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domingo, 20 de enero de 2013

NIÑOS DEL DESIERTO, NIÑOS DE CIUDAD: LA EDUCACIÓN TUAREG (1)


"Los tuareg solemos decir que la vejez ha conocido la juventud, pero que ésta no sabe nada de la vejez." Moussa Ag Assarid.


Moussa preside la asociación ENNOR France para la escolarización de los nómadas, promotora de la Escuela del Desierto, que acoge a unos cincuenta niños tuareg en la orilla del río Níger.


Entrar en su vida por la escuela.

Asistir a un comienzo de año escolar en Francia constituye un momento difícil. Los niños lloran, sus padres gritan. Sin embargo, esos niños tienen una suerte increíble, pero ¿cómo hacer que un niño que no ha conocido el hambre comprenda que es mucho mejor para él entrar en clase que dar brincos en un parque? Se cuentan por centenares los niños del desierto que todavía sueñan con la oportunidad de aprender un día a leer y escribir. Había uno que no paraba de dar la lata a sus padres para asistir a una clase porque soñaba con subirse a una moto, a la que llamaba "camello que vomita humo". Otro asociaba la escuela de Taboye con un puñado de dátiles porque sus padres volvían siempre con dátiles del mercado de Taboye. Esta es la magia del desierto: una moto y un puñado de dátiles pueden decidir una vida.

Libres para ser responsables.

Entre los nómadas, desde que cumplen siete años, los niños son considerados seres responsables. El chico se va sólo con las cabras; la chica, a buscar agua. También nos permiten hacer algunas tonterías porque saben que la única manera de no repetirlas es sentir en nuestra propia carne lo que no nos conviene. Esta es la razón por la que todos los niños nómadas han tocado alguna vez el fuego con sus manos y han dormido sin mantas una noche de invierno. En Occidente, jamás un padre hubiese permitido que un niño pusiese la mano en el fuego. Y es que hay veces que conviene quemarse para ser responsable. Si se protege demasiado a los niños, tienen miedo de todo. En Occidente, es el temor del adulto el que crea la limitaciones. Entre nosotros, son las estructuras nacidas de la experiencia las que sirven de base a nuestro equilibrio.


Amar al maestro.

En la escuela del desierto, el papel de maestro no es sólo de enseñar a los niños a leer y escribir, sino también el de abrirles los ojos al mundo y de proporcionarles una ética de la vida. Prolonga los papeles del padre y de la madre. En Francia, al haber los padres recibido una educación, es forzoso que miren con ojos más críticos la escolarización de los hijos. En una sociedad en la que el niño es rey, desde sus primeras lágrimas, el padre suele tomar partido contra el profesor, lo que también hace que sea normal que el niño se enfrente a la autoridad. Pero también son innumerables las veces en que los estudiantes me han dicho que habían tomado un camino gracias a la aptitud de un profesor. Más que maestros, también pueden constituirse guías para aquellos que puedan verlos como sus aliados.

Aprender a defenderse.

Cuando en la escuela del desierto un niño va a ver al maestro para quejarse de un compañero que le ha hecho daño, es, para empezar, reprendido severamente. Los problemas de los niños nunca tienen nada que ver con los mayores. En Francia, y a veces en el desierto, existen padres que no se atreven a enseñar a sus hijos a defenderse solos. He visto en París a un padre que fue a ver a la salida del colegio a un niño que se había pegado con su hijo.  También en el desierto he visto a un padre quejarse por una trifulca en un partido de fútbol. Cuando su hijo vio que su padre llegaba a la escuela, hizo todo lo que pudo para impedirle hablar. Nosotros intentamos enseñar a nuestros hijos a forjarse sus propias armas. Sabemos que es la única forma de hacerles sentirse libres.

Responsables.

Los niños del desierto deben cortar muy temprano su cordón umbilical para aprender a apañárselas por sí mismos. Por ello, no es difícil ver a los niños cuidarse entre sí cuando uno de ellos resulta herido. Si, en Francia, el primer gesto de un niño que se ha herido es ir a ver a su profesor y no a su compañero, es porque no se encuentra en situación de supervivencia. Sabe que siempre tendrá un adulto para vigilarlo y protegerlo. Es esa la razón por la que el paso de los occidentales a la niñez es con tanta frecuencia doloroso. Se pegan un buen trompazo hasta que se dan cuenta que no pueden contar más que consigo mismos.

Soñar.

En el desierto no podemos soñar más que con lo que conocemos. Soñamos con dromedarios, cabras, mujeres, oasis. Pero si un elemento nuevo viene a confundir al niño, descubre, maravillado, nuevas posibilidades. Tiene la impresión de que la vida no es sino un sueño a explorar. Incluso al envejecer, conservará la facultad de sorprenderse sin cesar. Nada es debido cuando se crece sin nada. Los niños occidentales crecen en medio de una abundancia tal de vidas posibles que sus sueños son más abstractos y poseen más riqueza. La televisión, el cine, los libros, las amistades atropellan y alimentan sin cesar su imaginación. Es maravilloso y peligrosos a la vez porque corre el peligro de no maravillarse más. Por eso, se pasará el resto de su vida buscando nuevas posibilidades para volver a gozar la felicidad de sentirse maravillado.

