bajo el laberinto de contradicciones metafísicas que deja perplejos a los lectores del Timeo. Las veladas alusiones de Platón a las enseñanzas esotéricas han puesto en extrema confusión a sus comentadores, que llegaron a alterar muchos pasajes del texto, creyendo que estaban equivocadas. Así tenemos que, con respecto a la frase: “Del canto el orden de la sexta raza cierra“, la interpretación correcta sería la aparición de la sexta raza en la consecutiva evolución de las esferas. Pero George Burges (1786–1864), traductor de obras de Platón, opina que el pasaje “está sin duda tomado de una cosmogonía, según la cual fue el hombre el último ser creado”. Hay una opinión actual generalizada de que los sabios de la antigüedad no tuvieron el profundo conocimiento de las ciencias experimentales que se tiene en la actualidad. Algunos comentadores sostienen que si algo sabían de la indestructibilidad de la materia, no era por deducción de principios firmemente establecidos, sino por intuición y analogía. Sin embargo, aunque las enseñanzas de los filósofos antiguos en lo concerniente a las cosas materiales fuesen públicas y estén sujetas a la crítica, sus doctrinas sobre las cosas espirituales fueron profundamente esotéricas, y movidos por el juramento de mantener en absoluto secreto cuanto se refiriese a las relaciones entre el espíritu y la materia. La doctrina de la metempsícosis, ridiculizada por los científicos y combatida por los teólogos, es un concepto sublime para quienes desentrañan su esotérica adecuación a la indestructibilidad de la materia é inmortalidad del espíritu. La metempsicosis, o metempsícosis, es una antigua doctrina filosófica griega basada en la idea tradicional de la constitución triple del ser humano, espíritu, alma y cuerpo, que afirma el traspaso de ciertos elementos psíquicos de un cuerpo a otro después de la muerte. En Occidente esta creencia fue mantenida por el orfismo y el pitagorismo y aceptada por Empédocles, Platón, Plotino y los neoplatónicos, que hallaron en ella un modo apto para justificar la teoría de la preexistencia del alma que desembocaría, con Platón, en lateoría de la Reminiscencia, forma de adquirir conocimiento que consiste en recordar lo que el alma sabía cuando habitaba en el mundo inteligible de las ideas antes de caer al mundo sensible y quedar encerrada en el cuerpo.


La palabra metempsicosis suele traducirse como reencarnación, aunque ambos términos se refieren, sin embargo, a cosas distintas. Podría traducirse como “traspaso del Alma“. El Espíritu es el que peregrina a través de los distintos seres, como el hilo atraviesa las cuentas de un collar, para vivificarlos momentáneamente. Para otros representa el equivalente griego de la doctrina hindú de la transmigración de las almas. Según Ananda Coomaraswamy, destacado orientalista, la metempsicosis no es sino la herencia directa o indirecta de las características psicofísicas del fallecido, características que no se lleva con él al morir y que no son una parte de su esencia verdadera, sino sólo su vehículo pasajero y más exterior. René Guénon, filósofo francés, va más allá en su concepción de la metempsicosis. Según él, esta consistiría en que en el individuo hay elementos psíquicos que se disocian después de la muerte y pueden pasar entonces a otros seres vivos, hombres o animales, sin que eso tenga más importancia, en el fondo, que el hecho de que, después de la disolución del cuerpo de esa misma persona, los elementos que le componían puedan servir para formar otros cuerpos. En los dos casos, se trata de elementos mortales del individuo, y no de la parte imperecedera que es su ser real y que no es afectado de ninguna manera por esas mutaciones póstumas. La disolución que sigue a la muerte no recae solo sobre los elementos corporales, sino también sobre algunos elementos que se pueden llamar psíquicos. Estos elementos, que, durante la vida, pueden haber sido propiamente conscientes o solo «sub-conscientes», comprenden todas las imágenes mentales que, al resultar de la experiencia sensible, han formado parte de lo que se llama memoria e imaginación. Estas facultades son perecederas, es decir, sujetos a disolverse porque, al ser de orden sensible, son literalmente dependientes del estado corporal. Por otra parte, fuera de la condición temporal, que es una de las que definen este estado, la memoria no tiene evidentemente ninguna razón de subsistir. Los espiritualistas dicen que la reencarnación no es idéntica a la metempsicosis. Pero, según ellos, solo se distingue de ella en que las existencias sucesivas son siempre “progresivas“, y en que deben considerarse solo para los seres humanos, Según Allan Kardec, en su Le Livre des Espirits: “Hay entre la metempsicosis de los antiguos y la doctrina moderna de la reencarnación, esta gran diferencia, a saber, que los espíritus rechazan de manera absoluta la transmigración del hombre en los animales, y recíprocamente“.


Generalmente se confunde la metempsicosis con la doctrina de la transmigración de las almas y con la idea de la reencarnación. Respecto a la confusión con la reencarnación, el ocultista francés Gérard Anaclet Vincent Encausse (Papus) dice lo siguiente: «Es menester no confundir jamás la reencarnación y la metempsicosis, puesto que el hombre no retrograda y el espíritu no deviene jamás un espíritu de animal, salvo en el plano astral, en el estado genial, pero esto es todavía un misterio». Dice René Guénon, filósofo francés, respecto a esta misma confusión, diferenciando la metempsicosis de la reencarnación: “Entiéndase bien que, cuando se habla de reencarnación, eso quiere decir que el ser que ha estado ya incorporado retoma un nuevo cuerpo, es decir, que vuelve al estado por el que ya ha pasado; por otra parte, se admite que eso concierne al ser real y completo, y no simplemente a los elementos más o menos importantes que hayan podido entrar en su constitución“. La confusión que hace proliferar las elucubraciones sobre la metempsicosis se debe al deficiente conocimiento de la idea de la constitución triple del ser humano, lo que hace que se confunda, como primera cosa, el espíritu con el alma. Esta confusión no es nueva y se puede rastrear en distintos textos filosóficos posteriores al Renacimiento, particularmente en Descartes. Cabe destacar la alta adhesión que han alcanzado creencias como la reencarnación, fundada en este tipo de confusiones. Ni la superstición religiosa ni el escepticismo materialista pueden resolver el magno problema de la eternidad. La armónica variedad de la dual evolución del espíritu y de la materia está comprendida tan sólo en los números universales de Pitágoras, idénticos al “lenguaje métrico” de los Vedas, según ha demostrado el orientalista Martín Haug en su traducción del Aitareya Brâhmana, del Rig Veda, antes desconocido por los occidentales. Tanto el sistema pitagórico como el brahmánico identifican en el número el significado esotérico. En el sistema pitagórico depende de la mística relación entre los números y las cosas asequibles a la mente humana; en el brahmánico, del número de sílabas de cada versículo de los mantras.


Platón, ferviente discípulo de Pitágoras, siguió con tal fidelidad las enseñanzas de su maestro, que sostuvo que el Demiurgos sé valió del dodecaedro para construir el universo. Si comparásemos las enseñanzas pitagóricas de la metempsícosis con la moderna teoría de la evolución, hallaríamos en ella todos los eslabones perdidos en esta última; Pero ¿qué sabio desperdiciaría su tiempo en las quimeras de los antiguos? A pesar de las pruebas en sentido contrario, se niega que civilizaciones en épocas arcaicas, e incluso los filósofos griegos, tuviesen conocimientos del sistema heliocéntrico. En los Vedas encontramos pruebas de que 2.000 años a.C. los sabios indos conocían la esfericidad de la tierra y el sistema heliocéntrico, que tampoco ignoraban Platón y Pitágoras, por haberlo aprendido en la India. A este respecto tenemos unos párrafos del Aitareya Brâhmana, texto bráhmana (explicativo) asociado al Rig-veda: “El Mantra–Serpiente es uno de los que vio Sarparâjni (la reina de las serpientes). Porque la Tierra (iyam) es la reina de las serpientes puesto que es madre y reina de todo cuanto se mueve (sarpat). En un principio, la Tierra era una enorme cabeza calva. Entonces vio la tierra este Mantra que confiere a quien lo conoce la facultad de asumir la forma que desee. La Tierra “entonó el Mantra”, esto es, sacrificó a los dioses y por ello tomó jaspeado aspecto y fue capaz de producir diversidad de formas y mudarlas unas en otras. La descripción de la Tierra en forma de cabeza calva, al principio dura y después blanda, cuando el dios del aire (Vayu) sopló en ella, demuestra que los autores de los Vedas no sólo conocían la esfericidad de la tierra, sino también que en un principio era una masa gelatinosa que con el tiempo se fue enfriando por la acción del aire. Asimismo, los indos conocían perfectamente el sistema heliocéntrico unos 2.000 años por lo menos a.C. El Aitareya Brâhmana enseña cómo ha de recitar el sacerdote los shâstras (código moral) y explica el fenómeno de la salida y puesta del sol, que implica un conocimiento del sistema heliocéntrico. A este propósito dice: “Agnisthoma es el dios que abrasa. El sol no sale ni se pone. Las gentes creen que el sol se pone, pero se engañan, porque no hay tal, sino que llegado el fin del día, deja en noche lo que está debajo y en día lo del lado opuesto. Cuando las gentes se figuran que sale el sol, es que llegado el fin de la noche, deja en día lo que está debajo y en noche lo del lado opuesto. Verdaderamente, nunca se pone el sol para quien esto sabe”. El pasaje trascrito es tan concluyente, que el mismo traductor del Rig Veda llama la atención sobre su texto diciendo que en él se niega la salida y la puesta del sol, como si el autor estuviese convencido de que el astro conserva constantemente su elevada posición.



En uno de los nividas (letanías en prosa) más antiguos, el rishi Kutsa, que floreció en muy remotos tiempos, explica alegóricamente las leyes a que obedecen los cuerpos celestes. Dice que “por hacer lo que no debió fue condenada Anâhit (que simboliza la Tierra en la leyenda india) a girar alrededor del sol“. Los sattras, o sacrificios periódicos, prueban que diecinueve siglos antes de la era cristiana estaban ya los indos muy adelantados en astronomía. Estos sacrificios duraban un año y correspondían a la aparente carrera del sol. Según dice Martin Haug “se dividían en dos períodos de seis meses de treinta días, con intervalo de un día llamado vishuvan (ecuador o día central) que partía el sattras en dos mitades”. Aunque Haug remonta la antigüedad de los Brâhmamas tan sólo al 1.200 o 1400 a.C., reconoce que los himnos más antiguos corresponden al comienzo de la literatura védica, entre los años 2.400 Y 2.000 a.C., pues no ve razón para considerar los Vedas menos antiguos que las Escrituras chinas. Sin embargo, como está probado que el Sku–King (Libro de la Historia) y los cantos sacrificiales del Shi–King (Libro de las Odas), ambos chinos, datan de 2.200 años a.C., los filólogos modernos deberían admitir la superioridad de los indos en conocimientos astronómicos. No obstante, estos hechos demuestran que ciertos cómputos astronómicos de los caldeos eran tan exactos en tiempo del emperador romano Julio César como puedan serlo en nuestros días. Cuando el conquistador de las Galias reformó el calendario, las estaciones habían perdido toda correspondencia con el año civil, pues el verano se prolongaba a los meses de otoño y el otoño a los de invierno. Las operaciones científicas de la corrección estuvieron a cargo del astrónomo caldeo Sosígenes, quien retrasó noventa días la fecha del 25 de marzo para que coincidiese con el equinoccio de primavera y dividió el año en los doce meses distribuidos en días, tal como aún subsisten. El calendario de los aztecas mexicanos dividía el año en meses de igual número de días, calculados con tanta exactitud, que no se descubrió ningún error en las comprobaciones efectuadas posteriormente en la época de Moctezuma. Pero al desembarcar los españoles el año 1519, advirtieron que el calendario Juliano, por el cual se regían, adelantaba once días en relación al tiempo exacto.


Los Brâhmanas, cuya fecha remonta Haug a unos 2.000 años, describen los combates entre los indos prevédicos, simbolizados en los devas, y los iranios, simbolizados en los asuras. Haug opina que estas luchas debieron parecerles a los autores de los Brâhmanas tan legendarias como les parecen las proezas del rey Arturo a los historiadores ingleses del siglo XIX. Los filósofos reconocen que tanto los brahmanes, como los budistas y los pitagóricos, enseñaron esotéricamente, en forma más o menos inteligible, la doctrina de la metempsícosis, profesada asimismo por Clemente de Alejandría, Orígenes, Sinesio, Calcidio y los agnósticos, a quienes la historia diputa por los hombres más exquisitamente cultos de su tiempo. Pitágoras y Sócrates sostuvieron las mismas ideas y ambos fueron condenados a muerte por enseñarlas. De acuerdo con los brahmanes, Pitágoras y Sócrates enseñaron que el espíritu de Dios anima las partículas de la materia, que el hombre tiene dos almas de distinta naturaleza, pues una, el alma astral o cuerpo fluídico, es corruptible y perecedera, mientras que la otra, augoeides o partícula del Espíritu divino, es incorruptible é imperecedera. El alma astral, aunque invisible para nuestros sentidos por ser de materia sublimada, perece y se renueva en los umbrales de cada nueva esfera, de suerte que va purificándose más y más en las sucesivas transmigraciones. Aristóteles, que por motivos políticos se muestra muy reservado al tratar cuestiones de índole esotérica, declara explícitamente su opinión en este punto, afirmando que el alma humana es emanación de Dios y a Dios ha de volver en último término. Zenón, fundador de la escuela estoica, distinguía en la naturaleza dos cualidades: una activa, masculina, pura y sutil, el Espíritu divino; otra pasiva, femenina, la materia que necesita del Espíritu para actuar y vivir. Es el único principio eficiente, cuyo soplo crea el fuego, el agua, la tierra y el aire. También los estoicos admitían como los indos, la reabsorción final. San Justino creía en la emanación divina del alma humana, y su discípulo Taciano afirmaba que “el hombre es inmortal como el mismo Dios”..El texto hebreo del Génesis, según saben los hebraístas, dice así: “A todos los animales de la tierra y a todas las aves del aire y a cuanto se arrastra por el suelo les di alma viviente”. El especialista en lenguas clásicas, James Drummond, demuestra que los traductores de las Escrituras hebreas han tergiversado el sentido de los textos, modificando incluso el significado del nombre de Dios, que traducen por El, cuando el original dice Al que, según Higgins, significa Mithra, el Sol conservador y salvador. Drummond prueba también que la verdadera traducción de Beth–El es Casa del Sol y no Casa de Dios, pues en la composición de estos nombres cananeos, la palabra El no significa Dios, sino Sol.


El es una palabra semítica del noroeste, que tradicionalmente se traduce como ‘dios’, refiriéndose a la máxima deidad. Algunas veces, dependiendo del contexto, permanece sin traducción, quedando simplemente El, para referirse al nombre propio de un dios. En la mitología cananea, El era el nombre de la deidad principal y significaba «padre de todos los dioses». En todo el Levante mediterráneo era denominado El, o IL, el dios supremo, padre de la raza humana y de todas las criaturas, incluso para el pueblo de Israel. Los Sumerios tenían un dios equivalente al de la mitología cananea, llamado Anu. Este dios todopoderoso llamado El, se denomina en hebreo Elohim o “dioses“, porque está en plural y su singular es El, o dios. En el uso semítico, El era el nombre especial o título de un dios particular que era distinguido de otros dioses como «el dios», lo que en el sentido monoteísta sería Dios. En ciertas regiones, el apelativo il, literalmente ‘dios’, era la referencia al dios sumerio Anu. Con el mismo apelativo il se designaba al dios de los cereales Dagan. El culto a Dagan era propio de los amorreos del siglo XXII a. C. Y luego de la conquista elamita sobre la tercera dinastía de Ur, se difundió entre asirios y babilonios. En Asiria llegó a estar en equivalencia con Anu. En las tablas de Ugarit, ese dios primigenio figura también como el esposo de la diosa Asera, o Ishtar entre los babilonios. Originalmente era llamada Athirat (o Afdirad), mientras que en la Biblia recibe el nombre de Astoret. La forma griega es Astarté, que es la madre de todos los dioses, la esposa celestial y la reina del cielo. Representaciones del dios El se ha encontrado en las ruinas de la Biblioteca Real de la civilización Ebla, en el yacimiento arqueológico de Tell Mardikh (Siria), que data del 2300 a. C. En algún momento de la historia pudo haber sido un dios del desierto, pues un mito dice que tuvo dos esposas y que con ellas y sus hijos construyó un santuario en el desierto. El ha sido el padre de muchos dioses, setenta en total. Los más importantes fueron Baal Raman (Hadad), He, Yam y Mot, los cuales tienen atributos similares a los dioses Zeus, Poseidón u Ofión, Hades o Tánatos respectivamente. Los antiguos mitógrafos griegos identificaron a El con Cronos, el rey de los titanes. Por lo general, El se representa como un toro, con o sin alas. También lo llamaban Eloáh, Eláh, que en árabe se convirtió en Allah.