Abrir los ojos.

En Francia, desde que son muy jóvenes, los niños son informados de lo que pasa en el mundo y se dan cuenta del universo en el que viven, evolucionan y se comprometen. ¡Cuando a los ocho años me dedicaba a contar cabras, éstos niños ya hablaban con sus padres del calentamiento del planeta! En el desierto, los niños tardan mucho en darse cuenta de la época en la que viven. A los padres les importa un bledo si los americanos han llegado o no a la Luna. No les preocupa sino el transmitir los valores a ras de suelo necesarios para su supervivencia. La infancia se siente ausente de las torpezas del mundo, y mantenemos esa burbujita de la infancia que nos protege. Nos cuesta mucho sentirnos afectados por el mundo exterior al desierto. Es una vida autosuficiente porque se contenta con poco.

Trozo de cordel.


La abundancia no enriquece la imaginación. El hecho de contar con escasos medios nos hace estar inventando todo el tiempo. En el desierto, todos los objetos tienen diferentes funciones. Todo sirve cuando no se tiene nada. Por esta razón, los niños pueden pasarse horas jugando con un trozo de cuerda y un palo. Se cansarían enseguida con las muñecas y sofisticados automóviles que se ven en Occidente, donde no hay nada que inventar porque el objeto constituye un fin en si mismo. La verdad es que a los niños occidentales les ocurre lo mismo. He visto a niños en el recreo jugando con un trozo de goma, dejando de lado los formidables regalos que habían recibido por Navidad. En esto, las enseñanzas que da el desierto son universales: el niño necesita simplicidad para que su imaginación cobre vida y se cansará enseguida del robot para volver al trozo de madera.

Aprender a sufrir.

El sufrimiento, en el desierto, forma parte de nuestra vida cotidiana. Cada vez que una madre da a luz, se está jugando la vida. Y ese niño conocerá en seguida el sufrimiento: el frío, el calor, la enfermedad, la sed.
La regla en Occidente es, sobre todo, no sufrir. Es maravilloso poder calmar el dolor, pero es también necesario. Nos refuerza y, al ponernos a prueba, nos hace crecer. No preconizo una vuelta al pasado, pero me da pena ver hasta qué punto los niños tienen miedo al dolor. La menor pupita se convierte en drama cuando debería constituirse en enseñanza.

La fuerza de afirmarse.

En Francia, el niño es rey y la vida en la familia gira alrededor suyo. Me quedé extrañadísimo cuando vi a unos padres discutir con su hijo sobre si era o no razonable que fuese a jugar al fútbol a pesar de sus pésimas notas. Entre nosotros es algo imposible. Solemos decir que la vejez ha conocido la juventud, pero que esta no sabe nada de la vejez. Por esta razón, el niño jamás se atreverá a llevar la contraria al hermano mayor o a su padre y madre. Es importante el respeto, aunque, si es demasiado abrumador, impide que afirmemos nuestra personalidad. Los jóvenes del desierto no suelen expresarse por no estar seguros de sí mismo, ni jamás hablan de sí mismos porque no han aprendido a afirmarse ni descubrir sus necesidades. Los niños pueden imponerse, pero sin faltar al respeto. Francia me lo repite todos los días.


Bebé en la arena.

Asistí un día en Montpellier a un espectáculo sorprendente: pasé el día con una madre y su bebé. Jamás había presenciado tanto ceremonial por un niño pequeño. Pañales perfumados, comidas a horas exactas, puntillosísimo equilibrio alimentario. Al menor gemido, su madre lo tomaba en brazos. Todo el santo día en un estado de febrilidad, inquietud y tensiones casi expansivas. Al final del día la madre no podía con su alma. ¿Cómo un ser tan pequeño puede desparramarse hasta convertirse en objeto de tantas preocupaciones? Cuando volví al campamento y vi a mi sobrina de dos años correr desnuda por la arena y revolcarse en ella, en las boñigas de las cabras y en las sucias aguas de la cocina, no la sentí segura. Medía la cantidad de progresos que teníamos que llevar a cabo sin sumirnos en una psicosis de salud y limpieza. Aunque sigo convencido que si vivimos demasiado protegidos, nos volvemos más frágiles.

Aprender el tiempo.

Desde su más tierna infancia, el niño encuentra los despertares matinales momentos difíciles. Sin embargo, no lo es para un tuareg. Este se levanta al amanecer y su día comienza con el sol. Al vivir el ritmo que le marca el día y la noche, ignora el sufrimiento del despertar. Vive dentro del tiempo, al ritmo de las estaciones. No existen horas, solo el alba y el crepúsculo. No llevamos inscrito en nuestro interior que la vida debe seguir rigurosamente las agujas de una esfera. En la escuela, nadie lleva reloj, los niños tienen la intuición del momento. Lo sienten. Además, el maestro no castiga por llegar tarde. El tiempo hay que tomárselo...

Fuente: "Los niños del desierto" Moussa Ag Assarid, Ibrahim Ag Assarid.


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