Los Padres de la Iglesia y los teólogos de épocas posteriores hubieron de valerse de piadosos fraudes para que no se trasluciese la identidad del Sol con el Jehovah mosaico, como sin duda se hubiera evidenciado al dejar la palabra Al como estaba en el texto hebreo. El pueblo, ignorante de que los iniciados consideraban el sol físico visible como emblema del espiritual é invisible, hubiera acusado a Moisés de sabeísmo, según le han acusado ya muchos comentadores contemporáneos. El sabeísmo fue una antigua religión preislámica desaparecida, surgida en el Reino de Saba (actual Yemen), en el sur de la península arábiga. El sabeísmo era una religión que rendía culto a los astros, especialmente al Sol y a la Luna, aunque afirmaba adorar a un solo Dios denominado Alá Taala, asistido por siete ángeles que custodiaban el firmamento, como los siete planetas clásicos, llamados al-Illat. Además practicaban un ayuno de 30 días similar al Ramadán. Cada tribu sabea rendía culto a diferentes deidades planetarias como el Sol, la Luna, Júpiter, Mercurio y Venus, que tenía un templo en Sanaa. También creían en espíritus totémicos de cada tribu y en los yins (djins), seres fantásticos invisibles de la mitología semítica y árabe. Sus profetas eran Sabi y Henoc, y rendían culto haciendo tres oraciones diarias hacia el sur o hacia el astro de su propia tribu. Los sabeos también aducían que su religión era la verdadera religión practicada por Noé antes de que fuera alterada, y practicaban el bautismo. Según el filósofo judío Maimónides los sabeos seguían a Hermes Trismegisto y su texto sagrado era el Corpus Hermeticum, identificando a Hermes con el profeta islámico Idrís, el Henoc bíblico. En la Kaaba, el altar de La Meca, había muchos ídolos sabeos que fueron destruidos tras la conquista islámica de la ciudad. Los sabeos se dispersaron por todo el Medio Oriente. Los bahaístas, religión monoteísta cuyos fieles siguen las enseñanzas de Bahá’u’lláh, su profeta y fundador, afirman que esta era la religión de Abraham antes de su conversión al monoteísmo. Mahoma estableció la tolerancia hacia la gente del Libro en el Corán, aduciendo que estos eran los judíos, los cristianos y los sabeos, es decir, las religiones monoteístas, los cuales tenían derecho a practicar su credo, aunque pagando un impuesto. Los teólogos musulmanes tuvieron siempre dudas sobre la identidad exacta de los sabeos, y el estatus de “gente del Libro” fue asignado tanto a los practicantes del sabeísmo como a los mandeos y los zoroastrianos. Sin embargo, a diferencia de los mandeos y zoroastrianos, que se mantuvieron ininterrumpidamente, los sabeos antiguos desaparecieron gradualmente siendo absorbidos por el islamismo. En fechas recientes, el teólogo estadounidense Marc Edmund Jones fundó en 1923 una organización conocida como la Asamblea Sabea.



Enseña la ciencia que los tipos superiores proceden evolutivamente de los inferiores. Pero como en esta laberíntica escala va guiada por el hilo de la materia, en cuanto se rompe no puede adelantar. No procedían así Platón y sus discípulos, para quienes los tipos inferiores eran imágenes concretas de los abstractos superiores. El alma inmortal tiene un principio aritmético y el cuerpo lo tiene geométrico. Este principio se difunde desde el centro por todo el cuerpo del microcosmos. La consideración de esta verdad mueve al físico británico John Tyndall a confesar cuán impotente es la ciencia aun en el mismo mundo de la materia, diciendo: “El primario ordenamiento de los átomos a que toda acción subsiguiente está subordinada, escapa a la penetración del más potente microscopio. Después de prolongadas y complejas observaciones, sólo cabe afirmar que la inteligencia más privilegiada y la más sutil imaginación retroceden confundidas ante la magnitud del problema. No hay microscopio capaz de reponernos de nuestro asombro, y no sólo dudamos de la valía de este instrumento, sino de si en verdad la mente humana puede inquirir las más íntimas energías estructurales de la naturaleza”. La fundamental figura geométrica de la cábala que, según la tradición y de acuerdo con las doctrinas esotéricas, recibió Moisés en el monte Sinaí, encierra en su sencilla combinación la clave del problema universal. Esta figura contiene todas las demás y los capaces de comprenderla no necesitan valerse de la imaginación ni del microscopio, porque ninguna lente óptica supera en agudeza a la percepción espiritual. Para los versados en la magna ciencia, la descripción que un niño psicómetra pueda dar de la génesis de un grano de arena, de un pedazo de cristal o de otro objeto cualquiera, es mucho más fidedigna que cuantas observaciones telescópicas y microscópicas aleguen las ciencias experimentales. Es remarcable la atrevida teoría de la pangénesis de Darwin. El primero en postular la teoría fue Aristóteles. Muchos años después Charles Darwin la retomaría para poder explicar la selección natural. Darwin explico la similitudes entres progenitor y descendiente por medio de una especulación. Él sostenía que cada órgano y estructuras del cuerpo producía pequeños rudimentos que por la sangre llegaban a los gametos. Cuando ocurría la fecundación se originaba un nuevo organismo, con los rudimentos de sus padres. Según Darwin, a esto se debían los rasgos parecidos y las similitudes entre los individuos y sus padres. La hipótesis de un germen microscópico con suficiente vitalidad para contener un mundo de gérmenes menores, parece como si se remontara a lo infinito, y trascendiendo al mundo material se internara en el espiritual.


Si consideramos la darviniana teoría del origen de las especies, advertiremos que su punto de partida está situado como frente a una puerta abierta, con libertad de atravesar o no el dintel a cuyo otro lado vislumbramos lo infinito, lo incomprensible o lo inefable. Si el lenguaje humano es insuficiente para expresar lo que vislumbramos en el más allá, algún día el hombre comprenderá que ante sí tiene la inacabable eternidad. No sucede lo mismo en la hipótesis del biólogo británico Thomas Henry Huxley (1825 – 1895) acerca de los fundamentos fisiológicos de la vida. Admite un protoplasma universal que, al formar las células, origina la vida. Este protoplasma es, según HuxIey, idéntico en todo organismo viviente, y las células que constituye entrañan el principio vital. Pero excluye de ellas el divino influjo y deja sin resolver el problema. “Las doctrinas fundamentales del espiritualismo, dice HuxIey, trascienden toda investigación filosófica”. Sin embargo, mejor se avienen las doctrinas espiritualistas con las investigaciones filosóficas que con el protoplasma de HuxIey, pues al menos ofrecen pruebas evidentes de la existencia del espíritu, mientras que una vez muertas las células protoplásmicas, no se advierte en ellas indicio alguno de que sean los orígenes de la vida, como pretende Huxley. Los cabalistas antiguos no formulaban hipótesis alguna hasta que podían establecerla sobre la base de comprobadas experiencias. Pero la exagerada subordinación a los hechos físicos ocasiona la pujanza del materialismo y la decadencia del espiritualismo. Tal era la orientación dominante del pensamiento humano en tiempos de Aristóteles. Y aunque los preceptos de Delfos no se había borrado de la mente de los filósofos griegos, pues todavía algunos afirmaban que para conocer lo que es el hombre se necesita saber lo que fue, el materialismo ya empezaba a corroer las raíces de la fe. Los preceptos de Delfos constituyen el valioso legado de conocimiento que los Sabios de la antigua Grecia dejaron a las generaciones futuras. Los antiguos sacerdotes griegos no daban consejos ni oían las confesiones de los fieles. Su labor consistía principalmente en la realización de sacrificios y otros ritos. La educación moral de los jóvenes era llevada a cabo primero por los paidagogoi y los paidotribes, y continuaba más tarde con los oráculos, que, además de manifestar el porvenir y la voluntad de los dioses, establecían un orden moral y asesoraban en los problemas de la vida cotidiana por los que se les consultaba.


De todos los oráculos, el más famoso en el mundo antiguo fue el Oráculo de Delfos. En el pronaos del templo de Apolo, en Delfos, estaban recogidos los principales preceptos morales por los que se debían regir los griegos, bien en los muros, el dintel e incluso en algunas columnas de alrededor del templo. Los 147 Preceptos Délficos o Máximas Pitias eran frases sencillas atribuidas a los Siete Sabios de la antigüedad: Tales de Mileto, Pítaco de Mitilene, Solón de Atenas, Bías de Priene, Cleóbulo de Lindos, Periandro de Corinto y Quilón de Esparta. En el frontón del templo destacaban dos preceptos de Delfos, fácilmente visibles para los visitantes que se acercaban: Conócete a ti mismo y nada en exceso. La admiración de los antiguos griegos por estas máximas del Oráculo de Delfos era tan grande que el poeta lírico Píndaro (522 a.C.) considera a los Siete Sabios los hijos del Sol, la luz que ilumina y guía al hombre en su camino hacia la virtud. Estos preceptos fueron seguidos después por otras culturas y presentadas en ocasiones como principios religiosos. Pocos eran los verdaderos adeptos é iniciados, legítimos sucesores de los que dispersara la espada conquistadora del antiguo Egipto. Ciertamente había llegado ya la época vaticinada por el gran Hermes en su diálogo con Esculapio; la época en que impíos extranjeros reconvinieran a los egipcios de adorar monstruosos ídolos, sin que de ella quedara más que los jeroglíficos de sus monumentos como increíbles enigmas para la posteridad. Los hierofantes egipcios andaban dispersos, buscando refugio en las comunidades herméticas, llamadas más tarde esenios, donde sepultaron en un mayor secreto la ciencia esotérica. El mismo Aristóteles, típico hijo de su siglo, aunque instruido en la secreta ciencia de los egipcios, sabía muy poco de los resultados dimanantes de milenarios estudios esotéricos. Los filósofos contemporáneos “alzan el velo de Isis”, porque Isis es el símbolo de la naturaleza. Pero sólo ven formas físicas y el alma interna escapa a su penetración. Hay quienes niegan la existencia del alma, porque no la descubren bajo las masas de músculos y redes de nervios y substancia gris que levantan con la punta del escalpelo. Para ver el hombre real que habitó en el cadáver extendido sobre la mesa de disección, el forense necesita ojos no corporales. Asimismo, para descubrir la verdad, cifrada en las escrituras hieráticas de los papiros antiguos, es preciso poseer la facultad de intuición, la vista del alma, como la razón lo es de la mente.


La ciencia moderna admite una fuerza suprema, un principio invisible, pero niega la existencia de un Ser supremo, de un Dios personal. La gente podrá tener idea de la omnipotencia y omnipresencia de Dios sin atribuirle cualidades humanas. Sin embargo, para los cabalistas, siempre fue el invisible Ain Sof. Ain Sof (“sin límites“) es el Todo Supremo de la Cábala, aquello que podemos llamar Dios en su aspecto más elevado, no siendo, en el sentido estricto de la palabra un «ser», ya que, siendo auto-contenido y auto-suficiente, no puede ser limitado por la propia existencia, que limita a todos los seres. Del Ain Sof emanan las sefirot para formar el Árbol de la Vida, que es una representación abstracta de la naturaleza divina.Ain Sof es el No Ser, un principio que permanece no manifestado y es incomprensible a la inteligencia humana. Hace alusión directa a un Dios “increado“, que está más allá de la creación, siendo diferente a esta, por lo que la creación, perteneciendo a una dimensión creada, no puede comprenderlo. En algunas doctrinas y sociedades secretas, es llamado El Incognoscible. Las escuelas Gnósticas lo consideraban el Supremo, infinitamente superior a “El Creador” o Demiurgo. En la Masonería es el Dios Supremo, superior incluso al Gran Arquitecto del Universo. Vemos que los filósofos positivistas de nuestros días tuvieron sus precursores hace miles de años. El adepto hermético proclama que el simple sentido común excluye toda contingencia de que el universo sea obra del azar, pues equivaldría a suponer que los postulados de Euclides los dedujo un mono entretenido en jugar con figuras geométricas. Pero muy pocos cristianos comprenden la teología hebrea, si es que algo saben de ella. El Talmud es profundamente enigmático, aún para la mayor parte de los judíos. Pero los hebraístas que lo han descifrado no se vanaglorian de su erudición. Los libros cabalísticos son todavía menos comprensibles para los judíos, y a su estudio se dedican, con mayor asiduidad que éstos, los hebraístas cristianos. Sin embargo, aún es menos conocida la cábala universal de Oriente. Pocos son sus adeptos. Pero estos privilegiados, herederos de los sabios que “descubrieron las deslumbradoras verdades que centellean en la gran Shemaya del saber caldeo”, no pueden ir más allá de la línea trazada por el dedo del mismo Dios en este mundo, como límite del conocimiento humano. Sin darse cuenta, algunos viajeros han topado con estos adeptos en las orillas del sagrado Ganges, en las solitarias ruinas de Tebas, en los misteriosamente abandonados aposentos de Luxor, en las cámaras de azules y doradas bóvedas cuyos misteriosos signos atraen la atención.



El insigne teólogo e historiador judío Maimónides, a quien sus compatriotas casi divinizaron, para después acusarle de herejía, afirma que lo aparentemente más absurdo del Talmud, encubre precisamente lo más sublime de su significado esotérico. Este erudito judío ha demostrado que la magia caldea profesada por Moisés y otros taumaturgos, se fundaba en amplios y profundos conocimientos de diversas y hoy olvidadas ramas de las ciencias naturales. Conocían por completo los recursos de los reinos mineral, vegetal y animal, aparte de los secretos de la química y de la física, con añadidura de las verdades espirituales, que les daban conocimientos tanto en psicología como en fisiología. No es casualidad que los adeptos, educados en los misteriosos santuarios de los templos, tanto en la magia como en las ciencias ocultas, obraran portentos en cuya explicación fracasaría la ciencia contemporánea. Los Vedas y las leyes de Manú, que son documentos de gran antigüedad, describen muchos ritos mágicos de lícita práctica entre los brahmanes. Que se sepa, hasta finales del siglo XIX se enseñaba en Japón y China, sobre todo en el Tíbet, la magia caldea. En los países occidentales la magia es tan antigua como en los orientales. Los druidas de la Gran Bretaña y de las Galias la ejercían en sus profundas cavernas, donde enseñaban ciencias naturales, la armonía del universo, el movimiento de los astros, la formación de la Tierra y la inmortalidad del alma. Se congregaban los iniciados al filo de media noche para meditar sobre lo que es y lo que ha de ser el hombre. Suponen algunos que el sacerdote y rey escandinavo Odín fue el fundador de la magia unos 70 años a.C., pero hay evidencias de que los misteriosos ritos de las sacerdotisas valas, o mujeres sabias, de la raza de los gigantes, son muy anteriores a dicha época. Otros eruditos modernos atribuyen a Zoroastro las primicias de la magia, ya que fue el fundador de la religión de los magos. Pero Amiano Marcelino, Arnobio, Plinio y otros historiadores antiguos, prueban concluyentemente que tan sólo se le debe considerar como reformador de la magia, ya de muy antiguo profesada por los caldeos y egipcios. Se considera que casi todos los libros antiguos están escritos en un lenguaje sólo entendible por los iniciados. Como ejemplo tenemos la biografía de Apolonio de Tyana, que, según dicen los cabalistas, es un verdadero compendio de filosofía hermética, con reminiscencias de las tradiciones relativas al rey Salomón.


La biografía de Apolonio parece fantasía, ya que los acontecimientos históricos están cubiertos bajo el velo de la ficción. Su viaje a la India simboliza las pruebas del neófito. Y sus detenidas conversaciones con los brahmanes, sus prudentes consejos y sus diálogos con el corintio Menipo, equivalen a un catecismo esotérico. En su visita al país de los sabios, en la plática que sostuvo con el rey Hiarkas, así como en el oráculo de Anfiarao, se simbolizan muchos dogmas secretos de Hermes, cuya explicación revelaría no pocos misterios de la naturaleza. El mago y escritor ocultista francés Alphonse Louis Constant, conocido como Eliphas Levi, indica la sorprendente analogía entre el rey Hiarkas y el fabuloso Hiram, de quien recibió Salomón el cedro del Líbano y el oro de Ofir. Hiram I, rey de la ciudad fenicia de Tiro entre los años 969 y 939 a.C., sucedió a su padre Abibaal como rey de Tiro. Y durante su reinado su ciudad creció hasta dejar de ser una población satélite de la vecina ciudad de Sidón, y convertirse en una de las principales ciudades fenicias. Bajo el gobierno de Hiram se sometió una revuelta en la primera colonia tiria, la ciudad de Útica del Norte de África, situada cerca del emplazamiento de la futura Cartago. Según la Biblia, Hiram envió mensajeros a Salomón para ofrecerle sus respetos después de que éste fuera coronado como sucesor de David, y tras convertirse en el más poderoso gobernante de la región, al ocupar el vacío dejado por Egipto y Asiria. A través de su alianza con Salomón, Hiram pudo acceder a los mercados egipcios, árabes y mesopotámicos. Los dos reyes aunaron esfuerzos por crear una nueva ruta comercial que comunicara los lejanos países de Saba y Ofir, a través del puerto de Esyon-Gueber, donde hoy día se yergue la ciudad de Eilat. Para construir el Templo de Jerusalén, que proyectaba consagrar a Yaveh, Salomón necesitaba maderas finas, por lo que comerció con Hiram, intercambiando veinte mil cargas de trigo y veinte mil medidas de aceite por la apreciada madera de cedro del Líbano. Los obreros de Salomón y de Hiram trabajaron conjuntamente, extrayendo madera y cortando piedra en las canteras, para terminar el templo. Hiram amplió los puertos tirios, a la vez que unió las dos islas donde se asentaba la ciudad, erigiendo un palacio real y un templo dedicado a Melkart, divinidad fenicia de la ciudad de Tiro. Pero la arqueología moderna no ha encontrado evidencias de estos trabajos. Hiram también es una figura alegórica del ritual masónico que delinea al maestro constructor del Templo de Salomón, construido alrededor del año 988 a.C.



Si prescindiendo de las enseñanzas puramente metafísicas de la cábala, se tuviese en cuenta el ocultismo fisiológico, se podrían obtener resultados beneficiosos para algunas ramas de la moderna ciencia experimental, tales como la química y la medicina. A este propósito, dice Draper: “A menudo descubrimos ideas que orgullosamente diputábamos por privativas de nuestra época”. Esta observación, basada en el examen de los tratados científicos de los árabes, puede aplicarse a las obras esotéricas de los antiguos. La medicina moderna sabe más anatomía, fisiología y terapéutica, pero ha perdido el verdadero conocimiento por su criterio restringido e inflexible materialismo. Quienes estudien la antigua literatura médica, desde Hipócrates a Paracelso y Van Helmont, hallarán multitud de casos fisiológicos y psicológicos, perfectamente comprobados, con medicinas y tratamientos terapéuticos, cuyo empleo desdeñan los médicos contemporáneos. Asimismo, los cirujanos actuales confiesan su inferioridad respecto de la admirable destreza de los antiguos en el arte de vendar. Los más notables cirujanos parisienses han examinado el vendaje de las momias egipcias, sin verse capaces de imitarlo. En el museo Abbott, de Nueva York, hay numerosas pruebas de la habilidad de los antiguos en varias artes, entre ellas la de blondas, encajes y postizos femeninos. El periódico La Tribuna, de Nueva York, en su crítica del Papiro de Ebers, decía: “Verdaderamente no hay nada nuevo bajo el sol. Los capítulos 65, 66, 79 y 89 demuestran que los regeneradores del cabello, los tintes y polveras eran ya necesarios hace 3.400 años”. Draper, en su obra Conflictos entre la religión y la ciencia, reconoce que a los sabios antiguos les corresponde legítimamente la paternidad de la mayoría de los descubrimientos que se atribuyen los modernos. Y al efecto cita unos cuantos hechos que admiraron a toda Grecia. Calístenes envió a Aristóteles una serie de observaciones astronómicas computadas por los babilonios, que se remontaban a mil novecientos tres años antes. Ptolomeo, rey de Egipto y notable astrónomo, tenía una tabla de eclipses, también computada en Babilonia, en la que se predecían los eclipses de más de siete siglos antes de la era cristiana. A este propósito, dice Draper: “Pacientes y precisas observaciones se necesitaron para obtener estos resultados astronómicos, cuya valía han corroborado nuestros tiempos. Los babilonios computaron el año tropical con veintisiete segundos de error, y el sideral con dos minutos de exceso. Conocieron la precesión de los equinoccios y predijeron y calcularon los eclipses con auxilio de su cielo llamado saros, que constaba de 6.585 días, con un error de diez y nueve minutos y treinta segundos. Todos estos cálculos son prueba incontrovertible de la paciente habilidad de los astrónomos caldeos, pues con imperfectos instrumentos lograron tan precisos resultados. Habían catalogado las estrellas y dividido el zodíaco en doce signos, el día en doce horas y la noche en otras tantas. Durante mucho tiempo estudiaron las ocultaciones de las estrellas detrás de la luna. Según frase de Aristóteles, conocieron la situación de los planetas respecto del sol, construyeron cuadrantes, clepsidras, astrolabios y horarios y rectificaron los erróneos conceptos que sobre la estructura del sistema solar predominaban por entonces. El mundo permanente de las verdades eternas, que interpenetra el transitorio mundo de ilusiones y quimeras, no ha de ser descubierto por las tradiciones de los hombres que vivieron en los albores de la civilización ni por los ensueños de los místicos que presumían de inspiración, sino que han de descubrirlo las investigaciones de la geometría y la práctica interrogación de la naturaleza”.


Draper cuenta parte de la verdad, pero no toda, porque desconoce la índole y extensión de los conocimientos que se enseñaban en los Misterios. Ningún pueblo fue tan profundamente versado en geometría como los constructores de las Pirámides y otros titánicos monumentos antediluvianos y postdiluvianos, y ninguno que tan prácticamente haya interrogado a la naturaleza. Prueba de ello nos da el significado de sus innumerables símbolos, cada uno de los cuales plasma una idea que combina lo divino é invisible con lo terreno y visible, de suerte que de lo visible se infiere lo invisible por estricta analogía, según el aforismo hermético: “como lo de abajo es lo de arriba”. Los símbolos egipcios denotan profundos conocimientos en ciencias naturales y fuerzas cósmicas. Respecto a la eficacia de las investigaciones geométricas, el geómetra norteamericano Jorge Felt, opinaba que los antiguos egipcios destacaron en la arquitectura, geometría, cálculos astronómicos, entre otros temas. La primitiva ciencia y religión egipcia influyeron en la filosofía masónica. Las admirables estatuas de sus templos, tomaban como modelo las “invisibles entidades del aire” y otros reinos de la naturaleza, cuya visión atribuían a la eficacia de procedimientos alquímicos y cabalísticos. Schweigger demuestra el fundamento científico de todos los símbolos mitológicos. El descubrimiento de las energías electromagnéticas ha permitido señalar la analogía entre los mitos divinos y las energías naturales. El dedo ideico era un dedo de hierro fuertemente magnetizado y usado en los templos para fines curativos. Producía maravillas en la dirección señalada, y por lo tanto se decía que tenía virtudes mágicas. Por ello tuvo gran importancia en la magia médica. El dedo de hierro era atraído y repelido alternativamente por las fuerzas magnéticas. En Samotracia se empleó con admirables resultados en la curación de enfermedades orgánicas. Bart interpreta los mitos antiguos bajo el doble aspecto espiritual y físico. Trata extensamente de los teurgos, cabires y dáctilos, de Frigia, que fueron magos. A este propósito, dice: “Cuando tratamos de la estrecha relación entre los dáctilos y las fuerzas magnéticas, no nos referimos tan sólo a la piedra imán y a nuestro concepto de la naturaleza, sino que consideramos el magnetismo en conjunto. Así se comprende cómo los iniciados que se dieron el nombre de dáctilos asombraran a las gentes con sus artes mágicas y realizaran prodigiosas curaciones. A esto añadieron el cultivo de la tierra, la práctica de la moral, el fomento de las ciencias y de las artes, las enseñanzas de los Misterios y las consagraciones secretas. Si todo esto llevaron a cabo los sacerdotes cabires, ¿no recibirían auxilio y guía de los misteriosos espíritus de la naturaleza?”. De la misma opinión era Schweigger, quien demuestra que los antiguos fenómenos teúrgicos derivaban de fuerzas magnéticas “guiadas por los espíritus”.



No obstante su aparente politeísmo, los antiguos, por lo menos los de las clases ilustradas, eran ya monoteístas muchísimos siglos antes de Moisés. Así lo demuestra un pasaje del Papiro de Ebers: “De Heliópolis vine con los magnates de Hetaat, los Señores de Protección, los dueños de la eternidad y de la salvación. De Sais vine con la Diosa–Madre que me otorgó su protección. El Señor del Universo me enseñó a librar a los dioses de toda enfermedad mortal”. Pero los antiguos daban a veces título de dioses a hombres eminentes, y por lo tanto, la divinización de mortales y considerarlos como dioses no prueba que fuesen politeístas. La filosofía hermética era muy secreta. Por esta razón a Constantin-François Chassebœuf de La Giraudais, conde de Volney (1757 – 1820), escritor, filósofo, orientalista y político francés, le pareció que los antiguos adoraban como divinidades los símbolos materiales, siendo así que eran meras representaciones de principios esotéricos. También Charles-Francois Dupuis, no obstante haber estudiado detenidamente este tema, atribuye la significación de los símbolos religiosos exclusivamente a la astronomía. Eberhard Baumgartner, uno de los alquimistas más notables, y otros autores alemanes de los siglos XVIII y XIX, derivan la magia de los mitos platónicos del Timeo. Nadie niega la valía de Champollión como egiptólogo. A su juicio, todo prueba que los antiguos egipcios fueron esencialmente monoteístas. Y, gracias a sus indagaciones, está demostrada la exactitud de los escritos de Hermes Trismegisto, cuya antigüedad se pierde en la noche de los tiempos. Sobre ello dice Joseph Ennemoser, traductor del libro History of Magic: “Herodoto, Tales, Parménides, Empedocles, Orfeo y Pitágoras aprendieron en Egipto y demás países orientales filosofía natural y teología”. En Egipto se instruyó Moisés y parece que Jesús pasó allí los años de su primera juventud. En aquel país se daban cita todos los estudiantes del mundo conocido antes de la fundación de Alejandría. A este propósito, pregunta Ennemoser: “¿Por qué se sabe tan poco de los Misterios al cabo de tanto tiempo y a través de tantos países?. Se supone que fue por el universal y riguroso sigilo de los iniciados, aunque igualmente puede atribuirse a la pérdida de obras esotéricas de la más remota antigüedad. Los libros de Numa Pompilio (753 – 674 a. C.), segundo rey de Roma después de Rómulo, encontrados en su tumba y descritos por Tito Livio, trataban de filosofía natural, pero se mantuvieron en secreto a fin de no divulgar los misterios de la religión dominante. El senado romano y los tribunos del pueblo mandaron quemarlos en público“.


La magia era una ciencia divina cuyo conocimiento conducía a la participación en los atributos de la misma Divinidad. Dice Filón de Alejandría que la magia “descubre los secretos de la naturaleza y facilita la contemplación de los poderes celestes” . Con el tiempo degeneró en hechicería y se atrajo la animadversión general. Pero hemos de considerarla tal como fue cuando las religiones se fundaban en el conocimiento de las fuerzas ocultas de la naturaleza. En Persia no introdujeron la magia los sacerdotes como se cree, sino los magos. Los mobedos o sacerdotes parsis, los antiguos géberes, se llaman hoy día magois en dialecto pehlvi. La magia es coetánea de las primeras razas humanas. Juan Casiano, escritor cristiano del siglo IV y V, menciona un tratado de magia que, según la tradición, lo recibió Cam, hijo de Noé, de manos de Jared, cuarto nieto de Seth, a su vez hijo de Adán. Batria, sacerdotisa de Thoth e iniciada esposa de Faraón, fue la que instruyó a Moisés en aquella sabiduría. Asimismo, Batria era madre de la princesa egipcia Termutis, que salvó a Moisés de las aguas del Nilo. De Moisés dicen las escrituras cristianas: “Y fue Moisés instruido en toda la sabiduría de los egipcios y era poderoso en palabras y obras”. Justino Mártir (100 -162), uno de los primeros apologistas cristianos, apoyado en la autoridad del historiador galo-romano Cneo Pompeyo Trogo, afirma que José, hijo de Jacob, aprendió muchas artes mágicas de los sacerdotes egipcios. En determinadas ramas de la ciencia, sabían los antiguos más de lo que hasta ahora se ha descubierto. El doctor A. Todd Thomson, que publicó la obra Ciencias ocultas, dice al respecto: “Los conocimientos científicos de los primitivos tiempos de la sociedad humana eran mucho mayores de lo que los modernos suponen, pero estaban cuidadosamente velados en los templos a los ojos del vulgo y tan sólo a disposición de los sacerdotes”. Al tratar de la cábala, dice Franz von Baader, místico cabalista, que “no sólo debemos a los judíos la ciencia sagrada, sino también la profana”. Origenes, discípulo de la escuela platónica de Alejandría, afirma que además de la doctrina enseñada por Moisés al pueblo, reveló a los setenta ancianos algunas “verdades ocultas de la ley”, con mandato de no transmitirlas más que a los merecedores de conocerlas. San Jerónimo dice que los judíos de Tiberiades y Lida eran singulares maestros en hermenéutica mística. Ennemoser se muestra firmemente convencido de que las obras del areopagita Dionisio están inspiradas en la cábala hebrea, lo cual nada tiene de extraño si consideramos que los agnósticos o cristianos primitivos fueron continuadores, con distinto nombre, de la escuela de los esenios. Franz Joseph Molitor, místico cabalista alemán, reivindica la cábala hebrea y dice: “Ha pasado ya el tiempo en que la teología y las ciencias eran esclavas de la vulgaridad y la incongruencia; pero como el racionalismo revolucionario no ha dejado otro rastro que su propia ineficacia con el deterioro de las verdades positivas, hora es de reconvertir la mente a la misteriosa revelación de donde, como de vivo manantial, brota nuestra salvación“.



Las tradiciones antiguas encierran el método de enseñanza seguido en las escuelas de profetas, cuyo objetivo era instruir a los candidatos en conocimientos que les hicieran dignos de la iniciación en los Misterios mayores, una de cuyas enseñanzas era la magia, separada en la blanca o divina y la negra o diabólica. Cada una de estas ramas se subdivide a su vez en dos modalidades: activa y contemplativa. Por la magia blanca se relaciona el hombre con el mundo para conocer las cosas ocultas y realizar buenas obras. Por la magia negra se esfuerza el hombre en adquirir dominio sobre los espíritus y perpetrar diabólicos delitos. El clero de las tres principales iglesias cristianas, la griega, la romana y la protestante, se desconcierta ante los fenómenos espiritistas producidos por los médiums. Todavía no hace mucho tiempo, católicos y protestantes condenaban a la hoguera a los infelices médiums que se comunicaban con las entidades astrales y, a veces, con las desconocidas fuerzas de la naturaleza. Dice Plutarco, en Teseo, que los geógrafos antiguos llenaban los márgenes de sus mapas con el trazado de comarcas desconocidas, cuyos epígrafes advertían que más allá sólo había arenales poblados de fieras y quebrados por ciénagas infranqueables. Algo similar hacen los modernos científicos y teólogos, pues mientras los teólogos pueblan el mundo invisible de ángeles y demonios, los científicos afirman que nada hay más allá de la materia. Sin embargo, muchos escépticos pertenecen a logias masónicas. Todavía existen los rosacruces, que sobresalieron en las artes curativas durante la Edad Media. Desde que Felipe el Hermoso de Francia abolió la orden de los Templarios, nadie ha venido a resolver las incógnitas existentes. No estaban desprovistas de fundamento científico las nociones de los antiguos respecto de los ciclos humanos. Al término de cada “año máximo”, como llamaron Censorino y Aristóteles al período de siete saros, sufre nuestro planeta una total revolución física. Un saros (o un ciclo de saros) es un periodo de 223 lunas, lo que equivale a 6585.32 días (aproximadamente 18 años y 11 días) tras el cual la Luna y la Tierra regresan aproximadamente a la misma posición en sus órbitas, y se pueden repetir los eclipses. El registro histórico más antiguo que se ha descubierto acerca de los ciclos de saros se encuentra en Irak. En los últimos siglos a. C., los caldeos, antiguos astrónomos babilónicos, ya sabían que los eclipses cumplían un ciclo de 18 años. El descubridor de este ciclo de eclipses podría haber sido el astrónomo caldeo Beroso (350-270 a. C.). Así lo afirma Eusebio de Cesarea (275-339) en su libro Crónica, donde menciona por primera vez la palabra griega saros. Pero la palabra sumeria/acadia šár, de la que seguramente se deriva la palabra saros, era una de las antiguas unidades de medida en la Mesopotamia, y como un número parece haber tenido un valor de 3600.


Supone erróneamente el diccionario Webster que los caldeos llamaban saro al ciclo de los eclipses cuya duración era de unos 6.586 años solares, equivalentes a la revolución de un nodo lunar. Sin embargo, el astrónomo Beroso, sacerdote del templo de Belo, en Babilonia, dice que el saro tiene 3.600 años. El nero 600 años y el soso 60 años. Al termino de cada siete saros las zonas glaciales y tórridas cambian gradualmente de sitio. Las glaciales se mueven poco a poco hacia el Ecuador y las tórridas, con su exuberante vegetación y su copiosa vida animal, reemplaza los helados desiertos polares. A este respecto hay que tener en cuenta que al fin del período terciario descendió la temperatura en el hemisferio septentrional hasta el grado de convertir la zona tórrida en un clima glacial. Esta alteración de climas va necesariamente acompañada de cataclismos, terremotos y otras perturbaciones cósmicas. Como quiera que cada diez milenios se altera el lecho del océano, sobreviene un diluvio análogo al del tiempo de Noé. Los griegos daban a este año el sobrenombre deheliaco, pero únicamente los iniciados conocían su duración exacta y demás condiciones astronómicas. Al invierno del año heliaco le llamaban cataclismo o diluvio, y al verano le denominaban ecpirosis. Según la tradición popular, la tierra sufría alternativamente catástrofes plutónicas, por el agua, y volcánicas, por el fuego, en estas dos estaciones del año heliaco. Así consta en los fragmentos Astronómicos de Censorino y Séneca. Pero tanta incertidumbre hay con respecto a la duración delaño heliaco, que ninguno se aproxima tanto como Heródoto y Lino, quienes respectivamente lo computan en 10.800 y 13.984 años. En opinión de los sacerdotes babilonios, corroborada por Eupolemo, arquitecto griego nacido en Argos a finales del siglo V a.C., la ciudad de Babilonia fue fundada por los que se salvaron del diluvio, que eran hombres de talla gigantesca y edificaron la famosa torre de Babel. Estos gigantes, que eran expertos astrónomos y habían recibido enseñanzas secretas de sus padres, los llamados “hijos del Dios”, instruyeron a su vez a los sacerdotes y dejaron en los templos recuerdos del cataclismo que habían presenciado. Esto obliga a revisar el relato bíblico, según el cual sólo Noé y su familia escaparon del diluvio, enviado precisamente para castigo de los gigantes. Pero los sacerdotes babilónicos no tenían interés alguno en falsear la verdad. De este modo computaron los sacerdotes la duración de los años máximos. Por otra parte, según dice Platón en el Timeo, los sacerdotes helenos reconvinieron a Solón por ignorar que, aparte del gran diluvio de Ogyges, habían ocurrido otros igualmente copiosos, lo cual demuestra que en todos los países tenían los sacerdotes iniciados conocimiento del año heliaco.



Conviene recordar que los antiguos indos conocían ya el sistema heliocéntrico y de ellos lo aprendió Pitágoras junto con los fundamentos de la astronomía. Los períodos llamados yugas, kalpas, nerosos y vrihaspatis representan verdaderos problemas para la cronología. El Sâtya–yuga y los ciclos budistas nos impresionan con sus astronómicas cifras. Elmahakalpa, o edad máxima, se remonta mucho más allá de la época antediluviana y su duración es, nada más y nada menos, de 4.320 millones de años solares, que se distribuyen en varias etapas. En primer lugar tenemos cuatro yugas con un total de 4.320.000 años, que se distribuyen de la siguiente manera: El Sâtya–yuga, de 1.728.000 años; el Trêtya–yuga, de 1.296.000 años; el Dvâpa–yuga, de 864.000 años; y el Kali–yuga, el actual, de 432.000 años. Estos cuatro yugas constituyen un mahâ–yuga, o yuga máximo. Y setenta y un mahâ–yugas comprenden, por lo tanto, 4.320.000 x 71 = 306.720.000 años. A este cómputo hay que añadir un sandhyâ, o duración de los crepúsculos matutino y vespertino en todo este tiempo, equivalente a un sâtya–yuga, o I.728.000 años, con lo que tendremos: 306.720.000 + 1.728.000 = 308.448.000 años, que es el período llamado manvántara. Catorce manvántaras componen 308.448.000 x 14 = 4.318.272.000 años, y añadiendo un sandhya tendremos 4.318.272.000 + 1.728.000 = 4.320.000.000 años, o sea elmahâkalpa o edad máxima, que hemos mencionado antes. Como quiera que nos hallamos en el kali–yuga de la época vigésimo–octava del séptimo manvántara, aún nos falta algún trecho que recorrer antes de llegar siquiera a la mitad de la vida del planeta. Estas cifras derivan de cálculos astronómicos, según ha demostrado Davis en su Ensayo de investigaciones asiáticas. Muchos investigadores, entre ellos Godfrey Higgins, no pudieron averiguar cuál era el ciclo secreto. Christian von Bunsen ha demostrado que los sacerdotes egipcios mantenían en el más profundo misterio las rotaciones cíclicas. Tal vez la dificultad provenga de que los antiguos lo mismo aplicaban el cálculo al progreso espiritual que al material de la humanidad. Por ello podemos descubrir la íntima relación, establecida por los antiguos, entre los ciclos cronológicos y los de la humanidad. Especialmente si recordamos la suma importancia que daban a la constante y omnipotente influencia de los planetas en el destino de los hombres. Higgins acertó al suponer que el ciclo indo de 432.000 años es la verdadera clave del ciclo secreto. Pero no fue capaz de descifrarlo, pues este ciclo es el más impenetrable de todos, porque atañe al misterio de la creación. Está representado con guarismos simbólicos en el Libro de los Números de los caldeos, cuyo texto original no se halla en biblioteca alguna. Pero, tal vez, está en uno de los libros de Hermes.


Los cuarenta y dos libros sagrados egipcios que, según Clemente de Alejandría, había en su tiempo, eran tan sólo una parte de la colección hermética. Jámblico, filósofo griego neoplatónico, apoyado en la autoridad del sacerdote egipcio Abammon, atribuye a Hermes 1.200 de estos libros y Manethon afirma que fueron nada menos que 36.000. Sin embargo, la crítica moderna desdeña el testimonio de Jámblico por neoplatónico. Y, respecto del de Manethon, vale advertir que Bunsen lo diputa por el más insigne historiador de su país, pero mantiene los prejuicios de la ciencia moderna contra la sabiduría de los antiguos. A pesar de todo, ningún arqueólogo duda ya de la increíble antigüedad de los libros herméticos. Champolllión está seguro de su autenticidad, corroborada por los más antiguos monumentos. Por otro lado, Bunsen aduce pruebas irrefutables de su antigüedad. Sus investigaciones demuestran que antes de Moisés hubo en Egipto sesenta y un reyes que mantuvieron la civilización del país durante miles de años y, por lo tanto, resulta evidente que las obras de Hermes Trismegisto son muy anteriores al nacimiento de Moises. En los monumentos de la cuarta dinastía se han encontrado las plumas y tinteros más antiguos del mundo, según atestigua Bunsen, quien, no obstante, rechaza el período de 48.863 años antes de Alejandro, a que Diógenes Laercio remonta la existencia del antiguo Egipto. Pero no tiene más remedio que confesar que de los resultados de las observaciones astronómicas egipcias se infiere que éstas abarcan un período de 10.000 años. Reconoce, además, que uno de los más antiguos tratados de cronología demuestra que las tradiciones referentes al período mitológico comprenden miríadas de años. Algunos estudiosos, desconocedores de los cómputos secretos, amplían de 21.000 a 24.000 años la duración del año máximo, pues creían que el último período de 6.000 años sólo debía aplicarse a la renovación de nuestro globo. Explica Higgins este error de cómputo, diciendo que la precesión de los equinoccios se efectuaba en 2.000 años y no en 2.160 para cada signo, por lo que se cifraba en 24.000 años la duración del año máximo, dividido en cuatro períodos de 6.000. De aquí debieron proceder, en opinión de Higgins, los prolongadísimos ciclos de los antiguos astrónomos, porque el año máximo, como el año común, estaba trazado por la circunferencia de un inmenso círculo. Suponiendo lo dicho anteriormente, Higgins computa los 24.000 años de la manera siguiente: “Si el ángulo que el plano que la eclíptica forma con el plano del ecuador fue decreciendo gradualmente, como se supone que ocurrió hasta hace poco, ambos planos debieron de haber coincidido al cabo de 6.000 años. Transcurridos otros 6.000 años, el sol hubiera estado situado respecto del hemisferio sur como ahora lo está respecto del septentrional. Después de 6.000 años más, volverían a coincidir los dos planos, y al término de otros 6.000 años se situaría el eje de la tierra en la posición actual. Todo este proceso representa un transcurso de 24.000 años. Cuando el sol llegase al ecuador finalizaría el período de 6.000 años y el mundo quedaría destruido por el fuego, mientras que, al llegar al punto meridional, lo habría sido por el agua. De esta suerte tendríamos un cataclismo total cada 6.000 años, o sean diez neros”.



Este sistema de computación, prescindiendo del secreto en que los sacerdotes mantenían sus conocimientos, está expuesto a errores y fue la causa de que los judíos y algunos cristianos neoplatónicos vaticinaran el fin del mundo a los 6.000 años. También provoca que la ciencia moderna menosprecie las hipótesis de los antiguos, y que se formen algunas organizaciones religiosas, como la de los adventistas, que viven en continua espera del fin del mundo. Así como el movimiento de rotación de la Tierra determina cierto número de ciclos comprendidos en el ciclo mayor del movimiento de traslación, análogamente cabe considerar los ciclos menores comprendidos en el saros máximo. La rotación cíclica del planeta es simultánea con las rotaciones intelectual y espiritual, igualmente cíclicas. Por esta razón vemos en la historia de la humanidad un movimiento de flujo y reflujo semejante a la marea del progreso. Los imperios políticos y sociales ascienden al pináculo de su grandeza y poderío para descender de acuerdo con la misma ley de su ascensión, hasta que llegada la sociedad humana al punto ínfimo de su decadencia, se afirma de nuevo para escalar las próximas alturas que por ley progresiva de los ciclos son ya más elevadas que las que alcanzó en el cielo anterior. Las edades de oro, plata, cobre y hierro no son una ficción poética. La misma ley rige en la literatura de los diversos países. A una época de viva inspiración y espontánea labor literaria, sigue otra de crítica y raciocinio. La primera proporciona materiales al espíritu analítico de la segunda. Así, todos aquellos personajes que despuntan en la historia de la humanidad, como Buda y Jesús en el orden espiritual, y Alejandro y Napoleón en el material, son reflejadas imágenes de tipos humanos que existieron miles de años antes, reproducidos por el misterioso poder regulador de los destinos del mundo. Y, por ello, no hay personaje histórico eminente sin su respectivo antecesor en las tradiciones mitológicas y religiosas, mezcla de ficción y verdad, correspondientes a tiempos pasados. Las imágenes de los genios que florecieron en épocas antediluvianas se reflejan en los períodos históricos, como en las serenas aguas de un lago podemos ver la luz de la estrella que centellea en la insondable profundidad del firmamento. Cómo lo de arriba es lo de abajo. Cómo en el cielo, así en la tierra. Lo que fue, será. El mundo siempre ha sido ingrato con sus hombres insignes. Florencia ha levantado una estatua a Galileo y apenas si se acuerda de Pitágoras. A Galileo le sirvieron de guía las obras de Copérnico, que hubo de luchar el sistema de Ptolomeo, cuya aportación fundamental fue su modelo del Universo, que se basaba en que la Tierra estaba inmóvil y ocupaba el centro del Universo, y que el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas giraban a su alrededor.


Pero ni Galileo ni los astrónomos modernos han sido los descubridores de la verdadera posición de los planetas, porque miles de años antes ya la conocían los sabios del Asia central, de donde trajo Pitágoras el conocimiento de esta verdad demostrada. Dice el filósofo neoplatónico griego Porfirio que los números de Pitágoras son símbolos jeroglíficos de que se valía el ilustre filósofo para explicar las ideas relativas a la naturaleza de las cosas. De esto se infiere que, para investigar su origen, hemos de recurrir a la antigüedad. Así lo corrobora acertadamente el masón y rosacruz británico Hargrave Jennings en el siguiente pasaje: “¿Sería razonable deducir que los apenas creíbles fenómenos físicos llevados a cabo por los egipcios fueron efecto del error en una época de tan floreciente sabiduría y de facultades prodigiosas en comparación de las nuestras? ¿Acaso cabe suponer que los numerosísimos pobladores de las márgenes del Nilo laboraron estúpidamente en tinieblas, que la magia de sus hombres eminentes era impostura y que sólo nosotros, los que menospreciamos su poderío, somos los sabios? ¡No por cierto! Hay en aquellas antiguas religiones mucho más de lo que pudiera suponerse, a pesar de las audaces negaciones del escepticismo de estos descreídos tiempos. Así vemos que es posible conciliar las enseñanzas paganas con las clásicas, con las de los gentiles, con las de los hebreos, con las cristianas y con las mitológicas, en la común creencia, basada en la Magia, cuya posibilidad informa la moral de esta obra”. En 1848, los fenómenos espiritistas de Rochester llamaron la atención de las gentes hacia la realidad del mundo invisible. La familia Fox, compuesta por los padres y dos hijas, granjeros y devotos metodistas, alquiló una pequeña casa en diciembre de 1847. A los pocos meses comenzaron a vivir perturbados por ruidos y golpes inexplicables, hasta que en la noche del 31 de marzo de 1848, las niñas, como en un juego, desafiaron al poder invisible a que repitiera los golpes que ellas producían con los dedos. El reto de las muchachas fue inmediatamente atendido, y cada golpe tuvo su eco en otro similar. Esa fuerza aparentaba tener tras de sí una inteligencia independiente, lo que concedía una enorme significación al fenómeno. En principio, la madre se atemorizó, pero luego comenzó a hacer preguntas, cuyas respuestas, recibidas con un si o un no, por medio de un número convenido de golpes, demostraron que esa inteligencia tenía un amplio conocimiento de sus habitantes y sobre lo que ocurría en la casa. Esto se repitió con la intervención de una vecina y luego los demás concurrieron en masa. Formaron una especie de comité de investigación y por medio de un artefacto con letras y números, inventado por uno de los vecinos, el señor Duesler, consiguieron que la fuerza inteligente desconocida fuera marcándolos para formar palabras y frases. Se identificó como un espíritu, que había vivido como Charles B. Resma, se ganaba la vida vendiendo de puerta en puerta y había sido asesinado por dinero y enterrado en esa casa cinco años antes. El comité de investigación publicó sus resultados al cabo de un mes, y 55 años más tarde el Boston Journal confirmó en su edición del 23 de noviembre de 1904, que habían sido encontrados los restos del hombre que había sido asesinado en la casa habitada por la familia Fox.



Por una parte, los teólogos cristianos creen en la existencia de Dios y del diablo, mientras que para los materialistas no hay más Dios que la substancia gris del cerebro. Entretanto, los ocultistas y filósofos merecedores de este nombre perseveran en su labor sin hacer caso de unos ni de otros. La razón humana, emanada de nuestra finita mente, no alcanza a comprender la infinita inteligencia de la ilimitada entidad divina. Y como lógicamente no puede existir para nosotros lo que cae más allá de nuestro entendimiento, de aquí que la razón finita coincida con la ciencia en negar a Dios. Pero por otra parte, el Yo profundo que piensa, siente y quiere, independientemente de su envoltura mortal, no sólo cree, sino que además sabe que existe un Dios, en quién todos vivimos y que vive en nosotros. Ni la fe dogmática es capaz de robustecer este convencimiento, ni las demostraciones físicas logran quebrantarlo una vez nacido en la intimidad de la conciencia. El género humano anhela satisfacer sus necesidades espirituales con una religión que pueda relevar ventajosamente a la dogmática teología cristiana, y le dé pruebas de la inmortalidad del alma. A este propósito dice Sir Thomas Browne: “El más ponzoñoso dardo con que el escepticismo puede atravesar el corazón del hombre es decirle que no hay otra vida más allá de la presente ni otro estado, con posibilidades de ulterior progreso, que perfeccione su actual naturaleza”. Muchos teólogos cristianos se han visto en la precisión de reconocer que no hay ninguna prueba auténtica de la vida futura. Y, sin embargo, ¿cómo se explica la continuidad de esta creencia a través de los siglos y en todos los países civilizados o salvajes, sin pruebas que la demostraran? Si los fenómenos espiritistas pudieron ser, en algunos casos aislados, ilusiones derivadas de causas físicas, ¿es justo achacar a mentes enfermizas los innumerables casos en que, no ya una sola, sino varias personas a la vez, vieron y hablaron a los aparecidos? Los más eminentes pensadores de Grecia y Roma no dudaron de la realidad de las apariciones que clasificaban en manes, ánima y umbra. Los manes descendían al mundo inferior; el ánima, o espíritu puro, subía a los cielos; y el umbra vagaba alrededor del sepulcro, atraído por su afinidad con el cuerpo físico. “En la tumba se lee que la carne voló sobre la sombra de Orcus como un fantasma, cuyo espíritu vuela a las estrellas”. Así dice Ovidio al tratar de la trina naturaleza del alma humana. Sin embargo, todas estas definiciones han de someterse al análisis de la filosofía. Porque, por desgracia, muchos eruditos olvidan que las diferencias idiomáticas y la terminología simbólica empleada por los antiguos místicos, han inducido a error a gran número de traductores é intérpretes, que leyeron literalmente las frases de los alquimistas de la Edad Media, del mismo modo que los modernos eruditos no advierten el simbolismo de Platón.


Algún día comprenderán debidamente que, desde los orígenes de la especie humana, estuvo la verdad bajo la salvaguarda de los adeptos del santuario. Entonces se convencerán de que tan sólo eran aparentes las diferencias de credos y ceremonias, pues los depositarios de la primitiva revelación divina, que habían resuelto cuantos problemas caen bajo el dominio de la mente humana, formaban una comunidad universal, científica y religiosa, que, en continua cadena, circula el globo. A la filosofía y a la psicología les toca buscar los eslabones extremos, y luego de hallados, siquiera uno solo, seguir escrupulosamente el encadenamiento que nos lleve a desentrañar el misterio de las antiguas religiones. La negligencia en el examen de estas pruebas condujo a hombres de preclaro talento al moderno espiritismo, mientras que a otros les llevó, por falta de espiritual intuición, a las diversas modalidades del materialismo. La mayoría de los eruditos contemporáneos opinan que sólo ha habido en el mundo una época de florecimiento intelectual, a cuyos albores pertenecen los filósofos antiguos y en cuyo cenit brillan los modernos. Los científicos actuales pretenden invalidar el testimonio de los pensadores de otro tiempo, como si la humanidad hubiera empezado a existir el primer año de la era cristiana y todo cuanto sabemos fuese de época reciente. El momento es propicio para la restauración de la filosofía antigua, pues arqueólogos, fisiólogos, astrónomos, químicos y naturalistas se acercan al punto en que hayan de recurrir a ella. Se acerca el día en que el mundo tenga pruebas de que las religiones antiguas estuvieron en armonía con la naturaleza, y de que la ciencia de los antiguos abarcaba todo conocimiento asequible a la mente humana. Se revelarán secretos durante largo tiempo velados, volverán a ver la luz del día olvidados libros de épocas remotas y perdidas artes de tiempos pretéritos, los pergaminos y papiros arrancados de las tumbas egipcias llegarán a manos de intérpretes que los descifren, junto con las inscripciones de columnas y planchas, cuyo significado sorprenda a los teólogos y a los sabios. Porque, ¿quién conoce las posibilidades del porvenir? Ha empezado ya la era restauradora. El ciclo está por terminar su carrera, y vamos a entrar en el siguiente. Las páginas de la historia futura contendrán pruebas evidentes de que, si en algo hemos de creer a los antiguos, es en que los espíritus descendieron de lo alto para conversar con los hombres y enseñarles los secretos del mundo oculto.


Fuentes:
H.P. Blavatsky – La Doctrina Secreta
H.P. Blavatsky – Isis sin velo